Report / Latin America & Caribbean 4 minutes

Desmantelar los Grupos Armados Ilegales en Colombia: lecciones de un sometimiento

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Resumen ejecutivo

El sometimiento del Ejército Revolucionario Popular Antiterrorista de Colombia (ERPAC) en diciembre de 2011 corre el riesgo de pasar a la historia como un fracaso. Solo participó una parte del grupo en el proceso, y además es posible que los líderes sean condenados a penas de prisión cortas y que las estructuras criminales y de corrupción subyacentes permanezcan intactas. El impacto en las dinámicas del conflicto en los Llanos Orientales, bastión del grupo, ha sido limitado. Igualmente preocupante es la falta de transparencia y de observación internacional, hechos que han minado la credibilidad del proceso y han dejado la impresión de que un grupo armado ilegal ha engañado nuevamente a las instituciones estatales en detrimento del público y, en particular, de las víctimas. Las autoridades deben sacar las conclusiones correctas de este proceso. De lo contrario, la falta de instrumentos apropiados para responder a sometimientos colectivos seguirá obstaculizando los esfuerzos para combatir grupos como el ERPAC, los cuales se han convertido en uno de los principales desafíos para la seguridad del país.

El sometimiento de 272 miembros, poco más de un tercio de la fuerza armada total del ERPAC, representa la primera vez que un Nuevo Grupo Armado Ilegal (NGAI), con raíces en los paramilitares desmovilizados, decide renunciar a sus armas. Desde que la policía asesinó a su fundador, alias “Cuchillo”, en diciembre de 2010, la presión externa para el sometimiento del grupo había estado creciendo, así como las demandas al interior del mismo. El antiguo líder paramilitar había llevado al ERPAC a convertirse en el grupo armado ilegal dominante en partes de los departamentos del Meta, Guaviare y Vichada, jugando un rol clave en el tráfico de drogas y en actividades relacionadas con el crimen organizado. Sin embargo, dados sus vínculos sustanciales con la elite política local y regional, al igual que con algunos miembros de la fuerza pública, el ERPAC era más que una organización criminal común. Ejerció un fuerte control social en las regiones en las que hacía presencia a través de asesinatos selectivos de líderes comunitarios, entre otros, y fue responsable de desplazamientos forzados, reclutamientos de niños y violencia sexual.

Los miembros del ERPAC actualmente enfrentan procesos penales ante tribunales ordinarios y podrían reclamar los beneficios proporcionados por el sistema de justicia criminal, como la reducción de penas a cambio de la aceptación de los cargos. Sin embargo, no son elegibles para recibir los beneficios del programa gubernamental de Desmovilización, Desarme y Reintegración (DDR). Esto se debe a que el gobierno considera que los grupos como el ERPAC son bandas criminales (o BACRIM) y, por tanto, no son parte del conflicto armado interno. Por la misma razón, los miembros de los NGAI tampoco pueden ser considerados bajo algún procedimiento de justicia transicional, como la Ley de Justicia y Paz (LJP) de 2005.

Una extensión generalizada de los mecanismos de DDR y de justicia transicional hacia los NGAI no tendría justificación, pero la aplicación exclusiva del derecho penal ordinario tampoco está exenta de problemas. Primero, la ley penal ordinaria deja a las víctimas sin los beneficios y las garantías legales que se extienden a las víctimas de las guerrillas y de los paramilitares; sin embargo, es posible que un fallo de la Corte Constitucional conocido en marzo de 2012 permita que algunas de las víctimas de los NGAI sean cubiertas por la Ley de Víctimas de 2011. Segundo, deja a los excombatientes sin una perspectiva clara sobre la reintegración civil, aumentando así el riesgo de rearme. Los crímenes graves cometidos por los NGAI deben ser completamente investigados y juzgados, pero también es necesaria una aproximación más amplia al desmantelamiento de estos grupos en aquellos casos en los que hay una relación suficiente con el conflicto armado.

De forma contraria a lo esperado por el gobierno, el proceso del ERPAC reveló los límites de la estrategia de sometimiento, en lugar de reivindicarla. La Fiscalía General de la Nación, casi no tuvo más opción que liberar a la mayoría de los combatientes de forma casi inmediata, ya que al inicio sólo se emitieron órdenes de captura contra diecinueve líderes. Esto obligó a los fiscales y a la policía a recapturar a los miembros del ERPAC uno por uno, una tarea ardua y aún incompleta. Hubo indignación pública, lo cual fue comprensible. Sin embargo, lo más perjudicial es que el proceso probablemente fracasará en el intento por castigar a los responsables de crímenes graves, en lograr un impacto estructural en los negocios del ERPAC y en desarticular sus vínculos con políticos y miembros de la fuerza pública. Por otro lado, no se habría aprovechado suficientemente la información proveniente de los miembros rasos sobre las operaciones del ERPAC. En consecuencia, los líderes no se enfrentan a una amenaza creíble de cargos criminales serios y, por tanto, tienen poco incentivo para colaborar de forma seria con el sistema judicial.

Pero el problema trasciende dichas deficiencias. La tajante distinción conceptual del gobierno entre las partes del conflicto y los grupos criminales organizados, sobre la cual se construyó la lógica del sometimiento, no refleja adecuadamente las complejidades existentes en el terreno. Los grupos como ERPAC no son una réplica exacta de los paramilitares, pero no pueden ni deben considerarse de forma aislada al contexto más amplio del conflicto armado interno. Esto significa que desmantelar los NGAI supone más que la investigación y el castigo de los crímenes individualmente considerados. También implica el desmantelamiento de redes corruptas, garantizar los derechos de las víctimas y evitar el rearme. Debido a sus actuales debilidades, la reconciliación de intereses tan dispares sobrepasa la capacidad del sistema judicial. La administración de Santos entregó el proceso, de forma deliberada, a la Fiscalía, pero las deficiencias reveladas en la experiencia  del ERPAC solo han resaltado la necesidad de una política de sometimiento explícita, que vaya más allá del procesamiento judicial individual y donde el gobierno asuma un liderazgo activo.

Después de que la administración de Uribe minimizara la amenaza de los NGAI, el Presidente Santos ha asumido una postura más fuerte, aunque los resultados son todavía limitados. Combatir a los NGAI es un desafío complejo que involucra a múltiples agencias gubernamentales y a varias políticas. Pero sin una política de sometimiento explícita, la estrategia del gobierno contra los NGAI continuará quedándose corta. Dichas políticas podrían también traer beneficios más allá de sometimientos futuros de los NGAI. Un enfoque más integral y creíble para el enfrentamiento de los NGAI puede constituir una parte crucial de las garantías necesarias para posibles conversaciones de paz con las guerrillas, para las cuales el gobierno está lentamente preparando el terreno.

Bogotá/Bruselas, 8 de Junio de 2012

Executive Summary

The surrender of the Popular Revolutionary Anti-Terrorist Army of Colombia (ERPAC) in December 2011 risks going down as a failure. Only a fraction of the group took part; leaders may be getting away with short prison sentences; and the underlying criminal and corrupt structures will likely remain untouched. The impact on conflict dynamics in the group’s eastern-plains stronghold has been limited. As worrying, the lack of transparency, including of international oversight, has damaged the credibility of the process, leaving the impression that an illegal armed group has again outwitted state institutions to the detriment of the public and particularly of the victims. The authorities need to draw the right conclusions from the process. Otherwise, the lack of appropriate instruments to manage collective surrenders will continue to hamper efforts to combat groups such as ERPAC that have grown into one of the country’s top security challenges.

The surrender of 272 members – slightly more than a third of ERPAC’s total armed strength – was the first time a New Illegal Armed Group (NIAG) with roots in the demobilised paramilitaries had chosen to give up its weapons. Pressure to surrender had been building, externally and within the group, since police killed its founder, alias “Cuchillo”, in December 2010. The former mid-level paramilitary leader had made ERPAC the dominant illegal armed force in parts of Meta, Guaviare and Vichada departments, with a key role in drug trafficking and other organised criminal activities. But with substantial links to the regional and local political elite as well as to parts of the security forces, ERPAC was always more than an ordinary criminal outfit. It exercised strict social control in its strongholds, including through targeted killing of community leaders, and was responsible for displacements, child recruitment and sexual violence.

ERPAC members currently face criminal proceedings before ordinary courts. They may seek benefits provided for by the criminal justice system such as the reduction of sentences in return for accepting charges. But they are not eligible for the benefits of the government’s demobilisation, disarmament and reintegration (DDR) program. This is because the government considers groups such as ERPAC criminal organisations (BACRIMs in the Spanish acronym) and not part of the internal armed conflict. For the same reason, NIAG members are also not eligible for consideration under transitional justice measures such as the 2005 Justice and Peace Law (JPL).

A wholesale extension of DDR and transitional justice mechanisms to NIAGs would be unwarranted, but the exclusive reliance on the ordinary criminal law to try their members has its downsides. First, it leaves victims without legal guarantees and benefits extended to the victims of the guerrillas and the paramilitaries; a March 2012 Constitutional Court ruling might, however, open the door for some NIAG victims to be covered by the new 2011 Victims Law. Secondly, it leaves former fighters without a clear perspective of civilian reintegration, thus increasing risks they will take up arms again. Serious crimes committed by NIAGs need to be fully investigated and prosecuted, but a more expansive approach to dismantling these groups is also required where there is a sufficient link to the armed conflict.

Contrary to government hopes, the ERPAC process revealed the limits of its surrender strategy, rather than vindicating it. The attorney general’s office had little choice but to free most of the fighters almost immediately, as only nineteen leaders were originally subjects of an arrest warrant. This obliged prosecutors and the police to recapture ERPAC members one by one, an onerous, still incomplete task. The public outrage was understandable, but more damaging is that the process will likely fail both to punish those responsible for serious crimes and to have a structural impact on ERPAC’s business activities as well as its corrupt links with politicians and security forces. Potential information from rank-and-file members on ERPAC operations appears not to have been fully exploited. Leaders do not face a credible threat of serious criminal charges and thus have little incentive to collaborate seriously with the judicial system.

But the problem goes further. The government’s sharp conceptual distinction between parts of the conflict and organised crime groups – upon which the logic of the surrender was built – poorly reflects on-the-ground complexities. Groups such as ERPAC do not fully replicate the paramilitaries, but they cannot and should not be considered in isolation from the broader context of the internal armed conflict. This means that dismantling the NIAGs involves more than investigating and punishing individual criminals. It also requires dismantling corrupt networks, guaranteeing victims’ rights and preventing rearmament. Given its current weakness, reconciling such disparate interests overburdens the judicial system. The Santos administration deliberately left the field to the attorney general’s office, but the shortcomings revealed in the ERPAC experience have highlighted the need for an explicit surrender policy that goes beyond individual criminal prosecution and has active government leadership.

After the Uribe administration long downplayed the NIAG threat, President Santos has taken a stronger stand, though results have remained elusive. Combating NIAGs is a complex challenge, involving multiple government agencies and cutting across several policies. But without an explicit surrender policy, the government’s anti-NIAG strategy will continue to fall short. Such a policy could also have benefits beyond future exercises with NIAGs. A more credible and encompassing approach to tackling NIAGs might become a crucial part of guarantees for the new peace talks with the guerrillas that the government is slowly preparing the ground for.

Bogotá/Brussels, 8 June 2012

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