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A Colombian indigenous walks next to a graffiti of late FARC commander Alfonso Cano, in Toribio, department of Cauca, Colombia, on 8 November 2014. AFP/Luis Robayo
Report / Latin America & Caribbean 4 minutes

El día después de mañana: las FARC y el fin del conflicto en Colombia

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Resumen Ejecutivo

A medida que se avanza hacia un acuerdo de paz definitivo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), los negociadores van a tener que hacer malabares para trazar una vía sostenible para el desarme y la reintegración a la vida civil de los guerrilleros. Para ser viable, la estructura de la transición no solo ha de ser creíble a ojos de las FARC, sino que debe también ofrecer garantías a una sociedad que no está para nada convencida de la voluntad del grupo de abandonar las armas, desvincularse del crimen organizado y atenerse a las reglas de juego de la democracia. El fracaso del desarme y la reintegración retrasaría, en el mejor de los casos, la implementación de las reformas que ya han sido acordadas en las negociaciones en La Habana. En el peor de los casos, podría sumir al acuerdo en una espiral de violencia renovada y erosionar el apoyo político. Se necesitan firmes garantías internas y externas para llevar adelante el proceso que se avecina, en un período que será probablemente agitado y volátil .

Hay muchas cosas que pueden salir mal. La mayoría de los cerca de 7.000 combatientes, y el triple de miembros en redes de apoyo, se concentran en zonas periféricas en las que apenas existe infraestructura y una presencia civil del Estado. Algunos frentes guerrilleros están involucrados en la economía de las drogas y la minería ilegal. En la mayoría de las regiones, las FARC operan cerca del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el segundo grupo guerrillero de Colombia, u otros grupos armados ilegales, lo que expone a sus miembros a amenazas de seguridad y toda una gama de posibilidades de rearme, reclutamiento y disidencia. Aún hay dudas sustanciales acerca del compromiso de los militares con el proceso de paz, y si están dispuestos a dar los pasos necesarios para poner fin al conflicto. La violencia política ha disminuido desde el auge de los paramilitares, pero podría brotar de nuevo. Las FARC no han olvidado los miles de asesinatos que diezmaron la Unión Patriótica (UP), un partido que establecieron en el marco de las negociaciones de paz de los años 80. Tras décadas de un conflicto que se ha cobrado cada vez más víctimas civiles, y esfuerzos de negociación que culminaron en amargos fracasos, las partes están avanzando a tientas en un marco de profunda desconfianza mutua y fuerte oposición política.

No existe una solución perfecta a corto plazo para ninguno de estos problemas. Pero el punto de partida no está mal en absoluto. Colombia cuenta con tres décadas de experiencia en materia de reintegración de grupos armados ilegales, y dispone de mayores recursos económicos y humanos que la mayoría de los países que están saliendo de un conflicto. Las estructuras de mando y control de las FARC se encuentran en buen estado, y los líderes guerrilleros tienen mucho interés en que la transición sea exitosa. La agenda de La Habana, que además del “fin del conflicto” incluye el desarrollo rural, la reintegración política, la justicia transicional y la lucha contra las drogas ilícitas es, al menos en teoría, lo suficientemente amplia como para integrar la transición de las FARC en una estrategia de consolidación de la paz a largo plazo centrada especialmente en los territorios más afectados. Por último, y muy al contrario de la desmovilización paramilitar, tanto América Latina como la comunidad internacional en general apoyan firmemente el proceso.

 Los negociadores deben acordar una oferta de reintegración que permita a las FARC cerrar filas en torno a un proceso de transición plagado de incertidumbre y ambigüedad. Dada su arraigada desconfianza del Estado, probablemente la mejor manera de lograr esto sea otorgar a las FARC un papel en la reintegración, aprovechando su cohesión. Esto minimizaría los riesgos de que la transición genere divisiones dentro de las FARC. Pero las partes también deben ser conscientes de las desventajas de esta solución, y manejarlas cuidadosamente. Para lograr que un modelo de reintegración colectiva resulte digerible para una sociedad poco dispuesta a ser generosa con las FARC, y escéptica acerca de sus verdaderas intenciones, los negociadores deberían acordar medidas contundentes de rendición de cuentas, supervisión y transparencia. También deben promover medidas de justicia transicional a nivel local para evitar que se agudicen las tensiones en las comunidades tras la llegada de los combatientes de las FARC.

Una oferta de reintegración a largo plazo probablemente facilitaría la tensa negociación de las condiciones bajo las cuales las FARC están dispuestas a abandonar el conflicto en las etapas iniciales de la transición. Es necesario que el cese al fuego bilateral entre en vigor inmediatamente después de la firma del acuerdo definitivo. Esto exigirá que comience la desescalada militar mucho antes, pero solo será posible sostener un cese al fuego formal una vez que se hayan acantonado las fuerzas de las FARC. Cuando el acuerdo haya sido ratificado, se debería comenzar a implementar las medidas para la “dejación de las armas” (o desarme). Estos son pasos arriesgados e irreversibles, y convencer a la guerrilla de tomarlos será aún más difícil ante la negativa del gobierno a negociar cambios más amplios en las fuerzas de seguridad. Pero el interés común en la estabilidad del post-conflicto debería proporcionar suficiente espacio para llegar a una solución viable. Además de garantías de seguridad y medidas interinas para estabilizar los territorios con presencia de las FARC, se deberían producir rápidos avances en la implementación de elementos claves del acuerdo de paz y el establecer un mecanismo de seguimiento conjunto para garantizar que se cumpla con los acuerdos una vez que haya concluido el desarme.  

La implementación de los acuerdos alcanzados entre el gobierno y las FARC será en gran medida responsabilidad de ambos actores. Pero en el entorno intensamente polarizado de Colombia, los actores internacionales tendrán un papel fundamental. Se debería invitar a una misión internacional liderada por civiles a supervisar y verificar el cese al fuego y el proceso de desarme. Para que este tipo de supervisión tenga éxito, la misión deberá tener suficiente autonomía de las partes, además de capacidad técnica y política para lidiar con los contratiempos y disputas previsibles. Más allá de esto, los actores internacionales deberían estar preparados para apoyar el proceso ofreciendo garantías de implementación de alto nivel, apoyo político a reformas polémicas, incluidas reformas del sector seguridad, y un compromiso de financiamiento a largo plazo.

Ninguno de los elementos necesarios para lograr la estabilidad en el periodo inmediatamente posterior al conflicto es enteramente nuevo en el contexto colombiano, pero en su conjunto romperán el molde de los anteriores programas de desarme y reintegración. Los negociadores deberán mostrar flexibilidad y tenacidad, y el gobierno deberá renovar sus esfuerzos por impulsar la apropiación social del proceso de paz, en particular en zonas de conflicto. Las anteriores transiciones se tambalearon debido a los altos niveles de violencia, la indiferencia pública, y la tímida participación internacional. Esta vez se necesita una respuesta más rápida y audaz para encauzar a Colombia irreversiblemente hacia la paz.

Executive Summary

As a final peace accord with the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) nears, negotiators face an elaborate juggling act if they are to lay out a sustainable path for guerrilla fighters to disarm and reintegrate into civilian life. A viable transition architecture not only needs to be credible in the eyes of FARC but must also reassure a society that remains deeply unconvinced of the group’s willingness to lay down its arms, cut its links with organised crime and play by the rules of democracy. The failure of disarmament and reintegration would at best delay the implementation of reforms already agreed at the Havana talks since 2012. At worst, it could plunge the entire agreement into a downward spiral of renewed violence and eroding political support. Strong internal and external guarantees are needed to carry the process through a probably tumultuous and volatile period ahead.

There is a lot that can go wrong. Most of the 7,000 or so combatants, and three times that number in support networks, are concentrated in peripheral zones with little civilian state presence and infrastructure. Some guerrilla fronts are involved in the drug economy and illegal mining. In most regions FARC operates in proximity to the National Liberation Army (ELN), Colombia’s second guerrilla group, or other illegal armed groups, exposing its members to security threats and an array of options for rearmament, recruitment and defiance. Major doubts linger about the military’s commitment to the peace process, and its readiness to take the steps necessary to end the conflict. Political violence has subsided from the paramilitary heyday but could grow again, and FARC has not forgotten the thousands of killings that decimated the Patriotic Union (UP), a party it created as part of peace talks in the 1980s. And after decades of conflict with a rising civilian toll and negotiation efforts that ended in bitter failure, the parties are feeling their way forward amid deep mutual distrust and strong political opposition.

None of these problems has a perfect short-term fix. But the starting position is not all bad. Colombia can tap into three decades of experience in reintegrating members of illegal armed groups and it has more financial and human resources than most post-conflict countries. FARC’s command and control structures are in decent shape and guerrilla leaders have a strong interest in a successful transition. The Havana agenda, which alongside the “end of the conflict” includes rural development, political reintegration, transitional justice and the fight against illicit drugs, is, at least on paper, broad enough to embed the reintegration of FARC into a long-term peacebuilding strategy, particularly focused on the most affected territories. Finally, in sharp contrast to the paramilitary demobilisation, the region and the wider international community are strongly supportive.

Negotiators need to agree on a reintegration offer that allows FARC to close ranks behind a transition process riddled with uncertainty and ambiguity. Given its deep-seated distrust toward the state, the best way to achieve this is, probably, to give FARC a stake in reintegration, capitalising on its cohesion. This would minimise the risk that FARC could split over the transition. But the parties must also be aware of and carefully manage the drawbacks to such a solution. To make a collective reintegration model palatable to a society disinclined to be generous to FARC and sceptical of its true intentions, negotiators should agree on strong measures of accountability, oversight and transparency. They also need to promote local transitional justice to avoid an intensification of communal tensions following the arrival of FARC combatants.

Such a long-term reintegration offer would probably facilitate the fraught negotiations over the conditions under which FARC is willing to abandon the conflict early on in the transition. A bilateral ceasefire needs to go into effect immediately after a final accord has been signed. This will require military de-escalation well ahead of that, but a formal ceasefire will only be sustainable once FARC’s forces have been concentrated in assembly zones. After the agreement has been ratified, measures for “leaving weapons behind” (or disarmament) should begin. These are irreversible, risky steps, and convincing the guerrillas to take the plunge will not be made easier by the government’s refusal to negotiate broader changes to the security forces. But the shared interest in a stable post-conflict period should provide sufficient space to hammer out a workable solution. Alongside security safeguards and interim measures to stabilise territories with FARC presence, this should include early progress in implementing key elements of the peace agreement and the establishment of a joint follow-up committee to ensure that the accords will be honoured after disarmament has been completed.

Implementing the agreements will largely be the responsibility of the government and FARC. But in Colombia’s sharply polarised environment, international actors will have to play a crucial role. An international, civilian-led mission should be invited to monitor and verify the ceasefire and disarmament. For such monitoring to be successful, the mission needs to have the necessary autonomy from the parties and the technical as well as the political capacity to deal with the predictable setbacks and disputes. Beyond that, international actors should remain engaged by providing high-level implementation guarantees, political support for contentious reforms, including of the security sector, and long-term financial commitment.

None of the elements needed to stabilise the immediate post-conflict period is entirely new in the Colombian context, but jointly they will break the mould of previous disarmament and reintegration programs. Flexibility and determination from the negotiators will be needed, alongside renewed government efforts to boost social ownership of the peace process, in particular in conflict regions. Previous transitions have faltered over high levels of violence, public indifference and timid international involvement. A bolder and faster response is needed this time to set Colombia on an irreversible path toward peace.

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