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Colombia: Política presidencial y perspectivas de paz

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Resumen Ejecutivo

El empeño del presidente Álvaro Uribe por buscar la reelección en el 2006 mediante una enmienda constitucional que permita que un presidente en ejercicio presente su candidatura es un acto arriesgado que podría debilitar las instituciones democráticas. Frente al persistente conflicto armado con dos grupos insurgentes, la desmovilización pendiente de miles de combatientes paramilitares y una próspera industria de narcotráfico, Colombia debe fortalecer sus defensas militares y policiales más allá de las próximas elecciones. Sin embargo, también debe consolidar el Estado de derecho poniendo fin a la impunidad, y avanzar en materia de desarrollo rural y en la protección de los grupos especialmente vulnerables con el fin de enfrentar a los insurgentes con fundamentos políticos.

En el curso de los siguientes cuatro años, Colombia necesita afianzar el monopolio de la fuerza legítima en la totalidad de su territorio, expandir sustancialmente la cobertura de servicios públicos en áreas rurales desde hace mucho abandonadas o afectadas por el conflicto armado, y diseñar una mejor estrategia para emprender negociaciones de paz serias. Uribe es la figura política más fuerte del país, y a la vez la más controvertida. Sus logros reales, en especial en el campo de la seguridad, se han visto menoscabados por serios tropiezos, entre ellos las cuestionables decisiones de propiciar una enmienda constitucional que permita su propia reelección y de defender un muy polémico proyecto de ley tendiente a desmovilizar y reincorporar a la sociedad a los miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupo paramilitar de extrema derecha.

Aunque sin duda es necesario mantener el énfasis en fortalecer la capacidad militar y de seguridad del Estado colombiano, la opción militar por sí sola no basta para poner fin al conflicto armado. Sin un mayor equilibrio frente a la manera casi exclusivamente militar con que el gobierno ha afrontado a la más grande organización insurgente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un segundo período de Uribe podría desaprovechar una vez más oportunidades esenciales para acercar a Colombia a la paz.

La desmovilización de las AUC es un reto paralelo que depende de la aprobación, por parte del Congreso, del aún débil proyecto de ley de Justicia y Paz. Ésta presumiblemente beneficiaría al presidente en ejercicio, pero Uribe debe cuidarse de no ceder a un chantaje político de las AUC. Existe el peligro de que se produzca una desmovilización parcial de manera tal que no se logren desmantelar por completo las estructuras paramilitares, que choque con las fuertes exigencias nacionales de justicia y que evada las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos, sobre todo con respecto a los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Pese a haber acordado un cese al fuego en diciembre del 2002, después de dicha fecha las AUC han asesinado a más de 2.000 personas, y su participación en los secuestros recientes en el país ha aumentado en comparación con las del ELN y las FARC. Preocupa grandemente el fortalecimiento de los parmilitares, tanto en el campo político como en el económico.

Desde comienzos del 2005, las FARC han vuelto a intensificar la frecuencia y la ferocidad de sus ataques contra objetivos tanto militares como civiles. Lo más probable es que hagan todo lo que esté en sus manos para menoscabar la reelección de Uribe, demostrando que su "política de seguridad democrática" no ha disminuido su capacidad para dar golpes en distintas regiones del país. Las FARC también parecen estar ejerciendo mayor influencia sobre el Ejército de Liberación Nacional (ELN), lo cual explica en parte los repetidos fracasos del gobierno para entrar en negociaciones con dicha organización guerrillera, mucho más pequeña.

Las esperanzas de lograr un resultado exitoso tanto en los programas anti insurgentes como en la lucha contra el narcotráfico, de poner fin al conflicto y de fortalecer la democracia no deben estar atadas exclusivamente a la reelección de Uribe, independientemente de que la Corte Constitucional autorice o no su candidatura. Como anticipación a la posibilidad de que se permita al presidente lanzar su candidatura, su gobierno debe buscar en estos momentos fortalecer las instituciones democráticas del país, a fin de garantizar una cancha de juego imparcial para los candidatos de la oposición y las reformas de los partidos políticos. Si la Corte falla en su contra, Uribe debe presionar la búsqueda de un consenso entre los principales partidos para continuar con una política de seguridad fuerte, aunque complementada por una mayor atención a las condiciones de vida rurales y las negociaciones con los grupos insurgentes.

Es esencial que el gobierno complemente su estrategia mayoritariamente militar frente a las FARC y el ELN con un pilar político que aborde las viejas inequidades estructurales en la Colombia rural que, a su vez, beneficien a los insurgentes, los paramilitares y los narcotraficantes. Los elementos centrales de este pilar incluyen el fortalecimiento del Estado de derecho, la infraestructura pública rural y el desarrollo económico y social del campo. Sólo será posible implementar una estrategia rural nacional en los lugares en donde se haya ganado previamente un espacio seguro, pero el no tener una estrategia conocida a nivel nacional, financiada y lista para ejecutar, constituye un factor debilitante, tanto en el campo político como en el militar.

Como parte de la estrategia política, el gobierno debe aceptar la utilidad de las conversaciones para lograr un intercambio de prisioneros/rehenes con las FARC como un primer paso hacia negociaciones de paz, y debe proceder seriamente con la reanudación de un acercamiento con el ELN (que con la facilitación mexicana parecía prometedor hasta hace poco), con el objetivo último de desmovilizar a sus miembros y reincorporarlos a la sociedad.

Las FARC han sufrido suficientes golpes militares en los últimos años como para saber que no tienen ninguna posibilidad de alcanzar el poder por la vía armada. Comprometer políticamente a esta organización, al tiempo que se mantiene la presión militar sobre ella, es más prometedor que concentrar todos los esfuerzos en ofensivas masivas cuya efectividad y sostenibilidad son muy cuestionables, sobre todo porque las FARC siguen contando con recursos para sostener una guerra de guerrillas en el futuro previsible.

La simple continuidad de la política de seguridad actual llevará a Colombia políticamente a un callejón sin salida, independientemente de quién sea el próximo presidente.

Quito/Bruselas, 16 de junio de 2005

Executive Summary

President Álvaro Uribe's quest for re-election in 2006 by amending the constitution so a sitting president can run is a risky endeavour that could weaken democratic institutions. In the face of unabated armed conflict with two insurgent groups, pending demobilisation of thousands of paramilitary fighters, and a flourishing narcotics industry, Colombia must sustain its military and police defences beyond the forthcoming election. However, it must also consolidate the rule of law by ending impunity and make strong headway in rural development and in protecting especially vulnerable groups in order to engage the insurgents on political grounds.

Over the next four years, Colombia needs to secure a monopoly of legitimate force across its territory, expand substantially its public services in previously abandoned or conflict-affected rural areas, and construct a better strategy to conduct serious peace negotiations. Uribe is both the country's strongest political figure and its most controversial. His real accomplishments, especially on security, have been diminished by serious blemishes, including the questionable decisions to seek constitutional amendment to permit his own re-election and to defend a highly contentious bill aimed at demobilising and reintegrating into society the extreme right paramilitary, the United Self-Defence Forces of Colombia (AUC).

While maintaining an emphasis on strengthening the Colombian state's military and security capacity is undoubtedly necessary, the military option by itself is insufficient to end the armed conflict. Without greater balance to the government's near stand-alone military approach toward the largest insurgent organisation, the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC), a second Uribe term could once more miss opportunities essential to bringing Colombia closer to peace.

AUC demobilisation is a parallel challenge which hinges on congressional adoption of the still weak draft Justice and Peace Law. It presumably would benefit the incumbent but Uribe must be careful not to submit to political blackmail from the AUC. There is a danger that a partial demobilisation could occur in a way that fails to dismantle fully the paramilitary structures, clashes with strong domestic demands for justice and avoids international human rights obligations, particularly with respect to victims' rights to truth, justice and reparation. Despite agreeing to a ceasefire in December 2002, the AUC has subsequently killed more than 2,000 people, and its share of the country's recent kidnappings has increased compared to that of the ELN and FARC. Deeply troubling, the paramilitaries are growing stronger, politically and economically.

Since early 2005, the FARC has again increased the frequency and viciousness of attacks on military as well as civilian targets. It can be expected to do everything in its power to undermine Uribe's re-election by demonstrating that his "democratic security policy" has not deprived it of the ability to strike widely around the country. The FARC also appears to be exercising greater influence over the National Liberation Army (ELN), which partly explains the government's repeated failures to move forward on negotiations with that much smaller insurgent group.

Hopes to succeed both in counter-insurgency and counter-drug efforts, to end the conflict and strengthen democracy must not be tied exclusively to the re-election of Uribe, regardless of whether or not the constitutional court eventually authorises his candidacy. In anticipation that the president will be permitted to run, his administration should seek now to strengthen the country's democratic institutions to ensure a fair playing field for opposition candidates and political party reforms. If the court rules against him, Uribe should press for a consensus among major parties to continue a strong security policy, though one matched by more attention to rural living conditions and negotiations with the insurgents.

It is vital for the government to complement its overwhelmingly military strategy toward the FARC and ELN with a political pillar that addresses longstanding structural inequities in rural Colombia that, in turn, benefit the insurgencies, the paramilitaries and the drug traffickers. The core elements of that pillar include strengthening the rule of law, rural public infrastructure and rural economic and social development. A national rural strategy can be implemented only where secure space has been won but not having the approach nationally known, funded and ready to go is a debilitating factor both politically and militarily.

As part of the political strategy the government should accept the utility of talks to achieve a prisoners/hostages swap with the FARC as a first step toward peace negotiations; and should press ahead seriously with the resumption of a rapprochement with the ELN (that with Mexican facilitation had looked promising until recently) with the ultimate aim of demobilising and reinserting its members into society.

The FARC has suffered enough military blows in the last several years to know it has no chance to achieve power through armed force. Engaging it politically now while keeping up military pressure is more promising than putting all efforts into massive offensives whose effectiveness and sustainability are open to serious question -- especially as the FARC retains the resources to conduct a guerrilla war for the foreseeable future.

Simple continuity in the present security policy will lead Colombia into a political dead end regardless of who becomes the next president.

Quito/Brussels, 16 June 2005

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