Ukrainian service members walk on the front line at the industrial zone of government-held town of Avdiyivka in Donetsk region, Ukraine December 17, 2021. REUTERS/Oleksandr Klymenko
Commentary / Global 20+ minutes

10 conflictos para tener en la mira en 2022

Las preocupantes tendencias que vimos en 2021, desde EE. UU. hasta Afganistán, Etiopía o la emergencia climática, no dispararon el número de muertes en combate ni incendiaron el mundo. Pero, como revela nuestra mirada al 2022, muchas situaciones complejas a través del planeta podrían empeorar fácilmente.

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Después de un año que fue testigo del asalto al Capitolio estadounidense, un terrible derramamiento de sangre en Etiopía, el triunfo de los talibanes en Afganistán y enfrentamientos entre grandes potencias en torno a Ucrania y Taiwán en medio de una disminución de la influencia de EE. UU. en el escenario global, la pandemia de COVID-19, y la emergencia climática, es fácil pensar que el mundo está perdiendo el rumbo.

Pero tal vez se pueda argumentar que las cosas están mejor de lo que parecen.

Después de todo, de acuerdo con algunas cifras, la guerra está en bajada. El número de personas muertas en combates en todo el mundo ha disminuido desde 2014, si se cuentan solo las muertes ocurridas directamente en combate. Según el Programa de Datos sobre Conflictos de Uppsala, las cifras hasta finales de 2020 muestran que hubo menos muertes en combate que los siete años anteriores, principalmente porque el terrible desangre de Siria ha cesado en gran medida.

El número de guerras de gran magnitud también ha descendido, después de llegar a un pico recientemente. A pesar de la amenaza del presidente ruso Vladimir Putin a Ucrania, los Estados rara vez se enfrentan en guerras entre sí. Hay más conflictos locales que nunca, pero tienden a ser de menor intensidad. En su mayor parte, las guerras del siglo XXI son menos letales que las que les precedieron en el siglo XX.

Un EE. UU. más cauteloso también podría tener sus ventajas. El derramamiento de sangre de los noventa en Bosnia, Ruanda y Somalia; las guerras de Afganistán e Irak tras los ataques del 11 de septiembre; la letal campaña de Sri Lanka contra los tamiles, y el colapso de Libia y Sudán del Sur se desarrollaron en un momento en el que (y, en algunos casos, debido a que) Occidente dominaba, bajo el liderazgo de los EE.UU. Que los últimos presidentes estadounidenses se hayan abstenido de enfrentar a sus enemigos por la fuerza es algo positivo. Además, no se debe sobrevalorar la influencia de Washington incluso durante su apogeo tras la Guerra Fría; dado que, a menos que haya una invasión, siempre ha tenido dificultades para someter a su voluntad a los líderes rebeldes (como, por ejemplo, el exlíder sudanés Omar Al-Bashir).

De cualquier forma, si estos son destellos de esperanza, son sumamente débiles.

Después de todo, las muertes en combate solo cuentan una parte de la historia. El conflicto de Yemen causa más muertes, en su mayoría de mujeres y niños, por inanición o enfermedades prevenibles que por violencia. Millones de etíopes sufren una grave inseguridad alimentaria debido a la guerra civil del país. Los combates en los que participan grupos islamistas en otras partes de África a menudo no implican miles de muertes, pero expulsan a millones de personas de sus hogares y provocan una crisis humanitaria.

Los niveles de violencia en Afganistán han disminuido considerablemente desde que los talibanes se tomaron el poder en agosto, pero el hambre, causada principalmente por las políticas occidentales, podría acabar con la vida de más afganos, incluidos millones de niños, que las últimas décadas de combates. En todo el mundo, el número de personas desplazadas, la mayoría debido a la guerra, alcanza una cifra récord. En otras palabras, las muertes en combate pueden haber disminuido, pero el sufrimiento causado por el conflicto no.

La intromisión extranjera en conflictos locales crea el riesgo de que estos enfrentamientos desencadenen impactos mayores.

Además, los Estados compiten ferozmente incluso cuando no combaten de forma directa. Se enfrentan por medio de ciberataques, campañas de desinformación, interferencias electorales, coerción económica e instrumentalización de migrantes. Las potencias mundiales y regionales compiten por influencia, a menudo a través de aliados locales, en las zonas de guerra. Estas luchas a través de intermediarios no han provocado hasta ahora una confrontación directa entre los Estados involucrados. De hecho, algunos sortean el riesgo con habilidad: Rusia y Turquía mantienen relaciones cordiales a pesar de apoyar a bandos opuestos en los conflictos de Siria y Libia. Sin embargo, la intromisión extranjera en conflictos locales crea el riesgo de que estos enfrentamientos desencadenen impactos mayores.

Los enfrentamientos que involucran a las grandes potencias representan un riesgo cada vez mayor. Putin puede aventurarse a una nueva incursión en Ucrania. Un enfrentamiento entre China y EE. UU. por Taiwán es poco probable en 2022, pero los ejércitos de ambos países chocan cada vez más en torno a la isla y el Mar de China Meridional, con todo el peligro que esto conlleva. Si el acuerdo nuclear iraní fracasa, lo cual actualmente parece probable, EE. UU. o Israel podrían intentar, posiblemente incluso a principios de 2022, destruir las instalaciones nucleares iraníes, lo que podría llevar a Teherán a acelerar la fabricación de armas mientras arremete contra toda la región. En otras palabras, un descuido o un error de cálculo y las guerras interestatales podrían resurgir.

Independientemente de lo que se piense sobre la influencia de EE. UU., su declive viene acompañado de riesgos ineludibles, dado que el poder y las alianzas estadounidenses han estructurado los asuntos globales durante décadas. No se debe exagerar el declive: las fuerzas estadounidenses continúan desplegadas por todo el mundo, la OTAN se mantiene firme y la reciente diplomacia de Washington en Asia demuestra que todavía puede formar coaliciones como ninguna otra potencia. Pero, ante los cambios constantes, los rivales de Washington están tanteando para ver hasta dónde pueden llegar.

Los conflictos más peligrosos en la actualidad, ya sea Ucrania, Taiwán o los enfrentamientos con Irán, se relacionan de alguna manera con la búsqueda de un nuevo equilibrio global. Que EE. UU. Se haya vuelto disfuncional no ayuda. Una delicada transición del poder global requiere cabeza fría y previsibilidad, no elecciones tensas ni vaivenes en las políticas de una administración a otra.

En cuanto al COVID-19, la pandemia ha exacerbado las peores catástrofes humanitarias del mundo y ha impulsado el empobrecimiento, el aumento en el costo de vida, la desigualdad y el desempleo que alimentan la indignación popular. El año pasado la pandemia fue determinante en la toma de poder en Túnez, el golpe de Estado en Sudán y las manifestaciones en Colombia. El daño económico que el COVID-19 está desatando podría llevar a algunos países a un punto de quiebre. Aunque hay un camino por recorrer para pasar del descontento a la protesta, de la protesta a la crisis y de la crisis al conflicto, las peores consecuencias de la pandemia pueden estar por venir.

Así que, aunque los preocupantes sucesos actuales aún no han disparado el número de muertes en combate ni han hecho arder el mundo, el panorama sigue siendo complicado y, como lo hace demasiado evidente la lista de este año, podría empeorar fácilmente.

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1. Ucrania

No está claro si Rusia, que ha estado concentrando tropas en la frontera con Ucrania, volverá a invadir a su vecino. Pero descartar la amenaza como una simple amenaza vacía sería un error.

La guerra de Ucrania comenzó en 2014 cuando Putin, molesto por lo que consideró como el derrocamiento respaldado por Occidente de un presidente aliado de Moscú, anexó a Crimea y apoyó a los separatistas en la región oriental de Dombás en Ucrania. Enfrentándose a una derrota militar, Ucrania firmó dos acuerdos de paz, conocidos como los acuerdos de Minsk, en gran parte bajo las condiciones impuestas por Rusia. Desde entonces, los separatistas han ocupado dos áreas escindidas en Dombás.

Lo que fue durante varios años un conflicto latente se intensificó en 2021. Una tregua acordada entre Putin y el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, quien llegó al poder en 2019 con la promesa de hacer la paz, se vino abajo. En la primavera de 2021, Putin concentró a más de 100 000 soldados cerca de la frontera, solo para retirar a muchos de ellos semanas después de una reunión con el presidente estadounidense Joe Biden. Desde noviembre, ha concentrado un número similar de tropas.

Las razones de Rusia son evidentes. Moscú está molesto por el incumplimiento de los acuerdos de Minsk por parte de Ucrania, en particular al negar el “estatus especial” a las regiones escindidas, que, según Moscú, implica que cuenten con autonomía y voz en la política exterior.

Putin, enfadado por lo que Moscú percibe como décadas de intromisión occidental, ha trazado una nueva línea roja en la OTAN, rechazando no solo la idea de que Ucrania se una a la alianza, lo que (en realidad) no se ocurrirá en el corto plazo, sino también la creciente colaboración militar que actualmente se está dando entre Kiev y los miembros de la OTAN. Rusia propone un nuevo orden europeo que impida una mayor expansión de la OTAN hacia el oriente y frene sus despliegues y actividades militares.

Es posible que Rusia pretenda obtener concesiones mediante la concentración de tropas. Pero dado el historial de Putin ... no se debe descartar otra incursión militar.

Es posible que Rusia pretenda obtener concesiones mediante la concentración de tropas. Pero dado el historial de Putin y la hostilidad que Moscú inspira entre los ucranianos fuera de las áreas controladas por los separatistas, no se debe descartar otra incursión militar. Si Rusia planea un enfrentamiento, sus opciones van desde un apoyo limitado a los separatistas hasta un asalto a gran escala.

Las potencias occidentales, que con demasiada frecuencia han recurrido a fanfarroneo disfrazado de ambigüedad estratégica, tienen que aclarar de qué manera apoyarían a Ucrania, transmitirle ese mensaje a Moscú y mantenerse firme en sus límites. Biden, quien tendrá un encuentro en persona con Putin a principios de enero, ha dado un primer paso amenazando con sanciones y una mayor concentración militar en el flanco oriental de la OTAN. Los líderes occidentales también pueden advertir sobre reacciones indeseadas, que pueden resultar difíciles de controlar, tal vez incluyendo un mayor despliegue de personal por parte de miembros de la OTAN en la propia Ucrania, con todos los riesgos que esto conlleva.

Pero la disuasión durará poco si no va acompañada de iniciativas para reducir la escalada y sentar las bases para acuerdos más sostenibles en Ucrania y más allá. La desescalada coordinada podría implicar el retiro de fuerzas por parte de Moscú, limitar los ejercicios militares de ambas partes en los mares Negro y Báltico, el regreso a las negociaciones del acuerdo de Minsk y conversaciones sobre seguridad europea, incluso si el acuerdo unilateral que Rusia propone está descartado.

En realidad, nadie obtendrá lo que quiere del enfrentamiento. Puede que Kiev no esté satisfecho con los acuerdos de Minsk, pero los firmó y siguen siendo la vía internacionalmente aceptada para salir de la crisis. Putin espera tener un vecino dócil en Ucrania, pero eso es una utopía, a menos que esté preparado para una costosa y dolorosa ocupación. Europa y EE. UU. no pueden ni disuadir sin cierto riesgo de escalada, ni resolver la crisis de Ucrania sin abordar la seguridad europea en general. En cuanto a Biden, puede que quiera enfocarse en China, pero no puede relegar a Rusia a un segundo plano.

2. Etiopía

Hace dos años, Etiopía generaba buenas noticias. El primer ministro etíope, Abiy Ahmed, parecía dejar atrás décadas de un gobierno represivo. En cambio, ahora, más de un año de enfrentamientos entre el ejército federal de Abiy y las fuerzas de la región norteña de Tigray han devastado el país. Sin embargo, puede que se haya abierto una pequeña ventana para poner fin a la guerra.

Las dinámicas del campo de batalla han variado dramáticamente. Abiy ordenó por primera vez el despliegue de tropas federales en Tigray en noviembre de 2020 luego de un ataque letal a una guarnición militar de la región por parte de leales al partido gobernante de la región, el Frente Popular de Liberación Tigray (FPLT). Las fuerzas federales, apoyadas por tropas de Eritrea (que pasaron de ser enemigas a ser amigas) y fuerzas de la región etíope de Amhara, que limita con Tigray, avanzaron rápidamente e instalaron una administración interina en Mekele, la capital tigrense, en diciembre de 2020.

Durante los meses siguientes, los líderes del FPLT se reagruparon en el campo, movilizando a los tigrayanos enfurecidos por las masacres, las violaciones y los destrozos causados ​​por las tropas federales y eritreas. En un sorprendente revés, los rebeldes expulsaron a sus enemigos de la mayor parte de Tigray a finales de junio, antes de marchar hacia el sur. Luego formaron una alianza con un grupo insurgente en la populosa región central de Oromía en Etiopía. Un asalto a la capital, Adís Abeba, parecía inminente. Sin embargo, a mediados de noviembre se produjo otro cambio de rumbo. Una contraofensiva de las tropas federales y las milicias aliadas obligó a las fuerzas de Tigray a retroceder a su región.

Pero si las fuerzas federales, por ahora, están triunfando, ambos lados cuentan con un fuerte respaldo y podrían reunir más reclutas. Es probable que ninguno de los dos logre dar un golpe letal.

Los brutales combates han agravado una disputa ya de por sí amarga. Abiy presenta la guerra como una batalla por la supervivencia del Estado etíope. Muchos etíopes fuera de Tigray desprecian al FPLT, el cual estuvo al frente de un régimen represivo que gobernó Etiopía durante décadas antes de la elección de Abiy.

Abiy pinta a los líderes del FPLT como saboteadores hambrientos de poder, empeñados en destruir su visión modernizada del país. En contraste, los líderes de Tigray afirman que su ataque inicial, que desencadenó la guerra, se anticipó a una campaña para subyugar a Tigray por parte de Abiy y el antiguo enemigo del FPLT, el presidente de Eritrea Isaias Afwerki, con quien Abiy firmó un acuerdo de paz en 2018. Consideran que las reformas de Abiy son un intento por diluir los derechos de autogobierno de las regiones etíopes.

Las heridas en el tejido social etíope que ha dejado el derramamiento de sangre serán difíciles de sanar.

Más guerra equivale a más desastre. Los combates ya han cobrado la vida de decenas de miles de personas y han desplazado a millones de etíopes de sus hogares. Todas las partes están acusadas de atrocidades. Gran parte de Tigray, a la que las autoridades federales le niegan ayuda, está al borde de la hambruna. Las heridas en el tejido social etíope que ha dejado el derramamiento de sangre serán difíciles de sanar. Los vecinos más allá de Eritrea podrían resultar involucrados. Sudán, otra historia positiva que se volvió amarga en 2021 cuando sus generales se tomaron el poder, tiene sus propias disputas territoriales con Etiopía por las fértiles tierras fronterizas de Al-Fashqa y la Gran Presa del Renacimiento de Etiopía en el Nilo, donde Adís Abeba ha comenzado a llenar el embalse. Con Etiopía en crisis, Sudán, junto con Egipto, podrían ver una oportunidad para aprovechar su ventaja.

Recientes desarrollos en el campo de batalla pueden haber abierto una pequeña oportunidad. Los líderes de Tigray han renunciado a una condición determinante para las conversaciones, a saber, que las fuerzas de Amhara abandonen las áreas en disputa que tomaron en el occidente de Tigray. A finales de diciembre, las autoridades federales anunciaron que no continuarían avanzando para intentar derrotar a las fuerzas tigrayanas. Los diplomáticos ahora deben presionar para conseguir una tregua que permita la entrada de ayuda humanitaria en Tigray y explorar si hay posibilidades de llegar a un acuerdo entre las partes. Sin ello, el derramamiento de sangre y el hambre continuarán, con terribles consecuencias para los etíopes y, potencialmente, para la región.

3. Afganistán

Si bien 2021 marcó el fin de un capítulo de las varias décadas de tragedia en Afganistán, también registró el comienzo de uno nuevo. Desde la toma del poder por parte de los talibanes en agosto, una catástrofe humanitaria acecha. Datos de la ONU sugieren que millones de niños afganos podrían morir de hambre. Gran parte de la culpa recae sobre líderes occidentales.

La victoria de los talibanes fue rápida, pero se gestó durante mucho tiempo. Por años, y especialmente desde principios de 2020, cuando Washington firmó un acuerdo con los talibanes en el que se comprometía a retirar a las fuerzas estadounidenses, los insurgentes avanzaron en las zonas rurales, rodeando los centros provinciales y distritales. En la primavera y el verano de 2021 comenzaron a tomarse pueblos y ciudades, a menudo persuadiendo a los comandantes del ejército afgano desmoralizados por el inminente fin del apoyo occidental para que se rindieran. El gobierno colapsó a mediados de agosto y los talibanes entraron en Kabul casi sin encontrar resistencia. Fue un final sorprendente para un orden político que las potencias occidentales habían pasado dos décadas ayudando a construir.

El mundo respondió a la toma del poder por parte de los talibanes congelando los activos del Estado afgano, parando la ayuda presupuestaria y ofreciendo solo un alivio limitado de las sanciones con fines humanitarios. (Los talibanes son objeto de sanciones por parte de la ONU y gobiernos occidentales).

El nuevo gobierno no puede pagar a los funcionarios públicos. La economía ha colapsado. El sector financiero está paralizado. Todo esto se suma a una severa sequía. Aunque los niveles generales de violencia han disminuido significativamente con respecto al año anterior, los talibanes se enfrentan a una feroz lucha contra la facción local del Estado Islámico.

Dos combatientes talibanes en Kabul poco después de la toma de la capital de Afganistán. Septiembre de 2021. CRISIS GROUP / Stefanie Glinsky

El nuevo régimen ha hecho poco para conseguir donantes. Su gabinete interino está compuesto casi exclusivamente por figuras talibanes, en su mayoría de la etnia pastún y no incluye a ninguna mujer. Las primeras decisiones de los talibanes, en particular el cierre de escuelas para niñas en muchas provincias, provocaron indignación internacional (algunas han reabierto desde entonces). Han surgido informes sobre ejecuciones extrajudiciales de exsoldados y expolicías.

Aun así, los tomadores de decisiones occidentales tienen la mayor parte de responsabilidad por la difícil situación de los afganos. La repentina suspensión de fondos para un Estado totalmente dependiente de la cooperación ha sido devastadora. La ONU estima que 23 millones de personas, más de la mitad de la población, pasarán hambre este invierno. La ayuda humanitaria por sí sola no puede evitar el desastre. Adicionalmente, los donantes están desaprovechando los logros que sus fondos ayudaron a conseguir en las últimas dos décadas, sobre todo en materia de salud y educación.

Hay otra forma. Las instituciones financieras internacionales, que ya liberaron una pequeña parte de los casi 2000 millones reservados para Afganistán, deben distribuir el resto. La ONU y EE. UU., que ya han levantado algunas sanciones para permitir la entrada de ayuda humanitaria, deben ir más allá y flexibilizar las restricciones para permitir una actividad económica regular. Biden debe descongelar una parte de los activos de Afganistán, para tantear el terreno.

Si la Casa Blanca, reacia a respaldar al gobierno talibán, no da ese paso, se podrían inyectar dólares en la economía mediante intercambios de divisas supervisados ​​internacionalmente. Apoyar la atención médica, el sistema educativo, el suministro de alimentos y otros servicios básicos debe ser una prioridad, incluso si esto requiere que los responsables de las políticas occidentales trabajen a través de los ministerios talibanes.

La alternativa es dejar morir a los afganos, incluidos millones de niños. De todos los errores que Occidente ha cometido en Afganistán, éste sería su peor legado.

4. EE. UU. y China

Poco después de retirarse de Afganistán, EE. UU. anunció un nuevo pacto con Australia y el Reino Unido para contrarrestar a China. Conocido como AUKUS, el acuerdo ayudará a Canberra a adquirir submarinos de propulsión nuclear. Se trata de un claro ejemplo de las aspiraciones de Washington de pasar de combatir a los militantes islamistas a las políticas de las grandes potencias y frenar a Pekín.

En Washington, una de las pocas opiniones compartidas por todos los sectores es que China es un adversario con el que EE. UU. está inexorablemente enfrentado. Los líderes estadounidenses consideran que las últimas décadas de relaciones con China han permitido el ascenso de un rival que explota los organismos y normas internacionales para sus propios fines, reprimiendo la oposición en Hong Kong, actuando de manera atroz en Xinjiang e intimidando a sus vecinos asiáticos. La competencia con China se está convirtiendo en un principio ordenador de la política estadounidense.

La estrategia de Biden respecto a China, aunque no está articulada con precisión, implica mantener a EE. UU. como la potencia dominante en el Indo-Pacífico, donde la capacidad militar de Pekín se ha disparado. Biden aparentemente considera los costos de la primacía regional china más graves que el riesgo de confrontación. En concreto, esa estrategia significó reforzar las alianzas y asociaciones de EE. UU. en Asia, al igual que elevar la importancia de la seguridad de Taiwán para los intereses estadounidenses. Altos funcionarios también hacen declaraciones más contundentes respaldando los reclamos marítimos de países del suroriente asiático en el Mar de China Meridional.

Pekín ve las cosas de otra manera. Los líderes chinos, que esperaban inicialmente mejorar los lazos con Washington con la llegada de Biden, ahora se preocupan más por él que por su predecesor Donald Trump, un líder que esperaban fuera una anomalía. Expresan su descontento por la decisión de Biden de no eliminar los aranceles comerciales o las sanciones, así como por sus esfuerzos para movilizar a otros países. Rechazan el discurso sobre la democracia y los derechos humanos, que consideran un bombardeo ideológico, el cual implícitamente cuestiona la legitimidad de su gobierno.

Pekín quiere una esfera de influencia en la que sus vecinos sean soberanos pero deferentes.

En esencia, Pekín quiere una esfera de influencia en la que sus vecinos sean soberanos pero deferentes. Considera que el dominio de la primera cadena de islas, que se extiende desde las islas Kuriles, pasando por Taiwán y hasta el Mar de China Meridional, es vital para su crecimiento, seguridad y ambición de ser una potencia naval mundial.

En el último año, sin renunciar a su política oficial de “reunificación pacífica”, Pekín intensificó su actividad militar cerca de Taiwán, con un número récord de aviones y bombarderos y realizando ejercicios militares cerca de la isla. La creciente influencia militar y asertividad de Pekín han provocado valoraciones más preocupantes en Washington sobre la amenaza de un asalto chino a Taiwán.

Una reunión virtual en noviembre entre Biden y el presidente chino, Xi Jinping, redujo en cierta medida la tensa retórica de los meses anteriores. Adicionalmente, podría generar una mayor apertura para trabajar conjuntamente, incluyendo la reanudación de los diálogos de defensa. En 2022, con los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín, el XX Congreso del Partido Comunista de China y las elecciones legislativas de mitad de período en EE. UU., es probable que ambas partes prefieran mantener la tranquilidad en el extranjero, incluso si hacen sonar los sables para el público en casa. El peor escenario posible, que China trate de apoderarse de Taiwán, lo que podría obligar a EE. UU. a salir en defensa de Taipéi, es poco probable por ahora.

Sin embargo, la rivalidad de los dos gigantes proyecta una gran sombra sobre los asuntos mundiales y aumenta los riesgos en los puntos de conflicto de Asia Oriental. Pekín ve pocos beneficios en cooperar en temas como el cambio climático cuando Washington enmarca la relación como competitiva. A lo largo de la primera cadena de islas, la situación es particularmente preocupante. Por ejemplo, es común ver aviones de guerra volando unos cerca de otros en los alrededores de Taiwán o buques de guerra cruzándose en el Mar de China Meridional. Un error de cálculo podría disparar las tensiones.

Cuando se presentó un choque entre un avión estadounidense y uno chino en 2001, durante un período de razonable calma entre Pekín y Washington, se requirieron meses de intensa diplomacia para resolver la disputa. Actualmente sería más difícil, y el riesgo de una escalada sería mayor.

5. Irán vs. EE. UU. e Israel

La tendencia instigada bajo la administración Trump de generar políticas arriesgadas que llevaban a Teherán y Washington al borde de la confrontación puede haber terminado. Pero a medida que se desvanece la esperanza de revivir el acuerdo nuclear con Irán, se avecina otra escalada.

Al asumir el cargo, Biden se comprometió a revivir el acuerdo nuclear. Su predecesor se retiró unilateralmente en 2018, y reimpuso sanciones a Irán, lo que, a su vez, hizo que Irán intensificara su desarrollo nuclear y su proyección en Oriente Medio. La administración Biden perdió tiempo deliberando sobre quién debería dar el primer paso y negándose a dar muestras concretas de buena voluntad. Aun así, durante unos meses, las conversaciones lograron algunos avances.

Luego, en junio, Ebrahim Raisi ganó las elecciones presidenciales de Irán, entregando a los partidarios más radicales el control de todos los centros de poder clave de la República Islámica. Tras un paréntesis de cinco meses, Irán volvió a la mesa, endureciendo su posición en la negociación. Al mismo tiempo, está acelerando su desarrollo nuclear. Cuando el acuerdo entró en vigor hace seis años, el tiempo que Irán necesitaba para enriquecer suficiente material fisible para un arma nuclear era de alrededor de 12 meses. Ahora se calcula que es de tres a seis semanas y se está reduciendo.

Aunque Teherán no se ha retirado unilateralmente del acuerdo como lo hizo Trump, sigue jugando con fuego.

Aunque Teherán no se ha retirado unilateralmente del acuerdo como lo hizo Trump, sigue jugando con fuego. Si no se restablece el acuerdo en los próximos meses, es probable que el acuerdo original quede sin efecto, dados los avances tecnológicos de Irán. Hay opciones: los diplomáticos podrían buscar un acuerdo más integral, aunque sería complicado dado el resentimiento que implicaría la eliminación del pacto original, o podrían buscar un convenio provisional de “menos por menos” que limite el continuo progreso nuclear de Irán a cambio de un alivio limitado de sanciones. No obstante, el colapso de las negociaciones es una posibilidad real.

Eso sería un desastre. El programa nuclear de Irán continuará sin obstáculos. Para Washington, aceptar a Irán como un Estado en el umbral nuclear (capaz de construir una bomba incluso si aún no lo ha hecho) probablemente sería una píldora demasiado amarga para tragar. La alternativa sería aprobar o unirse a los ataques israelíes destinados a retrasar la capacidad nuclear de Teherán.

Si eso sucediera, los líderes de Irán, cuyos cálculos posiblemente se basan en el derrocamiento del exlíder libio Muammar Al-Qaddafi, quien abandonó su programa de armas nucleares, y el respeto que Trump mostró hacia una Corea del Norte con armas nucleares, podrían lanzarse hacia el armamentismo.

También es probable que Teherán arremeta contra todo Oriente Medio. Los recientes esfuerzos de desescalada entre Irán y las monarquías del Golfo Pérsico pueden reducir los riesgos, pero Irak, Líbano y Siria estarían en el fuego cruzado. Los incidentes podrían aumentar el riesgo de un enfrentamiento directo entre Irán y EE. UU., Israel o ambos aliados juntos, lo cual las partes han evitado hasta ahora a pesar de las provocaciones. Estos enfrentamientos podrían fácilmente salirse de control en tierra, en el mar, en el ciberespacio o mediante operaciones encubiertas.

El fracaso de las conversaciones podría, en otras palabras, combinar todos los peligros del período anterior al acuerdo de 2015 con las peores preocupaciones de los años de Trump.

6. Yemen

La guerra de Yemen desapareció de los titulares en 2021, pero sigue siendo devastadora y podría empeorar.

Los rebeldes hutíes han rodeado y avanzado hacia la provincia de Marib, rica en petróleo y gas. Subestimados durante mucho tiempo como una fuerza militar, los rebeldes parecen estar llevando a cabo una campaña ágil y dinámica en múltiples frentes, combinando ofensivas armadas con actividades de divulgación para reducir la resistencia de los líderes tribales locales. Ahora controlan Al-Bayda, una gobernación vecina de Marib, y han incursionado en Shabwa, más al oriente, cortando así las líneas de suministro a Marib. De la propia gobernación de Marib, solo la principal ciudad y las instalaciones de hidrocarburos cercanas permanecen en manos del gobierno internacionalmente reconocido del presidente Abed Rabbo Mansour Hadi.

La caída de estos enclaves, marcaría un cambio radical en la guerra. Los hutíes obtendrían una victoria tanto económica como militar. Con el petróleo y el gas de Marib, los hutíes podrán reducir los precios del combustible y la electricidad en las zonas bajo su control, reforzando así su imagen como una autoridad gobernante digna de legitimidad internacional. La pérdida de Marib, el último bastión del gobierno de Hadi en el norte, probablemente anunciaría la desaparición política del presidente.

Algunos yemeníes formalmente alineados con Hadi ya murmuran sobre reemplazarlo por un consejo presidencial. Eso socavaría aún más el estatus internacional del gobierno, lo que probablemente reforzaría la oposición de los hutíes a las conversaciones de paz.

Cualquiera que considere que una victoria de los hutíes marcaría el fin de la guerra está siendo demasiado optimista. En el sur de Yemen, facciones antihutíes que no pertenecen a la coalición de Hadi continuarían la batalla, en particular los separatistas del sur respaldados por los Emiratos Árabes Unidos y una facción liderada por Tareq Saleh, sobrino del difunto líder de Yemen. Los hutíes, que ven la guerra como un enfrentamiento de sus fuerzas nacionalistas contra la vecina Arabia Saudita, la cual respalda a Hadi con su poderío aéreo, probablemente continuarían con los ataques transfronterizos.

El nuevo enviado de la ONU para Yemen, Hans Grundberg, quien asumió su rol al frente de los esfuerzos internacionales para el establecimiento de la paz en septiembre pasado, debe hacer dos cosas a la vez. En primer lugar, debe tratar de evitar una batalla por la ciudad de Marib escuchando, sin necesariamente aceptar, las propuestas de los hutíes y, en segundo lugar, presionar por una contraoferta del gobierno que refleje la realidad del equilibrio de poder actual. La ONU también necesita un nuevo enfoque para el establecimiento de la paz que vaya más allá de las conversaciones bilaterales entre los hutíes, por un lado, y el gobierno de Hadi y sus patrocinadores saudíes, por el otro. La guerra de Yemen es un conflicto multipartidista, no una lucha binaria por el poder; cualquier aspiración de llegar a un acuerdo genuino requiere más asientos en la mesa.

7. Israel-Palestina

El año pasado se produjo la cuarta guerra entre Gaza e Israel en poco más de una década, lo que demuestra una vez más que el proceso de paz está muerto y que una solución de dos Estados parece menos probable que nunca.

El detonante de este último estallido fue la ocupación de Jerusalén Oriental. La amenaza de desalojo de los residentes palestinos del barrio de Sheikh Jarrah coincidió en abril de 2021 con los enfrentamientos durante el Ramadán entre jóvenes lanzando piedras y la policía israelí usando fuerza letal en el complejo que comprende el Haram Al-Sharif, sagrado para los musulmanes, y el Monte del Templo, sagrado para los judíos.

Esto desencadenó una reacción en cadena. Hamas, que controla Gaza, lanzó misiles de largo alcance indiscriminadamente contra Israel. Israel respondió con un duro ataque aéreo, desencadenando un conflicto de 11 días que causó la muerte de más de 250 personas, casi todas palestinas, y dejó en ruinas lo que quedaba de la infraestructura civil de Gaza. Los palestinos de Cisjordania que se manifestaron en solidaridad fueron recibidos con disparos por el ejército israelí. En las ciudades israelíes, los ciudadanos palestinos salieron a las calles, a veces chocando con los colonos de Cisjordania y otros judíos de derecha, a menudo apoyados por la policía israelí.

Los palestinos, por primera vez en décadas, dejaron de lado su fragmentación al unir sus voces en Cisjordania, Jerusalén Oriental, Gaza y el propio Israel.

Si bien este tipo de hostilidades son recurrentes, este combate vino acompañado de nuevos elementos. Los palestinos, por primera vez en décadas, dejaron de lado su fragmentación al unir sus voces en Cisjordania, Jerusalén Oriental, Gaza y el propio Israel. También fue sorprendente el debate en las capitales occidentales, especialmente en Washington. Algunos demócratas, incluidas prominentes figuras del partido, utilizaron un lenguaje inusualmente severo al referirse al bombardeo de Israel, lo que sugiere que, al interior del partido, las opiniones sobre el conflicto están evolucionando.

Sin embargo, los elementos fundamentales no han cambiado. Aunque la intensidad del lanzamiento de misiles por parte de Hamas aparentemente tomó por sorpresa a los israelíes, la guerra no provocó que se replanteara la política israelí en Gaza (asfixia económica para debilitar a Hamas y dividir a los palestinos; “cortar el pasto” cada cierto tiempo para sofocar los ataques) ni su trato general hacia los palestinos. En el extranjero, la mayoría de las capitales manifestaron su preocupación, pero no hicieron mucho más. La administración Biden, a pesar del nuevo tono de los demócratas, dijo llevar a cabo una “diplomacia silenciosa e intensiva”, pero básicamente permitió que el conflicto siguiera su curso.

Los meses posteriores tampoco han traído esperanza. En junio, una diversa coalición derrotó al primer ministro de Israel que más tiempo ha estado en el poder, Benjamin Netanyahu. Después de la hostilidad de Netanyahu, el nuevo gobierno representó una cara más amable para las relaciones exteriores de Israel y declaró que esperaba “reducir” el conflicto mejorando la economía de los territorios ocupados y fortaleciendo marginalmente a la Autoridad Palestina, que gobierna parcialmente Cisjordania. Sin embargo, continúa expandiendo los asentamientos ilegales y reprimiendo a los palestinos tanto como lo hicieron sus predecesores. En octubre, declaró ilegales a seis respetados grupos de la sociedad civil palestina bajo cargos engañosos de terrorismo.

Para cualquiera que aún mantenga la esperanza de que se reinicien las negociaciones, el último año fue motivo de decepción. El centro de gravedad de la política israelí lleva mucho tiempo alejándose de la paz, ya que los sucesivos gobiernos han abandonado en la práctica las conversaciones, aun si no lo han hecho formalmente. La mayoría de los palestinos han perdido la esperanza de conseguir un Estado a través de las negociaciones.

Hay formas de comprar tranquilidad: una tregua a más largo plazo y la apertura de Gaza; suspender las expulsiones de palestinos en Jerusalén Oriental; retomar los acuerdos preexistentes que mantuvieron los lugares sagrados en relativa calma.

Pero esas medidas solo pueden evitar la próxima guerra temporalmente. El discurso de los diplomáticos sobre una solución bilateral que es prácticamente inalcanzable encubre a Israel para que continúe con la anexión de facto de Cisjordania. Lo mejor en este momento sería intentar acabar con la impunidad israelí por las violaciones de los derechos de los palestinos. En otras palabras, es hora de abordar la situación sobre el terreno tal y como está.

8. Haití

Esta nación caribeña lleva mucho tiempo atormentada por crisis políticas, guerras de pandillas y desastres naturales. Sin embargo, este último año se destaca para muchos haitianos como particularmente nefasto. Pocos esperan que el 2022 sea más prometedor.

En julio, sicarios asesinaron al presidente Jovenel Moïse en su casa; su esquema de seguridad aparentemente no hizo nada para evitarlo. Las élites conmocionadas se debatieron sobre quién debía gobernar el país. (Las líneas de sucesión eran confusas ya que Moïse había designado a Ariel Henry como su nuevo primer ministro, pero Henry aún no había tomado posesión). Henry finalmente se convirtió en el líder interino del país, pero ha tenido dificultades para imponer su autoridad.

Un terremoto en agosto destruyó gran parte del sur de Haití. Una ola de secuestros desenfrenados por parte de pandillas que dominan gran parte de la capital, Puerto Príncipe, ha obstaculizado los esfuerzos de cooperación internacional. La toma de terminales petroleras por parte de delincuentes paralizó el país a principios de noviembre. Mientras tanto, Haití está rezagado con respecto al resto de países de América en la distribución de vacunas para el COVID-19. Un número cada vez mayor de haitianos busca mejores perspectivas en el extranjero; muchos de los que salen del país, y de hecho muchos de los que dejaron la isla hace ya algún tiempo, acampan a lo largo de la frontera sur de los EE. UU.

En cuanto a la transición después de Moïse, dos facciones proponen alternativas opuestas. Henry y varios partidos han firmado un acuerdo que le permitiría gobernar hasta las elecciones de 2022. En contraste, la Comisión por la Búsqueda de una Solución Haitiana a la Crisis, un grupo de organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, insiste en que las heridas del país son tan profundas que sólo una reforma de raíz podría detener la hemorragia. Proponen un periodo de transición de dos años, con el poder en manos de un consejo más representativo de la sociedad hasta las nuevas elecciones. Con la constitución en gran parte inoperante (el aplazamiento de las elecciones significó que dos tercios de los escaños del Senado permanecen vacíos) y sin claridad sobre quiénes son los responsables del asesinato de Moïse incierta, la estabilidad inmediata de Haití requiere reconciliar estas dos alternativas.

Las pandillas también tienen influencia política. Jimmy “Barbecue” Chérizier, un expolicía que lidera la llamada alianza criminal G9, responsable de la toma de las terminales petroleras, ha exigido la renuncia de Henry. La corrupción policial, un sistema judicial debilitado y los índices de pobreza más altos del hemisferio presentan las condiciones ideales para que las bandas recluten y se expandan. El propio Chérizier combina la fuerza bruta con la politiquería diseñada para atraer a los jóvenes empobrecidos y desempleados.

A muchos haitianos les molesta la idea de una nueva misión de mantenimiento de la paz de la ONU, y aún más la de una intervención militar de EE.

A muchos haitianos les molesta la idea de una nueva misión de mantenimiento de la paz de la ONU, y aún más la de una intervención militar de EE. UU., pero sin ayuda extranjera es difícil que Haití salga de su difícil situación. El apoyo de donantes para una oficina especializada conjunta entre Haití y la ONU encargada de procesar a los altos funcionarios, policías y jueces acusados de delitos graves podría ayudar a reducir la violencia y romper los lazos entre criminales y políticos.

La mayor prioridad, sin embargo, es que los haitianos acuerden un nuevo plan de transición. Sin él, enfrentarán otro año de estancamiento, crimen y disturbios, a la vez que más personas abandonarán el país en busca de una vida mejor en otros lugares.

9. Myanmar

Desde el golpe de Estado de febrero de 2021, la represión por parte del ejército del país (conocido como Tatmadaw) de las protestas en su mayoría pacíficas ha avivado una amplia resistencia, que va desde la desobediencia civil hasta enfrentamientos armados con las fuerzas de seguridad. Este empate letal tiene un costo humano devastador.

Si los generales esperaban renovar la política de Myanmar, su cálculo falló. Molestos por la contundente victoria de Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional para la Democracia en las elecciones de noviembre de 2020, los líderes militares afirmaron que las elecciones habían sido amañadas y detuvieron a líderes políticos. Sus planes para las nuevas elecciones parecían encaminados a instalar en el poder caras más amables. En cambio, protestas masivas en contra de la participación militar en la política estremecieron pueblos y ciudades. La represión que provocó cientos de muertes incitó una resistencia aún más feroz.

Desde entonces, los legisladores depuestos establecieron su propio Gobierno de Unidad Nacional (NUG por sus siglas en inglés) y en septiembre llamaron a un levantamiento contra el régimen. Si bien el NUG aún está desarrollando su propia capacidad militar, fuerzas de resistencia (muchas de las cuales apoyan al NUG, pero en su mayoría no están bajo su control directo) realizan ataques a diario, emboscan caravanas militares, bombardean objetivos relacionados con el régimen y asesinan a funcionarios locales, presuntos informantes, y otros que ven como leales a la junta.

Los grupos étnicos armados de Myanmar, algunos de los cuales cuentan con decenas de miles de combatientes y controlan vastas zonas de montaña, han tenido que adaptarse. Algunos se han mantenido al margen; otros, respondiendo a la indignación de la población por el golpe, han reanudado la lucha contra el Tatmadaw. Algunos refugian a disidentes, les imparten entrenamiento militar y están negociando con el NUG. Por su parte, el NUG ha intentado tener a los grupos armados de su lado, incluso prometiendo un sistema federal para Myanmar.

La opinión de la mayoría de la población sobre las minorías étnicas también está cambiando: durante mucho tiempo se ha culpado a las minorías por los problemas de Myanmar, pero actualmente sus reclamos por una repartición más justa del poder gozan de mayor respaldo. Aunque es poco probable que se forme un frente unido contra el régimen, dadas las rivalidades históricas de los rebeldes, se está produciendo una importante cooperación política y militar.

Policías antidisturbios frente al Ayuntamiento de Yangon. La multitud de manifestantes pacíficos está cantando "la policía del pueblo" y les ha dado rosas, agua y bocadillos para simbolizar que su protesta es contra la junta militar, no contra la policía. CRISIS GROUP

Por su parte, el Tatmadaw ha redoblado su ofensiva. Detiene, a veces ejecuta y habitualmente tortura a sus opositores, a menudo secuestrando a familiares como rehenes. Los batallones han aplastado a la disidencia urbana, utilizando tácticas destinadas a matar al mayor número de personas posible. (El análisis preliminar de una investigación respaldada por la ONU sugiere crímenes de lesa humanidad).

En las zonas rurales, el ejército lucha contra nuevos grupos de resistencia con viejos métodos de contrainsurgencia, en especial, aplicando su estrategia de “cuatro cortes”, cuyo objetivo es privar a los rebeldes de alimentos, fondos, inteligencia y reclutas. También ataca a la población civil; en el último de los múltiples incidentes denunciados, versiones creíbles sugieren que a finales de diciembre los militares masacraron a decenas de civiles que huían de la violencia en el oriente de Myanmar. El régimen también ha intentado persuadir a los grupos armados para que no establezcan alianzas formales con el NUG, en algunos casos manteniéndolos (incluido el Ejército Arakan, con el que libró una guerra brutal en 2019-2020) fuera del campo de batalla.

Tras encarcelar a sus rivales (Aung San Suu Kyi ya fue condenada a dos años de prisión y podría resultar encarcelada de por vida), los generales se están preparando para modificar las leyes electorales a su favor y celebrar elecciones en 2023. Sin embargo, cualquier elección que conduzca a un gobierno respaldado por el ejército sería considerada una farsa.

El costo humanitario del enfrentamiento es devastador. La economía de Myanmar está en caída libre, la moneda nacional se ha desplomado, los sistemas de salud y educación han colapsado, se estima que las tasas de pobreza se han duplicado desde 2019 y la mitad de los hogares no están en capacidad de comprar suficientes alimentos. Los generales de Myanmar, convencidos de su papel al mando del país, lo están conduciendo hacia un abismo.

En su mayor parte, el mundo está perdiendo interés. Si bien los actores externos tienen poca influencia sobre el Tatmadaw, es fundamental que sigan intentando hacer llegar la ayuda sin empoderar al régimen. También es útil que apoyen los esfuerzos diplomáticos de la Asociación de Naciones del Asia Sudoriental, que hasta ahora han sido en su mayoría deficientes, y del nuevo enviado especial de la ONU. Más allá del costo humanitario, un Estado colapsado en el corazón de la estratégicamente vital región Indo-Pacífica, no beneficia a los intereses de nadie.

10. Militancia islamista en África

Desde 2017, cuando el Estado Islámico perdió su llamado califato en el Medio Oriente, África ha sufrido algunas de las batallas más feroces del mundo entre los Estados y los yihadistas. La militancia islamista en el continente no es nada nuevo, pero las revueltas relacionadas con el Estado Islámico y Al-Qaeda se han disparado en los últimos años.

Estados débiles luchan contra ágiles facciones militantes en vastos territorios del interior donde los gobiernos centrales tienen poca influencia. Algunas partes del Sahel han presenciado un acelerado derramamiento de sangre, principalmente debido a combates relacionados con los yihadistas, cuyo alcance se ha extendido desde el norte de Malí hasta el centro del país, pasando por Níger y la zona rural de Burkina Faso.

La insurgencia de Boko Haram perdió las franjas en el nororiente de Nigeria que controlaba hace algunos años y el movimiento se ha fracturado. Pero grupos disidentes siguen causando un gran daño alrededor del lago Chad. En África oriental, Al-Shabab, la rebelión islamista más antigua del continente, sigue siendo una fuerza poderosa, a pesar de más de 15 años de esfuerzos por derrotarla. El grupo controla gran parte del sur rural de Somalia, opera tribunales clandestinos y extorsiona más allá de esas áreas. Además, ocasionalmente organiza ataques en países vecinos.

Los nuevos frentes yihadistas de África, en el norte de Mozambique y el oriente de la República Democrática del Congo, también generan preocupación. Los insurgentes que reclaman una nueva provincia del Estado Islámico en la región de Cabo Delgado en Mozambique han intensificado los ataques contra las fuerzas de seguridad y la población civil. Casi un millón de personas han huido de los combates. Los militantes tienen lazos débiles con las redes del Estado Islámico que se extienden tanto por la costa oriental del continente como por el oriente del Congo devastado por la guerra. Allí, otro grupo rebelde islamista, una facción de las Fuerzas Democráticas Aliadas, una milicia ugandesa que lleva mucho tiempo operando en el Congo, ahora se declara como una filial del Estado Islámico. El pasado noviembre lanzó ataques en la capital de Uganda, Kampala.

El gobierno de Mozambique, que durante mucho tiempo se resistió a la participación externa en Cabo Delgado, el año pasado finalmente permitió la entrada de tropas ruandesas y unidades del bloque regional de la Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC por sus siglas en inglés). Esas fuerzas han hecho retroceder a los insurgentes, aunque los militantes parecen estar reagrupándose. Las fuerzas de Ruanda y de la SADC se arriesgan a una guerra prolongada.

En Somalia y el Sahel, la impaciencia de occidente podría ser decisiva. Las fuerzas extranjeras (la Misión de la Unión Africana en Somalia financiada por la UE, o AMISOM), las fuerzas francesas y otras fuerzas europeas en el Sahel, ayudan a mantener bajo control a los yihadistas. Sin embargo, las operaciones militares suelen alienar a los pobladores y erosionan aún más las relaciones entre ellos y las autoridades estatales.

Los años de esfuerzos extranjeros para formar ejércitos locales no han servido de mucho.

Los años de esfuerzos extranjeros para formar ejércitos locales no han servido de mucho. Los coroneles malienses se han tomado el poder en Bamako dos veces en poco más de un año, mientras que la fuerza regional del G5 Sahel, compuesta por tropas de Mali y sus vecinos, también se esfuerza por combatir a los yihadistas. (Chad recientemente retiró a algunas de sus tropas de la fuerza, por temor a inestabilidad en su país). En cuanto a las fuerzas de seguridad somalíes, las unidades que resultan envueltas en disputas políticas, a menudo se disparan entre sí.

Si los esfuerzos extranjeros disminuyen, la dinámica del campo de batalla sin duda cambiaría, quizás de forma decisiva, a favor de los militantes. En Somalia, Al-Shabab podría tomar el poder en Mogadiscio de la misma forma que lo hicieron los talibanes en Kabul. Las potencias extranjeras que intervienen están atrapadas como lo estuvieron en Afganistán: incapaces de lograr sus objetivos, pero temerosas de lo que pueda suceder si se retiran. Por ahora, parece que se quedarán.

Aun así, es necesario un nuevo enfoque que implique un mayor papel de los civiles junto a las campañas militares en ambos lugares. Los gobiernos del Sahel deben mejorar sus relaciones con la población rural. Somalia necesita reparar las relaciones entre sus élites; a finales de diciembre se produjo otro estallido en una prolongada disputa electoral. Más polémico es hablar con los yihadistas. No será fácil: los vecinos de Somalia, que aportan tropas a la AMISOM, se oponen a cualquier contacto; y aunque los gobiernos del Sahel se han mostrado más abiertos, Francia rechaza las negociaciones. Nadie sabe si un acuerdo con los militantes sea factible, qué implicaría o cómo lo verían las poblaciones.

Pero el enfoque centrado en las fuerzas militares ha generado esencialmente más violencia. Si las potencias extranjeras no quieren que el mismo dilema las apremie dentro de una década, deben preparar el terreno para unas conversaciones con los líderes militantes.

Publicado originalmente en Foreign Policy: 10 Conflicts to Watch in 2022.

Este texto se modificó el 2 de febrero de 2022 para eliminar una frase que caracterizaba a la última guerra entre Gaza e Israel como la "más destructiva" desde 2008. Cambiamos el texto para evitar cualquier malentendido. Aunque en el conflicto reciente, las tácticas que apuntaban a la infraestructura civil y la sicología humana causaron una devastación psicológica especialmente alta, la guerra de 2014 causó más daños físicos.

Contributors

President & CEO
EroComfort
Executive Vice President
atwoodr

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