¿Durará el acuerdo de paz de Colombia?
¿Durará el acuerdo de paz de Colombia?
Crimes against the Climate: Violence and Deforestation in the Amazon
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Op-Ed / Latin America & Caribbean 4 minutes

¿Durará el acuerdo de paz de Colombia?

Los últimos momentos de la guerra más larga en Latinoamérica tal vez sean recordados como una carrera hacia la línea de meta.

Negociadores del gobierno colombiano y la fuerza guerrillera más grande del país pasaron casi cuatro años trabajando fatigosamente para hallar un punto medio en el abismo ideológico que los separa, sólo para que el clímax se diera en una juerga cubana llena de cafeína por seis días.

Las fotos muestran a altos funcionarios y comandantes insurgentes departiendo atentos, acomodados en sillas y apiñados alrededor de pantallas táctiles mientras componían las palabras finales para terminar su contienda de 52 años.

“Hoy le entregamos al pueblo colombiano el poder transformador que hemos construido en más de medio siglo de rebelión”, expresó Iván Márquez, el principal negociador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), al unirse al anuncio el 24 de agosto de un acuerdo de paz final para terminar con la revuelta guerrillera. La noticia histórica se transmitió en todas las estaciones televisivas y radiofónicas del país.

La travesía hecha por Márquez y sus camaradas —desde los ataques mordaces al capitalismo global que marcaron el comienzo de las negociaciones en 2012 hasta los destellos conciliadores hacia un futuro democrático— es increíble.

No ha sido un camino sencillo. Las FARC mostraron su concesión más grande a las duras realidades legales el año pasado cuando aceptaron que sus miembros fueran enjuiciados por crímenes de guerra, y si no se los encarcelaba, por lo menos “se les privara de la libertad”. Pasaron casi dos años en discusiones contenciosas para finalmente llegar a ese avance.

El anuncio del acuerdo de paz ha provocado euforia y altas expectativas en muchas personas. Pero ni la sociedad colombiana en general ni las bases de la guerrilla —alrededor de 15,000 en total, incluidos combatientes armados y milicias urbanas— han avanzado tan lejos en la moderación como les gustaría a sus líderes elegidos o nombrados.

Detrás de las puertas cerradas de La Habana, el acuerdo germinó lentamente bajo la guía de diplomáticos cubanos y noruegos, y del pragmatismo de negociadores altamente educados en ambos bandos: el comisionado de paz del gobierno, Sergio Jaramillo, quien estudió filosofía y filología en las universidades de Oxford y Cambridge, y Márquez, quien se especializó en leyes en la ex Unión Soviética.

Sin embargo, de vuelta en Colombia, el público sigue estando mal educado sobre los contenidos del acuerdo de paz, y a menudo está mal informado de sus muchos detalles fastidiosos. (El acuerdo final tiene 297 páginas.)

La mayoría de la población urbana conserva recuerdos vívidos de los secuestros, el cultivo de coca y los ataques con bombas de las FARC, y de las burlas que hizo de procesos de paz previos, cuando se le concedió la libertad de deambular por 42,000 kilómetros cuadrados de tierras, pero mostró nulo interés en llegar a algún compromiso.

El principal ídolo político de Colombia sigue siendo Álvaro Uribe, el presidente que entabló una guerra frontal y apoyada por EE UU contra las FARC, y quien ahora encabeza la carga contra el acuerdo de paz.

Está programado un plebiscito sobre el acuerdo de paz para el 2 de octubre, y Uribe trata de convertirlo en un referendo de la actuación del gobierno en general. El Presidente Juan Manuel Santos ha visto languidecer sus índices en áreas como el crimen y la política económica. Mientras tanto, Uribe explota el malestar público al disparar ráfagas de verdades a medias e insinuaciones anticomunistas desde su hiperactiva cuenta de Twitter. Algunas encuestas de opinión pública muestran que el acuerdo podría ser derrotado en las urnas.

El ex presidente insiste en que la paz debería ser posible en términos que se asemejen a un rendimiento de las FARC. Uribe ha criticado el acuerdo en términos mordaces como el que está basado en el “chavismo” —el programa de izquierda del difunto presidente venezolano Hugo Chávez— que “permite a los narcoterroristas ser elegidos” y les da a las guerrillas “impunidad total”.

Pero quienes conocen a las FARC entienden que el rechazo público al acuerdo posiblemente sólo recibiría un encogimiento de hombros, y tal vez retomar la vida en sus complejos selváticos. El historiador británico Malcolm Deas ha captado la ironía perfectamente: “Uribe ofrece la paz que los colombianos quieren y no pueden tener. Santos ofrece la paz que no quieren pero podrían tener”.

Si el acuerdo resulta victorioso en el plebiscito, surge una serie de amenazas más bien diferente. El acuerdo con las FARC determina que los combatientes deben reunirse en 28 acantonamientos por seis meses, donde ellos entregarán sus armas y aprenderán el arte de vivir como civiles.

No les gustará a todos los combatientes. Una facción de un frente guerrillero en las profundidades de la Amazonia colombiana ya ha roto filas, al parecer a causa de los intereses en el comercio transfronterizo de cocaína.

Otros podrían seguirles, o unirse a los varios grupos criminales, o posiblemente pasarse al Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra fuerza guerrillera de Colombia, el cual se mantiene listo para combatir y es más fuerte a lo largo de la frontera con Venezuela.

Algunos combatientes podrían decidir que los reclamos políticos que los llevaron a la guerra —como las desigualdades crasas en tierras e ingresos en Colombia, o sus tradiciones de violencia feudal y paramilitar— se mantienen sin variaciones. Casi la mitad de la población rural vive en pobreza, mientras que 40 por ciento de la tierra está en granjas de más de 500 hectáreas.

Para lidiar con estas divisiones, una misión de la ONU estará disponible en el corto plazo para supervisar el proceso de desarme. Pero la prevención de los asesinatos concretos de ex guerrilleros y la promesa de un futuro decente al imperio de la ley para los ex combatientes dependerán del compromiso sostenido de todas las autoridades colombianas.

El estado colombiano ahora tiene una gran oportunidad de demostrarles a comunidades rurales periféricas y a ex combatientes que no es sólo un proveedor de violencia y negligencia.

Con el plebiscito, el desarme y la iniciación de un nuevo desarrollo rural, los próximos seis meses son cruciales para que el histórico acuerdo de paz en verdad le dé forma al futuro. Los eventos en el terreno en Colombia determinarán si el cónclave de La Habana fue sólo un final de fotografía o el inicio de reformas a largo plazo.

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