Report / Latin America & Caribbean 5 minutes

La esquiva búsqueda de la paz en Colombia

En febrero del 2002 se rompieron las negociaciones destinadas a poner fin a la confrontación más aguda de la guerra civil en Colombia, que lleva ya varios decenios. Casi cuatro años atrás, el recién elegido presidente Andrés Pastrana había iniciado conversaciones con los principales grupos revolucionarios del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en medio de un gran entusiasmo y esperanza.

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Resumen Ejecutivo

Retrospectiva. En febrero del 2002 se rompieron las negociaciones destinadas a poner fin a la confrontación más aguda de la guerra civil en Colombia, que lleva ya varios decenios. Casi cuatro años atrás, el recién elegido presidente Andrés Pastrana había iniciado conversaciones con los principales grupos revolucionarios del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en medio de un gran entusiasmo y esperanza. Pero las confrontaciones nunca cesaron mientras se conversaba entre múltiples tropiezos, y hoy el país se enfrenta a una nueva ronda de violencia en las ciudades y de ataques contra su infraestructura. A la comunidad internacional le preocupan las implicaciones de esta nueva arremetida de violencia, no sólo para el pueblo colombiano y sus instituciones democráticas, sino para la estabilidad regional. 

Con el apoyo de Europa, América Latina y Estados Unidos, el presidente Pastrana le concedió al grupo insurgente más grande, las FARC, una zona desmilitarizada (ZDM) al sur del país, del tamaño de Suiza. Sin embargo, tanto el presidente como las FARC mantuvieron un poco al margen a terceros con experiencia, tanto colombianos como extranjeros. Aunque las negociaciones fueron una iniciativa valiente, no parecían sustentadas por una estrategia consistente. Cuando Pastrana rompió las negociaciones y ordenó al ejército recuperar la ZDM, ya la mayoría de los colombianos se había desilusionado del proceso. La comunidad internacional apoyó de manera prácticamente unánime su decisión: en el mundo posterior al 11 de septiembre, era fácil adoptar una postura fuerte en contra de una organización terrorista.

Durante el gobierno Pastrana todas las organizaciones armadas ilegales –las FARC, el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, o los paramilitares)– han intensificado sus ataques, violando repetidamente los derechos humanos y ampliando su radio de acción. Los enfrentamientos que siguieron a la ruptura de las negociaciones, si bien fueron menos intensos que los del mes inmediatamente anterior, indican que las FARC todavía tienen la capacidad de operar efectivamente en gran parte del país, y que existen pocas posibilidades, si es que alguna, de que el gobierno pueda imponer una solución militar en un futuro cercano.

Al mismo tiempo la importancia de Colombia como productor de drogas ilícitas ha crecido considerablemente, incrementado el interés de la comunidad internacional, incluidos los países vecinos y Estados Unidos, por encontrar una solución al conflicto. Durante la última década la economía rural legítima ha sufrido mucho a causa de la guerra y de las fluctuaciones de los precios, lo que ha contribuido a fortalecer aún más el poder de los productores de coca.

Colombia posee una economía potencialmente fuerte y una larga tradición democrática que, si bien se ha visto socavada por su historial de violencia, es una de las más prestigiosas de Latinoamérica. Su guerra civil se ha entretejido profundamente con el narcotráfico, que no sólo alimenta el conflicto sino también parece haber alterado significativamente el carácter de los insurgentes y de los paramilitares, que ahora cuentan con una fuente segura de ingresos que les permite financiar la compra de armamento y consolidar la estabilidad de su poderío.

El surgimiento del narcotráfico en Colombia desde los años ochenta, combinado con las dislocaciones ideológicas del fin de la Guerra Fría, ha marcado una clara diferencia entre las FARC y el ELN y los anteriores grupos guerrilleros de América Latina. Muchos de sus líderes se han convertido en “empresarios militares” que sienten poca necesidad de cooperar y comunicarse con la sociedad colombiana, y aun menos con la comunidad internacional. Han perdido la mayor parte del apoyo popular que tenían en el pasado, y ahora su poder se refleja casi exclusivamente en su capacidad militar, financiada por la lucrativa industria del secuestro, el narcotráfico y la extorsión. 

Los enemigos declarados de los rebeldes, los paramilitares de derecha, que parecen estar ganando adeptos en algunas de las zonas rurales amenazadas por la guerrilla, también mantienen vínculos estrechos y lucrativos con la industria de las drogas ilícitas. Con un importante respaldo del sector privado y el apoyo de las élites políticas rurales y de los comandantes militares colombianos, el número de paramilitares se ha multiplicado por diez durante la última década. La presión internacional ejercida sobre el gobierno y el ejército para que corten vínculos con los paramilitares y castiguen sus atrocidades ha tenido resultados muy limitados.

El gobierno no ejerce su autoridad en buena parte del país. Ni siquiera puede prestar los servicios sociales básicos o –lo que es tal vez más grave– garantizar el Estado de derecho en gran parte de la Colombia rural. Estas limitaciones, junto con una fuerza militar deficiente en tamaño, entrenamiento y equipos y un sistema judicial profundamente cuestionado, han sido un impedimento grave en los esfuerzos del Estado por gobernar, y más aún en sus intentos de derrotar a la guerrilla y combatir a los narcotraficantes.

El conflicto endémico de Colombia reviste interés internacional, no sólo por sus costos humanitarios sino también porque implica nexos con armas, drogas ilícitas, dinero, lavado de activos, criminales y terroristas. Sigue siendo una gran fuente de preocupación regional. El fracaso de las negociaciones de paz con las FARC (aunque siguen adelante con el ELN) y el retorno a la guerra más intensa aumentan el peligro de una expansión del conflicto hacia los países limítrofes con Colombia: Brasil, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela. 

Perspectiva. El presidente Pastrana ya no tiene posibilidad realista de lograr una reconciliación con las FARC durante los meses que le restan de su mandato. Sin embargo, las circunstancias favorecen al gobierno para que realice un gran esfuerzo, con apoyo internacional, tendiente a pactar un cese al fuego verificable con el ELN, grupo de menor tamaño, que podría tener implicaciones de mayor alcance pues quizás propiciaría una eventual reanudación del proceso de paz con las FARC. Además de esto, el presidente tendrá que emplear el tiempo que le queda de gobierno intentando limitar los impactos negativos en materia de seguridad y haciendo todo lo posible por salvaguardar la integridad de las elecciones de mayo, en las que se elegirá a su sucesor. 

Los interesados en el futuro de Colombia deben ahora hacer un inventario de la situación y repensar las estrategias y las prioridades que debe asumir el nuevo gobierno, con el apoyo internacional. A juicio del ICG, las prioridades son proteger mejor a la población civil de los grupos insurgentes y paramilitares, reactivar las negociaciones de paz, renovar sus esfuerzos por combatir el narcotráfico y fortalecer las instituciones colombianas, especialmente en las áreas de seguridad y justicia. Para lograr estos objetivos se requerirán enfoques nuevos y más efectivos, que tendrán que contar con un respaldo significativo de la región y de la comunidad internacional en general.

Este informe y las recomendaciones que se incluyen a continuación recogen algunos de estos temas, si bien nuestras conclusiones y preceptos deben tomarse como preliminares en esta etapa del proceso. Requerirán de mayor evaluación y desarrollo en los próximos meses. El propósito de este primer informe del ICG sobre Colombia es evaluar los antecedentes, los éxitos y los fracasos de la esquiva búsqueda de la paz y proponer un marco amplio dentro del cual los colombianos y sus amigos puedan empezar a reflexionar juntos sobre las difíciles decisiones y las ideas frescas que se necesitan. Los informes siguientes explorarán las implicaciones de las elecciones presidenciales para el proceso de paz; la estructura de las fuerzas de seguridad y los desafíos a que se enfrentan; cómo garantizar el Estado de derecho y la seguridad de la población civil en las zonas rurales; cómo reconstruir la devastada economía rural; las estrategias para reestructurar el proceso de paz y para combatir el narcotráfico; y las formas de prevenir la desestabilización regional.

Bogotá/Bruselas, 26 de marzo del 2002

Executive Summary

Looking Back. In February 2002, negotiations to end the most dangerous confrontation of Colombia's decades of civil war collapsed. Nearly four years earlier, the newly-inaugurated President Andrés Pastrana had opened talks with the country’s major remaining rebel groups, the Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC) and the Ejército de Liberación Nacional (ELN), with great enthusiasm and hope. But the fighting never ended while the talks sputtered on, and the country now appears headed for a new round of violence in its cities and against its infrastructure. The international community is concerned about the implications not only for Colombia’s people and its democratic institutions, but also wider regional stability.

With support from Europe, Latin America and the United States, President Pastrana granted the largest insurgent group, the FARC, a demilitarised zone (DMZ), the size of Switzerland, in the south of the country. Both he and the FARC, however, kept experienced third parties, Colombian and international, at arm’s length. The negotiations, courageous initiative though they were, appeared to lack a consistent strategy. By the time Pastrana declared them over and ordered the army to reoccupy the (DMZ), the endeavour looked to most Colombians like little more than a mirage. The international community has virtually unanimously supported his decision: in the post-11 September world, a strong stance against a terror organisation has been an easy call.

Throughout Pastrana’s tenure, all illegal armed organisations - the FARC, the ELN and the Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, or paramilitaries) - have intensified their attacks, regularly violating human rights and expanding the scope of suffering. The fighting that followed the breakdown of negotiations, while less intense than in the immediately preceding month, indicates that the FARC retains the capacity to operate effectively throughout much of the country and that there is little or no chance the government can impose a military solution in the foreseeable future.

At the same time, Colombia's importance as a source of narcotics has greatly increased, thereby magnifying the stake of the international community - including the country's neighbours and the U.S. - in finding a solution to the conflict. The legitimate rural economy has suffered greatly from war and price shocks over the last decade, making the grip of coca producers even stronger.

Colombia has a potentially strong economy and a long democratic tradition that, though undermined by a history of violence, is one of the proudest in Latin America. Its civil war has become inextricably intertwined with the narcotics trade, which not only fuels the conflict but also appears to have altered significantly the character of the insurgents and the paramilitaries, who now have a dependable source of income to fund weapons purchases and ensure their staying power.

The surge in Colombia’s illicit narcotics industry since the 1980s, combined with the ideological dislocations of the end of the Cold War, have made the FARC and ELN far different from earlier Latin American guerrilla groups. Many of their leaders have become “military entrepreneurs” who feel little need to cooperate and communicate with Colombian society and even less with the international community. They have lost most of their former popular support, and their power is now reflected almost exclusively in military capabilities financed by a lucrative kidnapping industry, the drug business and extortion.

The rebels’ sworn enemies, the right-wing paramilitaries, who appear to be gaining support in at least some rural areas threatened by the guerrillas, also have close and profitable links with the drug industry. With significant private sector backing and the support of regional political elites and Colombian military commanders, the paramilitaries’ numbers have grown ten-fold in the last decade. International pressure on the government and army to cut ties to the paramilitaries and punish their atrocities has had very limited results.

The government is unable to exercise authority throughout much of the country. It cannot extend even basic social services or – perhaps most damaging – guarantee the rule of law in much of rural Colombia. These shortcomings, combined with a military force inadequate in size, training and equipment, and a deeply compromised judicial system, have been a near-fatal handicap in the state’s efforts to govern, much less to defeat the guerrillas and counter the narcotics traffickers.

Colombia’s continuing conflict is of international concern not only because of its humanitarian costs, but also because it provides a nexus for weapons, drugs, cash, money-laundering, criminals and terrorists. It continues to be of immense regional concern. The end to the peace negotiations with the FARC (though they continue with the ELN) and the return to full military combat adds to the danger of the conflict spilling over to the states that border Colombia: Brazil, Ecuador, Panama, Peru and Venezuela.

Looking Forward. The Pastrana administration has lost any realistic chance to reach an accommodation with the FARC during its remaining months in office. However, circumstances do favour it making a major effort, with international support, to achieve a verifiable ceasefire with the smaller ELN, which could have wider implications for a resumed peace process eventually with the FARC. Beyond that, it will need to spend the remainder of its time attempting to limit security costs and doing everything possible to safeguard the integrity of the spring elections to choose its successor.

Everyone concerned with Colombia’s future now needs to take stock of the situation and rethink the strategies and priorities that should be pursued by the new administration, with international support. The key priorities in ICG’s judgement are to improve security protection for Colombians against insurgents and paramilitaries; to re-energise peace negotiations; to make a renewed effort to combat the drug trade; and to strengthen Colombia’s institutions, especially in the areas of security and justice. Each of these objectives will require new and more effective approaches if they are to be achieved, and each will require significant support from the region and wider international community.

This report, and the recommendations that follow, pick up a number of these themes, but our conclusions and prescriptions should be taken as preliminary at this stage. They will require further evaluation and development in the months ahead. The purpose of this first ICG report on Colombia has been to assess the background, successes and failures of the elusive quest for peace and to propose a broad framework within which Colombians and their friends can begin to think together about the hard choices and fresh ideas required. Forthcoming reports will explore the implications of the presidential elections for the peace process; the structure of the security forces and the challenges they face; how best to extend the rule of law and civilian security in rural areas; how to rebuild the devastated rural economy; strategies for restructuring the peace process and strategies for fighting drugs; and ways of preventing regional destabilisation.

Bogotá/Brussels, 26 March 2002

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