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Colombia: Negociar con los paramilitares

Dieciocho meses después de la ruptura de las conversaciones de paz entre su predecesor y el principal grupo insurgente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el gobierno de Uribe emprendió un proceso de negociación que entraña altos riesgos y a la vez grandes beneficios potenciales con el principal grupo paramilitar, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que pondrá a prueba tanto su capacidad como su buena fe.

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Resumen Ejecutivo

Dieciocho meses después de la ruptura de las conversaciones de paz entre su predecesor y el principal grupo insurgente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el gobierno de Uribe emprendió un proceso de negociación que entraña altos riesgos y a la vez grandes beneficios potenciales con el principal grupo paramilitar, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que pondrá a prueba tanto su capacidad como su buena fe.

El acuerdo suscrito el 15 de julio de 2003 luego de un “cese al fuego unilateral” de las AUC y de siete meses de conversaciones exploratorias de alta confidencialidad, marca el inicio de negociaciones formales cuya meta expresa es la desmovilización completa de las AUC a más tardar el 31 de diciembre de 2005. Este acuerdo es el primer avance logrado en más de un año de violencia escalonada.

La noticia fue recibida con una mezcla de esperanza y suspicacia. Los Estados Unidos y la Unión Europea expresaron su apoyo al proceso de negociación, pero pusieron énfasis en que la desmovilización no debía producirse a expensas de la justicia. Varios analistas colombianos aplaudieron el beneficio potencial que traería el hecho de sacar del conflicto a uno de los grupos armados ilegales que más víctimas civiles ha causado, pero también advirtieron sobre las dificultades. Los grupos defensores de los derechos humanos, tanto colombianos como internacionales, criticaron duramente el acuerdo, pues temen que a las AUC no se les hará responsables de crímenes pasados y sospechan que no se les obligará a cumplir estrictamente el cese al fuego.

Existen muchos interrogantes sobre las razones que mueven a ambas partes a participar en el proceso de negociación y sobre su viabilidad en condiciones de guerra incesante. Hasta cierto punto, el gobierno de Uribe ha desvirtuado la razón principal de la existencia de los paramilitares al ampliar la presencia del Estado en el territorio nacional, y al fortalecer la capacidad del ejército para confrontar a los insurgentes. También ha incrementado la presión militar contra los paramilitares, al tiempo que los Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y otros países los han calificado de terroristas y han urgido a Uribe a poner término a los tradicionales vínculos entre militares y paramilitares. Los Estados Unidos han entablado procesos judiciales contra altos comandantes paramilitares por narcotráfico, y la política antinarcóticos del gobierno de Uribe ha comenzado a quebrantar su base económica.

Sin embargo, persiste la incertidumbre en cuanto a qué está realmente dispuesto el gobierno de Uribe a ofrecerles a los paramilitares para que depongan las armas. Existe el temor de que algunos sectores del gobierno y de las AUC no se consideren realmente adversarios; se piensa que, así como ciertos elementos de las estructuras de poder tradicionales del país quizá hayan auspiciado el surgimiento de los paramilitares, también ahora quieran utilizar las conversaciones de paz para exonerarlos políticamente y, por ende, legitimar su riqueza y su poder.

El presidente Uribe enfrenta dos grandes retos. El primero tiene que ver con la complejidad de desmovilizar y reinsertar a los paramilitares a la sociedad al tiempo que prosigue el conflicto entre los insurgentes y los paramilitares que se oponen al proceso, incluidos aspectos como proteger a los ex combatientes desmovilizados, verificar su adhesión al cese al fuego y mantenerlos alejados del narcotráfico.

A fin de impedir que los insurgentes ocupen regiones que antes estaban bajo el control de grupos paramilitares, es preciso que, junto con la desmovilización de los paramilitares, se extiendan la seguridad estatal y la presencia civil en el país. El gobierno de Uribe tendrá que tratar con todos los grupos paramilitares, y no sólo con las AUC, y deberá otorgar prioridad militar a combatir a los grupos disidentes que se nieguen a comprometerse con el cese al fuego y las negociaciones. Así mismo, como parte del proceso de desmovilización se debe intensificar la erradicación de los cultivos ilícitos bajo control paramilitar.

El segundo reto consiste en cerciorarse de que el gobierno no menoscabe su propia legitimidad y el Estado de derecho haciendo caso omiso de los crímenes cometidos por paramilitares.

Todos los combatientes paramilitares tendrán que ser sometidos a un escrutinio judicial para determinar su responsabilidad en delitos y crímenes serios, como masacres y secuestros. El peso de la ley deberá caer sobre quienes sean hallados culpables de tales crímenes, al tiempo que una comisión independiente de la verdad y la reconciliación deberá velar por los derechos de las víctimas de los paramilitares, a quienes también se les deberán resarcir los daños sufridos mediante un fondo especial de indemnizaciones, cuyos recursos se deriven en parte de los bienes producto del narcotráfico que se confisquen a los paramilitares.

Es de crucial importancia que el gobierno de Uribe demuestre la seriedad de sus intenciones manifiestas con respecto a los paramilitares. Si no logra la desmovilización y la reconciliación de una manera justa y con juicio de responsabilidades, incluyendo medidas contundentes para cortar los lazos entre los militares u otros miembros de las elites colombianas y los paramilitares, su credibilidad y su legitimidad se verán seriamente lesionadas, tanto a nivel nacional como internacional. Por el contrario, si logra sus metas podría contar con un gran apoyo político y financiero internacional para cumplir su cometido.

Son pocas las probabilidades de que este difícil proceso tenga éxito, pero sus potenciales beneficios hacen que valga la pena asumir el riesgo. Uno de estos beneficios sería demostrarles a los grupos insurgentes, a los que en algún momento también es preciso desarmar y reinsertar, que el gobierno actúa de buena fe aunque con determinación férrea. Sin embargo, la clave para evitar el fracaso y posibles repercusiones violentas es la transparencia durante el proceso.

Bogotá/Bruselas, 16 de septiembre de 2003

Executive Summary

Eighteen months after the rupture of peace talks between its predecessor and the main insurgent group, the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC), the Uribe administration has entered upon a high risk-high gain negotiating process with the main paramilitary group, the United Self-Defence Forces of Colombia (AUC), that will test its skill and its good faith.

An accord signed on 15 July 2003 after an AUC “unilateral ceasefire” and seven months of highly confidential preliminary talks directs the start of formal negotiations with the goal of completely disbanding the AUC by 31 December 2005. It offers the first break in more than a year of escalating violence.

The news was received with a mixture of hope and suspicion. The U.S. and EU expressed support for the negotiation process but stressed that demobilisation should not come at the expense of justice. Colombian analysts welcomed the potential benefit of eliminating from the conflict one of the illegal armed groups most responsible for civilian casualties but also warned of difficulties. Fearful the AUC would not be held accountable for past crimes and suspicious it would not be kept strictly to the ceasefire, domestic and international human rights groups were the strongest critics.

There are many questions regarding both sides’ motives for participating in the negotiating process and its feasibility under conditions of ongoing warfare. In part the Uribe administration has undercut the original rationale for the paramilitaries’ existence by expanding the state’s presence across its territory and improving the army’s capacity to confront the insurgents. It has also increasingly applied military pressure against the paramilitaries, while the U.S., Canada, EU and others have labelled them terrorists and called more loudly for Uribe to end longstanding military-paramilitary ties. The U.S. has indicted senior paramilitary commanders for drug trafficking, and the Uribe government’s counter-narcotics policy has begun to hurt their economic base.

Implicit in the concern, however, is uncertainty about what the Uribe administration is actually prepared to offer the paramilitaries to lay down their arms. There is worry that parts of the government and the AUC may not really see themselves as full adversaries; that just as elements in the country’s traditional power structures may have fostered the paramilitaries’ rise, so they may be preparing to use the peace talks to cleanse them politically and thus legitimise their wealth and power.

President Uribe faces two main challenges. The first involves the complexities of demobilising and reintegrating the paramilitaries into society (DR) while the conflict with the insurgents and paramilitaries who oppose the process continues, including how to protect demobilised ex-combatants, verify their adherence to the ceasefire and keep them out of drug trafficking.

To prevent the insurgents from occupying regions formerly under paramilitary control, the government security and civilian presence must expand across the country in step with paramilitary demobilisation. The Uribe administration will need to deal with all paramilitaries, not just the AUC. Refusal to participate in the ceasefire and negotiations should trigger the highest priority military targeting of dissident groups. Stepped up eradication of illicit crops under paramilitary control should be part of the demobilisation process.

The second challenge involves ensuring that the state does not undermine its own legitimacy and the rule of law by turning a blind eye to paramilitary crimes.

All paramilitary fighters will need to be subjected to judicial screening to determine whether they are responsible for serious crimes, such as massacres and kidnapping. Those found guilty for such crimes will need to be dealt with severely while the rights of paramilitary victims should be protected through means such as an independent truth and reconciliation commission and a special reparation fund, with some benefits coming from confiscation of paramilitaries’ drug profits.

It is vital for the Uribe administration to demonstrate that it is serious about pursuing its declared aims with the paramilitaries. If it fails to conduct DR in a just and accountable manner, including moving resolutely to sever ties between the military or others in the Colombian elites and paramilitaries, its credibility and legitimacy will be severely affected, both domestically and internationally. If it does so act, however, it can expect to receive important international political and financial assistance to see the job through.

The odds are against this difficult process succeeding but the possible benefits make it a chance worth taking. Not the least of these would be the demonstration to the insurgents, who also must eventually be disarmed and reintegrated, that the government has both good faith and iron resolution. But transparency throughout the process is the key to avoiding shipwreck and violent backlash.

Bogotá/Brussels, 16 September 2003

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