Trump, Biden and the Future of U.S. Multilateralism
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Op-Ed / Global 20 minutes

Las guerras de 2016

Reunir una lista de las guerras a las que más atención y apoyo debe prestar la comunidad internacional en 2016 es difícil, y no por buenos motivos. Tras el fin de la guerra fría, durante veinte años, el número de conflictos mortales disminuyó. Había menos guerras y mataban a menos gente. Sin embargo, hace cinco años, esa tendencia positiva se invirtió, y desde entonces cada año hay más conflictos, más víctimas y más personas desplazadas. No parece que en 2016 vaya a mejorar la situación de 2015: lo que está en alza no es la paz, sino la guerra.

Dicho esto, hay algunos conflictos cuya urgencia y cuya importancia son mayores que las de otros. La lista de 10 de este año se inclina hacia las guerras con las peores consecuencias humanas: Siria e Irak, Sudán del Sur, Afganistán, Yemen y la cuenca del lago Chad. Entre ellos figuran conflictos en Estados influyentes y funcionales como Turquía y otros desintegrados como Libia. Los hay que ya son graves pero pueden empeorar mucho más si no se produce una intervención inteligente, como el de Burundi, y tensiones soterradas pero que aún no han estallado, como las del Mar de Sur de China. La lista también tiene en cuenta el ejemplo de Colombia, donde ha habido grandes avances hacia el final de 51 años de rebelión.

En la mitad de los conflictos en la lista de este año intervienen grupos extremistas cuyos objetivos e ideologías son difíciles de encajar mediante acuerdo negociado, lo cual complica el camino hacia la paz. Pensando en 2016, ha llegado el momento de desechar la idea de que la lucha contra el extremismo violento es base suficiente para un plan de orden mundial o incluso para hallar la solución a un solo país como Siria. No cabe duda de que es crucial acabar con las aberraciones del Estado Islámico y otros grupos yihadistas, pero eso también deja al descubierto una serie de dilemas estratégicos: el temor a lo que viene tras la caída de los gobernantes autoritarios (Irak y Libia son ejemplos destacados) crea un sólido incentivo para apoyar a regímenes represivos, pero un orden basado exclusivamente en la coacción no es sostenible. El espectacular aumento de la extensión y la influencia yihadistas en los últimos años es síntoma de unas tendencias más arraigadas en Oriente Medio: el sectarismo creciente, la crisis de legitimidad de los Estados actuales y la intensificación de la rivalidad geopolítica, en especial entre Arabia Saudí e Irán. Cuando el enemigo procede de una región determinada, lo normal es que una acción militar dirigida desde fuera sirva más para agravar que para calmar la situación.

Existe un método alternativo: los Estados podrían ser pragmáticos y tratar de gestionar sus diferencias en lugar de superarlas, y al tiempo dejar margen para que hablen los actores locales. Es una estrategia que requiere valor, paciencia y una diplomacia creativa, pero los dos principales triunfos de 2015 -el pacto nuclear con Irán y el acuerdo sobre cambio climático- dan motivos para pensar que una estrategia internacional basada en encontrar intereses comunes podría funcionar. Existen otros destellos de esperanza: grandes avances en las conversaciones de paz de Colombia, un alto el fuego en Ucrania impulsado por el proceso de Minsk, progresos en la transición democrática de Birmania y una bienvenida, aunque con retraso, resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Siria.

La mayoría de los conflictos enumerados aquí exigen una actuación a varios niveles -entre las grandes potencias, en la esfera local y regional-, y ninguno tiene una solución rápida. Las dificultades de poner fin a conflictos en plena agitación hacen que sea todavía más urgente proporcionar ayuda humanitaria y mitigar el coste humano de la violencia, como han dejado muy patente los cientos de miles de refugiados que han huido hacia Europa en el último año. Además, los Estados deben redoblar sus esfuerzos para forjar acuerdos políticos y aprovechar las más mínimas oportunidades de compromiso. La fluidez del momento actual puede y debe servir para construir un orden nuevo y más equilibrado.

Siria e Irak

En este fin de año, la guerra de Siria es el conflicto más grave, con consecuencias que afectan a toda la región y a las grandes potencias. Más de un cuarto de millón de sirios han muerto y casi 11 millones -la mitad de la población del país- han tenido que desplazarse dentro o fuera de sus fronteras. El ascenso del Estado Islámico, que controla ya una gran franja del este de Siria y el noroeste de Irak, ha provocado la intervención de potencias como Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia. Sin embargo, ninguno de estos países ha elaborado una estrategia coherente para derrotar a Daesh.

Es más, Rusia y las potencias occidentales han demostrado tener objetivos encontrados: los aviones rusos bombardean a rebeldes enemigos del Estado Islámico a los que Washington considera aliados contra el grupo yihadista. El régimen del presidente sirio Bashar al Assad sigue recurriendo a los bombardeos aéreos indiscriminados y otros métodos de castigo colectivo que producen en las zonas de mayoría suní muchas más victimas civiles de las que provoca la violencia del Estado Islámico. Las tácticas de Al Assad impulsan ciclos continuos de radicalización, sobre todo en Siria pero también en el resto de la región, porque alimentan las llamas sectarias y el sentimiento victimista suní del que se aprovecha el Estado Islámico.

El ritmo de la acción diplomática se ha acelerado, en parte debido a la intervención militar rusa en Siria en septiembre y los atentados terroristas patrocinados por Daesh en París en noviembre. Aunque la internacionalización del conflicto plantea muchos peligros, también puede crear nuevas posibilidades para la diplomacia. En diciembre, el Consejo de Seguridad aprobó por unanimidad una resolución que exigía el alto el fuego y una solución política en Siria. La resolución propone un calendario ambicioso, con negociaciones entre el Gobierno y la oposición que deben comenzar en enero; un proceso político dirigido por Siria que permita establecer un “gobierno creíble, integrador y no sectario” en el plazo de seis meses y elecciones antes de año y medio. De las dudas sobre el futuro de Al Assad -que suscitan las mayores discrepancias entre las grandes potencias en el Consejo de Seguridad, las potencias regionales rivales y las distintas facciones sirias- no se habla.

A pesar de que existen muchos motivos para ser escépticos, hay que confiar en que esta última iniciativa sea el comienzo de un esfuerzo significativo para resolver el conflicto. La reunión celebrada en diciembre en Riad superó las expectativas al lograr reunir a una variedad sin precedentes de facciones armadas y políticas de la oposición, que acordaron crear un equipo negociador. Los participantes se comprometieron a trabajar para un futuro pluralista en Siria y mostraron su voluntad de contribuir, con condiciones, al proceso de paz. Sin embargo, para que pueda haber un alto el fuego nacional debe existir una estrategia sobre qué hacer con otros grupos, en particular el Frente Al Nusra, afiliado a Al Qaeda, que desde el punto de vista geográfico -y a menudo desde el operativo- forma parte de la oposición no yihadista en gran parte del oeste de Siria.

En Irak, por su parte, la estrategia de Occidente para derrotar al Estado Islámico se basa sobre todo en ofensivas militares de los kurdos iraquíes, un Ejército iraquí de mayoría chií y las milicias chiíes apoyadas por Irán. El peligro es que todo esto alimente el resentimiento de los árabes suníes en las zonas que hoy controla Daesh. El Gobierno del primer ministro, Haider al Abadi, sufre presiones de las facciones chiíes rivales por diversos motivos, como la indignación por la corrupción, la incapacidad del Estado para garantizar los servicios básicos y la seguridad, la resistencia a su programa de reformas y las luchas internas por el poder. Las milicias chiíes no sólo combaten contra el Estado Islámico, sino que se han organizado para llenar el vacío de seguridad y defender Bagdad y los lugares santos chiíes. Sus éxitos parciales encuentran público receptivo en muchos jóvenes sin trabajo, que han encabezado las protestas callejeras. Daesh gobierna mediante una coacción brutal, pero también aprovechando el miedo al Gobierno de predominio chií y dando poder a segmentos marginados de la comunidad suní. Las fuerzas iraquíes han pasado meses tratando de reconquistar Ramadi, la capital de la provincia de Anbar, de la que tuvieron que retirarse de forma humillante en mayo, y en la última semana del año consiguieron recuperar el control. La próxima prioridad será expulsar a los yihadistas de Mosul, la ciudad septentrional en la que está, tal vez, más atrincherado.

Turquía

Fotografías recientes de la ciudad meridional de Diyarbakir muestran a jóvenes combatientes con fusiles de asalto, controlando barricadas formadas con sacos de arena y librando sangrientas batallas urbanas. Las imágenes plasman la peligrosa escalada del largo conflicto de Turquía con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), un enfrentamiento que ha matado a más de 30.000 personas desde 1984. Hay muchos factores que han contribuido al brusco aumento de la violencia desde que se interrumpieron las conversaciones de paz en primavera y fracasó el alto el fuego en julio. El movimiento kurdo en Turquía respalda al afiliado sirio del PKK, el Partido de Unión Democrática (PYD), que ha conseguido varias victorias frente a Daesh. Al Gobierno turco le preocupa que la solidaridad kurda a uno y otro lado de la frontera refuerce la demanda de un Estado independiente. Este supuesto peligro ha hecho que Turquía preste menos atención a la lucha contra el Estado Islámico, hasta el punto de que muchos kurdos turcos creen que Ankara apoya al grupo terrorista que, en teoría, es su enemigo común.

En los seis últimos meses, el conflicto ha alcanzado el nivel más violento desde hace dos décadas. Las dos partes saben que no hay solución militar; pero cada una quiere debilitar todo lo posible a la otra mientras esperan a que se aclare el lío sirio. Para evitar que la violencia étnica y sectaria de Oriente Medio se contagie aún más a Turquía, las dos partes deberían poner fin inmediato a la violencia, acordar unas condiciones para el alto el fuego y reanudar las conversaciones de paz. Sin presiones electorales hasta dentro de cuatro años, el nuevo Gobierno del Partido Justicia y Desarrollo (AKP) debería formular un programa de reformas concretas que tenga en cuenta los derechos que exigen los kurdos -como la descentralización y la enseñanza en su lengua materna- y sobre el que se pueda trabajar en un marco democrático.

La guerra de Yemen, orquestada por los saudíes con el respaldo de Estados Unidos, Gran Bretaña y los aliados del Golfo, se prolonga desde marzo de 2015 sin que el fin se vea cerca. Las conversaciones de paz auspiciadas por la ONU en Suiza a mediados de diciembre no lograron más que el acuerdo de reanudarlas el 14 de enero. Se habla de casi 14.000 muertos, de los cuales cerca de la mitad son civiles. Más de dos millones han tenido que abandonar sus hogares y otros 120.000 han huido del país. La guerra ha destruido las ya débiles infraestructuras, han ahondado las divisiones políticas y han introducido un elemento de sectarismo hasta ahora casi inexistente. El conflicto pone en peligro la seguridad de la Península Arábiga, en especial Arabia Saudí, puesto que fomenta el desarrollo de redes terroristas como Al Qaeda y Daesh.

La violencia tiene su origen en una transición política muy mal hecha tras la marcha del histórico presidente Alí Abdullah Saleh, que tuvo que dimitir en medio de protestas en 2011. Después de años de indecisión sobre el futuro político del país, las milicias hutíes se hicieron cargo de la situación y capturaron la capital, Saná, en septiembre de 2014. Los hutíes -un movimiento con mayoría de chiíes zaidíes, arraigado en el norte de Yemen- empezó a avanzar hacia el sur después de aliarse con las fuerzas leales a Saleh. El 25 de marzo de 2015 se apoderaron de una base militar estratégica próxima a Adén y tomaron como rehén al ministro de Defensa. Al día siguiente, Arabia Saudí puso en marcha una gran campaña militar -Operación Tormenta Decisiva- para hacerlos retroceder y restablecer el Gobierno del presidente Abed Rabbo Mansur Hadi. Los hutíes tienen gran parte de la responsabilidad de haber desencadenado la guerra, pero la campaña de los saudíes sólo ha servido para intensificar la violencia y, hasta ahora, ha sido contraproducente.

Arabia Saudí considera que los hutíes son marionetas de Irán. Aunque el papel de los iraníes ha sido mínimo, Teherán no ha vacilado en sacar provecho político a los triunfos hutíes, lo cual ha agravado una situación ya volátil. La intromisión ha alarmado a los saudíes, que piensan que Irán está en ascenso y tiene ambiciones hegemónicas. Para lograr una solución pacífica a la guerra de Yemen es muy posible que sea necesario antes un acuerdo entre estas dos superpotencias regionales, una posibilidad hoy por hoy remota.

Libia

La aparente consolidación de la base de Daesh en torno a Sirte, en la costa mediterránea de Libia, ha reavivado el intento internacional de acabar con una crisis política que ha dejado el país destrozado.

Desde la intervención militar de la OTAN y el derrocamiento del histórico dictador Muamar Gadafi en 2011, varios partidos políticos, tribus y milicias se disputan el poder y el control de los vastos yacimientos de gas y petróleo del país. Desde mediados de 2014 gobiernan dos facciones rivales; en otras palabras, nadie. En diciembre se logró un acuerdo para formar un Gobierno de unidad nacional, gracias a la mediación de la ONU y los enormes esfuerzos de Estados Unidos e Italia. El compromiso contó con la firma de miembros de los dos bandos, pero muchos siguen oponiéndose al pacto. No parece que el Gobierno de unidad pueda gobernar mucho, sobre todo si sus adversarios impiden que se establezca en Trípoli.

Mientras tanto, la anarquía sigue teniendo enormes costes. Miles de detenidos languidecen encarcelados sin el debido proceso judicial y los secuestros y los asesinatos selectivos son cada vez más numerosos. Además, Libia es un importante centro de tránsito para los refugiados y emigrantes procedentes de Oriente Medio y África que intentan llegar a Europa. El tráfico descontrolado de armas y combatientes a través del país agrava los conflictos en el Sahel, en especial en Malí y el lago Chad. Los servicios de inteligencia occidentales dicen que la empobrecida región de Fezán, en el sur, está convirtiéndose en refugio de redes criminales y grupos radicales. Por si fuera poco, en el horizonte se vislumbra un desplome económico, salvo que la producción de petróleo aumente y las autoridades hagan algo para conservar la integridad de las instituciones financieras del país, que hasta ahora se disputan los dos Gobiernos rivales.

Cuenca del lago Chad

Nigeria, Níger, Chad y Camerún se enfrentan a una amenaza continua del grupo yihadista Boko Haram. En los seis últimos años, ha pasado de ser un pequeño movimiento de protesta en el norte de Nigeria a constituir una enorme fuerza capaz de llevar a cabo ataques devastadores en toda la cuenca del lago Chad. El pasado mes de marzo prometió lealtad a Daesh, una afiliación que parece haber tenido escasa repercusión aparte de aumentar su presencia en Internet.

En verano, Camerún experimentó el mayor aumento del número de ataques de Boko Haram, seguido de cerca por Níger y Chad. No obstante, Nigeria sigue siendo el epicentro del conflicto. Su presidente, Muhammadu Buhari, que tomó posesión en mayo, hizo la ambiciosa promesa de terminar con los rebeldes antes de diciembre. Aunque el objetivo está todavía lejos, Buhari, antiguo general de división del Ejército, ha sacudido el aparato de seguridad del país y se ha unido a otras fuerzas regionales para expulsar al grupo de las áreas del nordeste de Nigeria que capturó a principios de año.

Pero Boko Haram es una organización resistente, adaptable y móvil. Las campañas militares, hasta la fecha, han tenido un éxito limitado a la hora de impedir los atentados suicidas, en muchas ocasiones cometidos por mujeres jóvenes y niñas. Sus atentados en pueblos remotos y desprotegidos -e incluso en capitales como Yamena (Chad)- continúan. Las reacciones indiscriminadas de las fuerzas de seguridad del Estado y los escasos esfuerzos para convencer a las comunidades afectadas añaden más leña al fuego. Los gobiernos regionales siguen sin ocuparse de los factores que dan pie a la radicalización. Decenios de corrupción política, viejos agravios y falta de acceso a los servicios sociales básicos han fomentado una ira y una enemistad profundas. A ello se unen el rápido crecimiento demográfico y la degradación medioambiental, que provocan tensiones sociales y migraciones.

Sudán del Sur

Una vez más, el país más joven del mundo está en peligro de caer en una guerra civil declarada. El acuerdo de paz firmado entre el Gobierno y el mayor grupo de la oposición en agosto, después de una intensa labor de mediación encabezada por países africanos, está a punto de venirse abajo. Mientras tanto, proliferan los grupos armados ajenos al acuerdo.

Las raíces del conflicto están en la rivalidad interna entre varias facciones durante la larga lucha de Sudán del Sur por la independencia. El país se separó de Sudán, pero poco después, el 15 de diciembre de 2013, estalló una guerra civil cuando las divisiones dentro del Movimiento de Liberación Popular, que gobernaba en Sudán, llevaron a luchas y asesinatos selectivos con criterios étnicos en la capital, Juba. Horas después de estallar el conflicto, decenas de miles de personas buscaron refugio en las bases de la ONU para huir de las masacres étnicas y la violencia sexual. Hoy, casi 200.000 personas están bajo protección directa de las fuerzas de paz de la ONU.

En los dos últimos años, se han visto desplazadas más de 2,4 millones de personas y han muerto decenas de miles. Un informe hecho público por la Unión Africana en octubre contaba con detalle atrocidades cometidas por las dos partes, incluidos asesinatos en masa y violaciones. Ahora son más de 24 grupos armados los que no se alinean ni con el Gobierno ni con las principales fuerzas de oposición. Se materializa la perspectiva de una guerra multilateral. Los países de la región interesados, en especial los miembros de la Autoridad Intergubernamental de Desarrollo (IGAD), que medió para lograr el acuerdo de paz , y las potencias internacionales, entre las que figuran socios de la IGAD como China, Noruega, Estados Unidos y Reino Unido, deben emprender acciones urgentes y unidas para obligar a los líderes de Sudán del Sur a respetar su compromiso con el acuerdo de paz y evitar un catastrófico regreso a la guerra.

Casi a diario aparecen cadáveres en las calles de Bujumbura, a menudo en circunstancias no explicadas. Han muerto más de 300 personas desde abril, cuando el presidente, Pierre Nkurunziza, anunció que iba a intentar obtener un tercer mandato a pesar de la oposición general. Su reelección en julio, tras un golpe de Estado fallido, desató un periodo de enfrentamientos entre las fuerzas gubernamentales y la oposición armada. La escalada de violencia suscita temores de la reanudación del conflicto tras un decenio de paz relativa. En Burundi murieron al menos 300.000 personas durante los 12 años de guerra civil, que terminó en 2005 después de los enconados esfuerzos de paz encabezados por los presidentes Julius Nyerere de Tanzania y Nelson Mandela de Suráfrica.

En diciembre, el Consejo de Paz y Seguridad de la Unión Africana tomó la audaz medida de autorizar una Misión Africana de Prevención y Protección en Burundi para interrumpir el descenso hacia la guerra civil y las atrocidades de masas. Nkurunziza reaccionó indignado y dijo que los ciudadanos “se levantarían en armas” contra las tropas extranjeras. La Unión Africana (UA) ha ofrecido diálogo al Gobierno y ha pedido a las dos partes que cooperen con unas negociaciones de paz cuya siguiente ronda comenzó el 6 de enero. No está claro si la UA cuenta con suficiente apoyo de sus miembros para imponer una misión en contra de la voluntad del Gobierno del país.

La situación humanitaria es terrible. Más de 200.000 personas han huido del país y las autoridades de la ONU advierten de que, si no se actúa de forma inmediata, existe el riesgo de “violencia catastrófica”. Hasta ahora, la crisis es más política que étnica, pero da la impresión de que algunos dirigentes están aprovechando las divisiones étnicas. Hay peligro de que se cometan atrocidades masivas si no se contiene la violencia. Además esta situación amenaza con desestabilizar, todavía más, la frágil región de los Grandes Lagos, con el aumento del número de refugiados que huyen a Ruanda, Tanzania y la República Democrática del Congo.

Afganistán

El objetivo supremo del presidente estadounidenses, Barack Obama, en Afganistán parece cada vez más remoto, dado que el país permanece envuelto en un conflicto desde hace más de 14 años, después de que Estados Unidos interviniera para expulsar a los talibanes y destruir Al Qaeda. Hoy en día, los talibanes, pese a sus divisiones internas, siguen siendo una fuerza temible, Al Qaeda aún tiene cierta presencia y Daesh ha establecido un punto de apoyo.

Un breve triunfo alcanzado en julio en las negociaciones de paz conducidas por Pakistán acabó frustrado cuando los que se oponían a las conversaciones revelaron que el inaccesible líder de los talibanes, el mulá Mohammed Omar, había muerto en 2013. Los talibanes acabaron por confirmar la noticia y anunciaron que su histórico número dos, el mulá Akhtar Mohammed Mansur, le había sucedido. Mansur, que al parecer está estrechamente vinculado a los servicios de inteligencia paquistaníes, consolidó su liderazgo gracias a una sucesión de victorias militares, incluida la captura temporal de Kunduz a finales de septiembre. No obstante, la existencia de facciones sigue siendo un problema para el movimiento talibán. A principios de diciembre corrieron informaciones no contrastadas sobre la posibilidad de que el mulá hubiera resultado herido, o incluso muerto, en un intercambio de disparos con grupos rivales en Pakistán. A lo largo del año, varios comandantes declararon su lealtad al Estado Islámico.

Los combates en varias provincias continúan provocando un gran número de bajas civiles; de ahí que Afganistán sea uno de los lugares de los que huyen más refugiados, sólo superado por Siria. La corrupción generalizada y los abusos de poder de las autoridades locales siguen siendo los mayores impulsores del apoyo a los rebeldes. Estados Unidos dice ahora que va a mantener alrededor de 9.800 soldados durante la mayor parte de 2016 y la misión Apoyo Resuelto de la OTAN se ha comprometido a proporcionar ayuda económica a las fuerzas afganas de seguridad hasta 2020. Ahora bien, dada la fuerza de los rebeldes, está claro que no existe una solución militar para el conflicto. Y la división y la proliferación de grupos combatientes es una amenaza para los futuros intentos de negociar la paz. Los esfuerzos del presidente Ashraf Ghani para reanudar las negociaciones con los talibanes están rodeados de polémica y ponen en peligro la cohesión de su Gobierno de unidad nacional. Para que las conversaciones obtengan resultado, deben ser los propios afganos quienes las dirijan y las controlen, y su centro de atención tiene que ser el interés del pueblo, no el de las potencias externas como Pakistán y Estados Unidos.

Mar del Sur de China

El Mar del Sur de China puede convertirse en un escenario de la rivalidad entre grandes potencias, en la medida en que Estados Unidos se opone a las reivindicaciones territoriales de China y las construcciones que lleva a cabo en varios arrecifes en disputa. El tono agresivo de Pekín a la hora de reclamar estos territorios le enfrenta con varios países del Sureste Asiático que tienen sus propias reivindicaciones de soberanía en una de las vías navegables más ajetreadas del mundo, de gran riqueza pesquera y con posibles reservas de gas y petróleo. Las tensiones estallaron en mayo, cuando un avión espía estadounidense voló cerca del Arrecife de Fiery Cross, en el archipiélago de Spratly, en el que China está construyendo un aeródromo. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Ashton Carter, exigió la interrupción inmediata y permanente de las reivindicaciones territoriales en la zona en disputa y anunció que su país “volará, navegará y actuará en cualquier sitio autorizado por las leyes internacionales”. En octubre, un buque de la armada estadounidense se aproximó a otro arrecife en disputa en las Spratly, y Pekín se apresuró a protestar y a decir que se trataba de una acción ilegal y una amenaza contra su seguridad nacional. En noviembre, Obama anunció un paquete de ayuda de 259 millones de dólares (unos 238 millones de euros) durante dos años para reforzar la seguridad marítima de Vietnam, Indonesia, Filipinas y Malasia, todos ellos, con reivindicaciones que rivalizan con las de China.

En un caso que puede llegar a ser histórico, un tribunal de La Haya está estudiando una petición de arbitraje presentada por Filipinas, que acusa a China de violar el derecho internacional en el Mar del Sur de China. Pekín se niega a participar y aceptar la jurisdicción del tribunal, pero el caso puede ayudar a unir a la opinión pública internacional y a obligar a China a una mayor cooperación. Se prevé que haya una decisión en 2016.

China debe comprender que su agresividad disminuye la confianza en el autogobierno regional y anima a sus vecinos a pedir protección a Estados Unidos. A su vez, Washington debe emplear sus palabras y sus actos para defender el bien común del mundo entero y respaldar la diplomacia multilateral y no sólo para reafirmar su supremacía militar. La Asociación de Naciones del Sureste Asiático debe dirigir las negociaciones con Pekín y comprometer a todas las partes con un código de conducta que permita gestionar las disputas marítimas antes de que las ondas más pequeñas se transformen en grandes olas.

Colombia

En los últimos meses, las negociaciones de paz celebradas en La Habana entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han hecho grandes avances y han despertado esperanzas de que en 2016, tal vez, esté próximo el final de un conflicto que ha durado 51 años. Se calcula que la guerra ha costado la vida a 220.000 personas, ha hecho que haya 50.000 desaparecidos y nada menos que 7,6 millones que se declaran víctimas del conflicto.

En diciembre, las dos partes anunciaron un acuerdo histórico sobre la justicia de la transición, uno de los temas más delicados de la agenda. Previamente habían alcanzado pactos sobre desarrollo rural, participación política y política de drogas, con algunos cabos abiertos.

El presidente, Juan Manuel Santos, se ha fijado un plazo ambicioso, el 23 de marzo, para lograr el acuerdo definitivo, pero ha aplazado la fecha para el alto el fuego bilateral. Hay varios aspectos delicados que siguen dificultando el desarme y la reintegración de las fuerzas rebeldes, así como los mecanismos de vigilancia para garantizar la aplicación de los acuerdos. Otros asuntos complejos son cómo confirmar el acuerdo de paz: el Gobierno se ha comprometido a someterlo a votación popular, mientras que las FARC llevan mucho tiempo reclamando una asamblea constituyente. También debe incorporarse al proceso de paz otro grupo rebelde más pequeño, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Y queda por delante el inmenso reto de sanar las heridas dejadas por décadas de guerra en un país aún lleno de grupos armados ilegales. Con todo, existen señales positivas de que el conflicto armado más prolongado del continente, y uno de los pocos que aún existe, va a llegar pronto a su fin.

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