Report / Latin America & Caribbean 3 minutes

Coca, droga y protesta social en Bolivia y Perú

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Resumen Ejecutivo

Bolivia y Perú se están convirtiendo en un segundo polo de producción de cocaína en los Andes, aunque todavía a escala relativamente pequeña en comparación con Colombia, y abastecen en especial un mercado latinoamericano cada vez más grande, además de los mercados tradicionales de Estados Unidos y Europa. De manera igualmente importante, las políticas que allí se adelantan como parte de la guerra contra la droga liderada por Estados Unidos están agravando las tensiones sociales, con resultados potencialmente explosivos para las instituciones democráticas extremadamente débiles de ambos países. Si se quieren revertir estas tendencias, es preciso poner en marcha políticas nuevas y mejor financiadas que pongan mayor énfasis en desarrollo alternativo y construcción de instituciones y no tanto en erradicación forzada, y que demuestren una mayor sensibilidad frente a la cultura local. Sin embargo, el nuevo presupuesto que se propone en Estados Unidos va en dirección contraria.

Los programas antinarcóticos, las medidas represivas y los esfuerzos de desarrollo alternativo emprendidos en Bolivia y Perú en los últimos veinte años no han logrado una reducción perdurable de los cultivos ilícitos de coca. Desde las campañas de erradicación a gran escala lanzadas en la segunda mitad de la década de 1990, el cultivo de coca ha vuelto a cobrar auge en ambos países, con 73.000 hectáreas a fines del 2003, cuando la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) calculó en 215 toneladas el potencial combinado de producción anual de cocaína. Existen indicios de que en el 2004 la producción aumentó más aún.

Las políticas antinarcóticos en Bolivia y Perú a comienzos de la década de 1990 produjeron lo que hoy en día se conoce como el "efecto globo": el cultivo de coca combatido en la región central de los Andes se trasladó a escala masiva hacia el norte, a Colombia, convirtiendo a dicho país en el principal productor mundial de hoja de coca y cocaína. En el 2000 y el 2001, respectivamente, se lanzaron dos estrategias antinarcóticos auspiciadas por Estados Unidos --el Plan Colombia y la Iniciativa Andina contra la Droga (IAD) -- para combatir la producción de droga en Colombia y evitar su desbordamiento, pero también para impedir el resurgimiento de cultivos a mayor escala en Bolivia y Perú. La política se ha concentrado claramente en Colombia, en donde una campaña de fumigación aérea masiva y fuertes medidas de interdicción y de aplicación de la ley produjeron una reducción de casi un 50 por ciento en los cultivos de coca: a 86.000 hectáreas a fines del 2003, en comparación con el pico de 163.000 hectáreas en el 2000.

La IAD aplica medidas similares en toda la región andina, en contextos geográficos y políticos muy diferentes de los de Colombia. Sin embargo, las políticas antinarcóticos de Estados Unidos en esos dos países también ponen énfasis en la erradicación y desestiman la legitimidad de la producción tradicional de coca, lo cual ha suscitado protestas sociales cada vez más fuertes de los campesinos cocaleros, sobre todo en Bolivia, pero también en Perú.

No cabe duda de que una gran parte de la hoja de coca que se cultiva hoy en día en ambos países se vende para ser procesada y convertida en cocaína. Los gobiernos y las instituciones estatales extremadamente débiles, sin capacidad para controlar sus vastos territorios y hacer cumplir la ley, afrontan una presión creciente de los movimientos sociales y los partidos de oposición populistas. Las políticas antinarcóticos hacen sentir su impacto sobre campesinos cocaleros de comunidades indígenas pobres que han sido históricamente agraviadas por las élites económicas y políticas. La implementación de las políticas antinarcóticos y la percepción de la opinión pública sobre éstas corren el riesgo de prender un polvorín político que ya han forzado la dimisión de un presidente en Bolivia. La gobernabilidad democrática, las perspectivas de un desarrollo socioeconómico equitativo y la paz social en Bolivia y Perú corren serio peligro.

El potencial para agravar la ya de por sí considerable inestabilidad en la región andina se ve reforzado por los vínculos entre sectores de los movimientos de cultivadores de coca en Bolivia y Perú y las redes internacionales de narcotráfico. La combinación de mercados expandidos en Europa y Suramérica, especialmente Brasil, y el surgimiento de pequeñas redes de narcotráfico con algunos nexos con los movimientos políticos cocaleros ha llevado a la proliferación de los cultivos en Bolivia y Perú. Las fronteras porosas, la corrupción y los esfuerzos de interdicción menos intensivos en comparación con los de Colombia (en donde se ha registrado una reducción significativa de los cultivos) hacen que a las redes locales e internacionales les quede relativamente fácil mover su producto.

La reestructuración de dichas políticas antinarcóticos de manera que canalicen más recursos hacia estrategias de desarrollo alternativo y rural, fortalecimiento de la ley e interdicción, en vez de concentrarse en la erradicación forzada, probablemente tendría más éxito y evitaría impactos negativos en las instituciones democráticas de Bolivia y Perú. Infortunadamente, el presupuesto de Estados Unidos para el año fiscal 2006 que presentó el presidente Bush al Congreso plantea recortes en la financiación de programas de desarrollo alternativo y construcción de instituciones de casi el 20 por ciento para Perú y 10 por ciento para Bolivia.

Así como es poco constructivo y desaconsejable tildar de "narcodelincuentes" o "narcoterroristas" a los movimientos sociales de Bolivia y Perú y a sus líderes, las organizaciones de cocaleros en dichos países adquirirán una mayor credibilidad internacional si cortan todos sus vínculos con las redes de narcotráfico y articulan de una manera democrática sus demandas legítimas de cambio socioeconómico, incluido el cultivo legal de coca para fines tradicionales. Al mismo tiempo, Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil, Argentina, Chile, las instituciones financieras internacionales (IFI), la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la ONU deben apoyar firmemente las estrategias de desarrollo alternativo y rural en ambos países, y suministrar, en lo posible, más ayuda para programas dirigidos a combatir el narcotráfico, el lavado de dinero y el contrabando de precursores químicos.

Quito/Bruselas, 3 de marzo de 2005

Executive Summary

Bolivia and Peru are becoming a second, though compared to Colombia still relatively small-scale, pole of cocaine production in the Andes, feeding in particular a growing Latin American market in addition to the traditional U.S. and European markets. At least as significantly, the policies emphasised there in pursuit of the U.S.-led war on drugs are aggravating social tensions with potentially explosive results for the extremely fragile democratic institutions of both countries. If these trends are to be reversed, new and better funded policies are needed that put greater emphasis on alternative development and institution building, less on forced eradication, and that demonstrate more sensitivity to local culture. The proposed new U.S. budget, however, goes in the wrong direction.

Anti-drug, law enforcement and alternative development efforts in Bolivia and Peru over the last twenty years have not achieved a lasting reduction of illicit coca crops. Since the large-scale eradication campaigns in the second half of the 1990s, coca cultivation has again gained momentum in both countries, reaching 73,000 hectares at the end of 2003 when the UN Office on Drugs and Crime (UNODC) estimated combined annual cocaine production potential at 215 tons. Early indications are that there was another increase in 2004.

Counterdrug policies in Bolivia and Peru at the start of the 1990s produced the now generally accepted "balloon effect": coca cultivation squeezed at the mid-point of the Andes was shifted to Colombia at its northern end on a massive scale, transforming that country into the world's largest producer of coca leaf and cocaine. In 2000 and 2001, respectively, two U.S.-sponsored anti-drug strategies -- Plan Colombia and the Andean Counterdrug Initiative (ACI) -- were launched to counter drug production in Colombia and dam spillover effects but also to prevent re-emergence of major drug cultivation in Bolivia and Peru. Policy emphasis has clearly been on Colombia, where a massive aerial spraying campaign and strong interdiction and law enforcement measures produced a nearly 50 per cent reduction in coca crops -- to 86,000 hectares by late 2003 from the high of 163,000 hectares in 2000.

The ACI applies similar measures across the Andean region, in geographic and political settings that show marked differences to Colombia. However, U.S. counter-drug policies there also emphasise eradication and downplay the legitimacy of traditional coca production and have prompted mounting social protest by coca farmers, particularly in Bolivia but also in Peru.

There is no doubt that a large part of coca leaf grown today in the two countries is sold for processing into cocaine. The extremely weak governments and state institutions, which lack the capability to control their vast territories and enforce the law, have come under increasing pressure from social movements and populist opposition parties. The counterdrug policies impact on coca farmers from poor indigenous communities with historical grievances against the economic and political elites. The implementation and public perception of counterdrug policies add fuel to a political tinderbox that already has seen a president forced from office in Bolivia. Democratic governance, prospects for equitable socio-economic development and social peace in Bolivia and Peru are in serious jeopardy.

The potential to add to already considerable instability in the Andean region is compounded by links between parts of the Bolivian and Peruvian coca grower movements and international drug trafficking networks. The combination of expanded markets in Europe and South America, particularly Brazil, and the emergence of small drug trafficking networks in part linked to political cocalero movements has led to the expansion of Bolivian and Peruvian cultivation. Porous borders, corruption and a much less intensive interdiction effort compared to that in Colombia (where there has been a significant reduction in cultivation) make it relatively easy for both local and international drug networks to move their product.

Restructuring those counterdrug policies to focus more resources on alternative and rural development strategies, law enforcement and interdiction as opposed to forced eradication is likely to be more successful and to avoid negative impacts on Bolivian and Peruvian democratic institutions. Unfortunately, the U.S. budget for FY2006 just submitted by President Bush to the Congress proposes cuts in funding for alternative development and institution building of nearly 20 per cent for Peru and 10 per cent for Bolivia.

While it is unconstructive and unwise to brand the Bolivian and Peruvian social movements and their leaders as "narco-delinquents" or "narco-terrorists", the coca grower organisations in those countries will only gain greater international credibility if they sever all existing ties with drug trafficking networks and articulate democratically their legitimate demands for socio-economic change, including legal coca cultivation for traditional purposes. At the same time, the U.S., the European Union, Brazil, Argentina, Chile, the international financial institutions (IFI)s, the Organisation of American States (OAS) and the UN should strongly support alternative and rural development strategies there and provide, where possible, more aid also for programs to counter drug trafficking, money laundering and smuggling of chemical precursors.

Quito/Brussels, 3 March 2005

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