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Romper los nexos entre crimen y política local: Las elecciones de 2011 en Colombia

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Resumen Ejecutivo

Las conexiones profundamente arraigadas entre actores políticos y criminales representan un obstáculo sustancial para la solución del conflicto en Colombia. Los grupos armados ilegales buscan consolidar y expandir su control sobre los gobiernos locales en las elecciones para gobernaciones, alcaldías, asambleas departamentales y concejos municipales, que se celebrarán en octubre de 2011. El Gobierno Nacional parece estar más dispuesto y mejor preparado que en el pasado para contener la influencia de actores ilegales en las elecciones, pero los retos siguen siendo enormes. El alto número de asesinatos de precandidatos es un mal presagio para la campaña electoral, sugiriendo que la tendencia decreciente de violencia electoral de la última década podría ser revertida. A ello se agrega el riesgo de que se utilicen diversos medios, incluyendo la intimidación y el dinero ilícito, para influir sobre los resultados. El Gobierno debe implementar con todo rigor medidas adicionales para proteger a los candidatos y blindar el proceso electoral contra la infiltración criminal, la corrupción y el fraude. Si no logra aminorar estos riesgos, muchas zonas del país estarán destinadas a soportar cuatro años más de pobre gobierno, altos niveles de corrupción y violencia prolongada.

La descentralización de las décadas de los ochenta y los noventa incrementó considerablemente las tareas y recursos de los gobiernos locales, pero las capacidades institutionales de muchos municipios no aumentaron en igual proporción. Esa falencia convirtió a estos gobiernos en objetivos cada vez más atractivos para guerrilleros y paramilitares. Asimismo, la violencia contra candidatos, autoridades locales y activistas políticos y sociales aumentó sustancialmente. Las guerrillas se han dedicado principalmente a sabotear y perturbar el proceso electoral, demostrando una actitud hostil hacia los gobiernos locales. Por su parte, los grupos paramilitares, particularmente después de la conformación de las denominadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), utilizaron sus nexos con élites económicas y políticas para infiltrar gobiernos locales y apoderarse de recursos públicos, actividades que alcanzaron su nivel más agudo en las elecciones locales de 2003. Desde entonces, y específicamente después de la desmovilización oficial de esos grupos en 2006, la influencia ejercida por los políticos vinculados a paramilitares se ha debilitado pero no ha desaparecido.

Las elecciones de octubre pondrán a prueba la forma en que las instituciones democráticas, bajo el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, enfrentarán el creciente poder de los nuevos grupos armados ilegales y sucesores de los paramilitares (NGAI) que son considerados la mayor amenaza para la seguridad del país en la actualidad. Estas organizaciones, que el Gobierno ha denominado BACRIM (bandas criminales), no parecen tener una postura unificada frente a las elecciones. Algunas de ellas preferirán mantener una relación mínima con políticos locales, que les garantice impunidad, acceso a la información y libertad de acción. Pero en una rápida evolución, los NGAI se están convirtiendo en redes criminales más extensas y fuertes, de tal manera que algunos de ellos podrían desarrollar una agenda política más ambiciosa. Varios activistas sociales que promueven la restitución de tierras a las víctimas del conflicto armado colombiano han sido asesinados, lo que hace suponer que esta importante iniciativa de Santos será resistida por alianzas conformadas por grupos criminales y algunos segmentos de las élites económicas locales, en defensa del statu quo. Mientras tanto, los frecuentes ataques contra precandidatos y población civil sugieren que las debilitadas FARC quieren probar que no son una fuerza neutralizada.

Colombia está mejor preparada que en el pasado para asumir estos retos. Tras la condena de unas dos docenas de congresistas como resultado de investigaciones sobre nexos entre políticos y paramilitares, la impunidad empieza a decrecer. Estas investigaciones empiezan a deslizarse hacia los gobiernos locales, lentamente y de manera desigual. En julio de 2011, el Gobierno promulgó una amplia ley de reforma política que prepara el terreno para imponer sanciones a los partidos que avalen candidatos que mantengan vínculos con grupos armados ilegales o enfrenten investigaciones por narcotráfico y crímenes de lesa humanidad. Por otra parte, las normas anti-corrupción y las de financiamiento de campañas electorales se han endurecido, si bien el marco legal todavía tiene algunos puntos débiles.

En el largo plazo, estos cambios deberían favorecer elecciones locales más limpias y competitivas. En el corto plazo, sin embargo, su impacto será limitado. La aprobación de la Ley de Reforma Política, apenas cuatro meses antes de las elecciones, ha aumentado la incertidumbre, y queda poco tiempo para implementar algunas de las nuevas normas. En términos generales, los partidos siguen siendo débiles y hay dudas de que estén en condiciones de controlar el proceso de nominación de sus propios candidatos. En aquellas regiones en donde las élites vinculadas anteriormente a grupos paramilitares sigan influyendo en el entorno político y económico, será difícil que exista una real competencia electoral. Resulta especialmente difícil exponer públicamente los nexos entre políticos y grupos criminales, en aquellas zonas del país en donde el clientelismo es la regla general y la población desconfía de autoridades que no actúan frente a estos problemas.

El desafío inmediato que enfrenta el Gobierno es garantizar las condiciones para unas elecciones libres, limpias y competitivas. Pero aún hay mucho por hacer para proteger a los gobiernos locales en el largo plazo de la influencia de los grupos armados ilegales. El Consejo Nacional Electoral (CNE) debe fortalecerse y gozar de una mayor independencia. El Congreso debe actualizar y simplificar las diversas normas electorales que rigen en el país. Los partidos políticos deben establecer estructuras internas más sólidas y desarrollar una cultura de rendición de cuentas. Sin embargo, todos estos cambios serán insuficientes si el gobierno local no tiene la capacidad institucional de garantizar una administración democrática, limpia y eficiente.

Bogotá/Bruselas, 25 de julio de 2011

Executive Summary

Deeply entrenched connections between criminal and political actors are a major obstacle to conflict resolution in Colombia. Illegal armed groups seek to consolidate and expand their holds over local governments in the October 2011 governorship, mayoral, departmental assembly and municipal council elections. The national government appears more willing and better prepared than in the past to curb the influence of illegal actors on the elections, but the challenges remain huge. The high number of killed prospective candidates bodes ill for the campaign, suggesting that the decade-old trend of decreasing electoral violence could be reversed. There are substantial risks that a variety of additional means, including intimidation and illegal money, will be used to influence outcomes. The government must rigorously implement additional measures to protect candidates and shield the electoral process against criminal infiltration, corruption and fraud. Failure to mitigate these risks would mean in many places four more years of poor local governance, high levels of corruption and enduring violence.

Decentralisation in the 1980s and 1990s greatly increased the tasks and the resources of local government, but in many municipalities, capabilities failed to keep pace. This mismatch made local governments increasingly attractive targets for both guerrillas and paramilitaries. Violence against candidates, local office holders and political and social activists soared. With a largely hostile attitude to local governments, guerrillas have mainly concentrated on sabotaging and disturbing the electoral process. By contrast, paramilitary groups, particularly after the formation of a national structure under the United Self-Defence Forces of Colombia (AUC), used their links with economic and political elites to infiltrate local governments and capture public resources. That peaked in the 2003 local elections. Since then, and particularly after the official demobilisation of these groups in 2006, the influence politicians linked to paramilitaries enjoyed has weakened but not disappeared.

The October elections are the first test of how democratic institutions under the government of President Juan Manuel Santos cope with the growing power of new illegal armed groups and paramilitary successors (NIAGs), now acknowledged as the country’s biggest security threat. These organisations, which the government calls BACRIM (criminal gangs), are unlikely to have a unified stance towards the elections. Some will be content with minimal relations to local politics to guarantee their impunity, access to information and freedom of action. But NIAGs are rapidly evolving into larger, more robust criminal networks, so some could develop a more ambitious political agenda. Several advocates of land restitution for the victims of Colombia’s long-running armed conflict already have been assassinated, suggesting that this major Santos initiative is likely to be met by alliances between criminals and some segments of local economic elites, in defence of the status quo. Meanwhile, frequent attacks against prospective candidates and civilians suggest that the weakened FARC wants to prove it is not a spent force.

Colombia is better prepared than in the past to take on these challenges. Impunity is decreasing, as judicial investigations into links between politicians and paramilitaries have resulted in the conviction of some two dozen members of Congress. Investigations and indictments are now moving down to the local government level, albeit slowly and unevenly. In July 2011, the government signed into law a far-ranging political reform, paving the way for the imposition of penalties on parties that endorse candidates with links to illegal armed groups or face investigation for drug trafficking and crimes against humanity. Election financing rules and anti-corruption norms have also been stiffened, although shortcomings in the legal framework remain.

Over the long term, these changes should favour more competitive and cleaner local elections, but in the short term, their impact will, for a number of reasons, be limited. The approval of the political reform law less than four months ahead of the elections has heightened uncertainty, and time is running short to apply some of the innovations. More broadly, political parties remain weak, and there are doubts whether they can even effectively determine their own nominees in all cases. Meaningful competition is unlikely to emerge in regions where the political and economic environment is heavily biased towards elites formerly linked to paramilitaries. Clientelism continues to be a drag on local politics, while links between criminals and politicians are frequently difficult to expose because of deep-seated popular mistrust of unresponsive local authorities.

Guaranteeing the conditions for free, fair and competitive elections remains the dominant immediate challenge for the government. But more needs to be done to protect local government from the influence of illegal armed groups over the long term. The National Electoral Council (CNE) must be strengthened and become more independent. Congress needs to update and simplify Colombia’s diverse electoral rules. Political parties must establish stronger internal structures and develop a culture of accountability. These changes will ultimately be insufficient, however, if local government continues to lack the institutional capacities to guarantee democratic, clean and efficient management of its affairs.

Bogotá/Brussels, 25 July 2011

 

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