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Colombia: La política de seguridad democrática del presidente Uribe

Más que cualquiera de sus antecesores, el presidente Álvaro Uribe ha convertido la lucha contra los insurgentes en la prioridad esencial y en el objetivo central de su gobierno. Gracias a algunos logros modestos alcanzados en el campo de batalla, se ha comenzado a restablecer una sensación de seguridad pública. Sin embargo, la Política de Seguridad Democrática (PSD) de Uribe, que es la estrategia de largo plazo que se suponía iba a darle coherencia al proyecto de seguridad, se encuentra estancada desde hace casi un año debido a las pugnas políticas internas y a las discusiones fundamentales sobre la mejor manera de ponerle fin a este conflicto de 40 años de duración.

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Resumen Ejecutivo

Más que cualquiera de sus antecesores, el presidente Álvaro Uribe ha convertido la lucha contra los insurgentes en la prioridad esencial y en el objetivo central de su gobierno. Gracias a algunos logros modestos alcanzados en el campo de batalla, se ha comenzado a restablecer una sensación de seguridad pública. Sin embargo, la Política de Seguridad Democrática (PSD) de Uribe, que es la estrategia de largo plazo que se suponía iba a darle coherencia al proyecto de seguridad, se encuentra estancada desde hace casi un año debido a las pugnas políticas internas y a las discusiones fundamentales sobre la mejor manera de ponerle fin a este conflicto de 40 años de duración. Si no se le hacen algunas modificaciones sustanciales, es dudoso que alcance su meta.

De conformidad con la PSD, Uribe ha intentado recuperar el control del país incrementando la cantidad y capacidad de las tropas y las unidades de policía, y desplegándolas por todo el territorio para combatir a la guerrilla. Esto ha venido acompañado por un importante incremento en la erradicación de cultivos ilícitos, con el fin de disminuir la producción de coca y amapola, pero también para reducir los ingresos de los grupos guerrilleros y paramilitares. Al mismo tiempo, el gobierno ha reforzado la protección de los oleoductos y gasoductos para salvaguardar esa fuente de ingresos e impedir que les llegue financiación por ese concepto a los grupos armados al margen de la ley, que se habían acostumbrado a extorsionar bajo la amenaza de atacar dichas instalaciones.

Junto con el fortalecimiento de la estructura institucional de seguridad de Colombia, Uribe reveló otros tres mecanismos menos formales tendientes a reforzar la seguridad que han generado mucha controversia. En primer lugar, estableció una red de más de un millón de colaboradores e informantes civiles a quienes se les paga por suministrar información acerca de los insurgentes. Esto ha suscitado preocupación debido a la posibilidad de que los colaboradores utilicen su poder para zanjar rencillas personales; también se aduce que el sistema menoscaba la confianza en las comunidades. En segundo lugar, organizó unas milicias campesinas semientrenadas cuyos miembros operan en sus propias comunidades. Sin embargo, su situación de aislamiento y su entrenamiento por lo general deficiente las convierte en blanco de los ataques de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Por último, mediante un decreto ejecutivo primero y luego por medio de propuestas de leyes antiterroristas y otras, Uribe ha comenzado a otorgar al ejército diversos poderes policiales, sin aprobación ni supervisión judicial, con lo cual se han restringido las libertades civiles individuales.

Estas políticas abren la posibilidad para la ejecución de actividades arbitrarias por parte de las fuerzas de seguridad, que afectarían la credibilidad de la petición gubernamental de apoyo internacional y cooperación regional, y amenazan con ensombrecer un tanto la legitimidad de sus acciones contra los grupos armados al margen de la ley. Es peligroso transmitir el mensaje de que las fuerzas de seguridad tendrían mayor éxito si estuvieran menos restringidas por las obligaciones del Estado de respetar los derechos humanos y, como ha demostrado en repetidas ocasiones la historia, también es contraproducente.

El grueso del conflicto, incluido el mayor número de enfrentamientos como resultado de la política de seguridad más agresiva de Uribe, se ha desarrollado en las zonas rurales de Colombia. La ausencia de políticas de desarrollo regional coherentes es, quizás, la amenaza más seria que se cierne contra la potencial efectividad de la PSD. Será difícil, si no imposible, obtener triunfos duraderos contra los insurgentes, a menos que las comunidades rurales perciban beneficios claros e inmediatos en la campaña del gobierno. Como complemento necesario de los componentes militares de la PSD, es preciso que exista una política integral que busque reducir la pobreza en el campo, que invierta en programas sociales y que establezca el Estado de derecho; su ausencia dificulta aún más la tarea militar.

El sorprendente fracaso del referendo convocado por Uribe sobre temas políticos y económicos el 25 de octubre de 2003 podría forzar un cambio en la manera en que su gobierno formula sus políticas, en especial la PSD. Sin duda sería una medida sabia, en este contexto, lanzar una iniciativa de desarrollo rural que les ayude a los cultivadores de coca, que disminuya el flujo de refugiados y de la población desplazada internamente (PDI), y que suministre una razón para que la población rural acepte con mayor entusiasmo la PSD.

El gobierno también debe mantener la presión sobre los paramilitares, en especial sobre los que no participan en las actuales conversaciones, y cerciorarse de que cualquier arreglo al que se llegue con los paramilitares no permita que quienes hayan cometido crímenes atroces contra los derechos humanos se libren de ir a la cárcel. Finalmente, tiene que dejar en claro que, si bien su meta es derrotar a los insurgentes, la PSD no cierra las puertas a la posibilidad de soluciones negociadas. De hecho, el objetivo realista de una PSD modificada debe ser convencer a los grupos insurgentes, así como a todos los paramilitares, a entablar negociaciones serias.

Bogotá/Bruselas, 13 de noviembre, 2003

Executive Summary

More than any of his predecessors, President Alvaro Uribe has made combating the insurgents the overriding priority and defining objective of the Colombian government. Through modest achievements on the ground a sense of public security has begun to be re-established. However, Uribe’s “Democratic Security Policy” (DSP), the long-term strategy promised to lend coherence to the security effort, has been stalled for nearly a year by political infighting and fundamental arguments over how best to bring the 40-year conflict to a close. Without some serious modifications, it is doubtful that it will achieve its goal.

Under the DSP, Uribe has sought to regain control of the country by increasing the numbers and capacity of troops and police units and by deploying them across the country to challenge the guerrillas. This has been accompanied by a major increase in the eradication of illicit crops, aimed as much at denying revenues to the guerrillas and paramilitary groups as at reducing coca and opium poppy production. At the same time, the government has bolstered protection of oil and natural gas pipelines to safeguard that source of income and deny funds to the illegal armed groups, who had become accustomed to extorting payoffs by threatening attacks against those facilities.

While strengthening Colombia’s formal security structure, Uribe unveiled three other, less formal mechanisms to boost security which have generated widespread controversy. First, he initiated a network of more than one million civilian collaborators and informants who are paid to provide information about the insurgents. This has raised concerns that the collaborators may use their power to pursue personal vendettas and that such a system undermines community trust. Secondly, he organised a semi-trained peasant militia force whose members operate in their own home communities. Their isolation and generally poor training, however, have left them vulnerable to targeted attacks by the Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Thirdly, initially through executive decree and subsequently through anti-terrorist and other proposed legislation, Uribe has begun to grant the military a range of police powers, with neither judicial approval nor oversight, limiting individual civil liberties in the process.

These policies create the potential for arbitrary action by the security forces that would diminish the credibility of the government’s appeal for international support and regional cooperation and threaten to cloud somewhat the legitimacy of its actions against the illegal armed groups. Sending a message that the security forces would be more successful if less constrained by the state’s human rights obligations is dangerous and, as history has often shown, counterproductive.

The bulk of the conflict, including the increased number of clashes resulting from Uribe’s more aggressive security policy, has taken place in rural Colombia. The absence of any coherent rural development policy constitutes perhaps the most serious threat to the potential effectiveness of the DSP. Making lasting gains against the insurgents will be difficult, if not impossible, unless rural communities see clear and immediate benefits in the government campaign. A comprehensive policy aimed at reducing poverty in the countryside, investing in social programs, and establishing the rule of law is a necessary complement to the military components of the DSP; its absence makes the military task more difficult.

The surprising failure of Uribe’s referendum on political and economical issues on 25 October 2003 may force a change in the way his government formulates its policies, particularly the DSP. It would certainly be wise, in this context, to launch a rural development initiative that would assist coca farmers, slow the flow of refugees and internally displaced persons (IDPs), and provide a reason for the rural population to be more enthusiastic about the DSP.

The government should also keep up the pressure on the paramilitaries, especially those not participating in the present talks, and ensure that any settlement with paramilitaries does not allow serious offenders against human rights to escape prison. Finally, it needs to make clear that, while its goal is to defeat the insurgents, the DSP does not close the door on the possibility of negotiated settlements. In fact, the realistic objective of a modified DSP should be to push the insurgent groups, as well as all paramilitaries, into serious negotiations.

Bogotá/Brussels, 13 November 2003

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