Briefing / Latin America & Caribbean 4 minutes

En la cuerda floja: la fase final de las conversaciones de paz en Colombia

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Resumen

Las negociaciones de paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) entran en su etapa más difícil en un estado tanto de fragilidad como de fortaleza. La primera cualidad se puso de manifiesto el 22 de mayo, cuando el colapso del cese al fuego unilateral que mantuvo la guerrilla durante cinco meses desencadenó la peor escalada de violencia de los últimos años. La segunda quedó demostrada dos semanas más tarde, cuando los negociadores pusieron fin a un año de sequía sin grandes avances acordando el establecimiento de una comisión de la verdad. También parecían estar más cerca de llegar a un acuerdo adicional sobre reparaciones. Sin embargo, a pesar de estos avances, las negociaciones transitan en una cuerda floja. Para llevarlas a buen puerto, las partes deben retomar un camino eficaz de desescalamiento de la violencia, en la perspectiva de un cese al fuego bilateral definitivo, que debería ocurrir solo una vez que estén suficientemente consolidadas las negociaciones sobre temas fundamentales de justicia transicional. Este enfoque gradual es la mejor apuesta para evitar que el proceso se enrede en la violencia, el deterioro del apoyo público y las profundas divisiones políticas.

Aunque ninguna de las dos partes se plantea actualmente abandonar las negociaciones, el entorno más amplio entraña riesgos. La violencia persistente genera nuevas emergencias humanitarias, alienta a los saboteadores y fortalece a los sectores más radicales. Con el creciente desgaste de la paciencia política, solo haría falta una chispa para suspender el proceso o desencadenar su ruptura. E incluso si se llegara a un acuerdo sobre reparaciones en breve, los negociadores aún se enfrentan a numerosos asuntos sumamente polémicos y conexos entre sí. Estos incluyen la responsabilidad judicial por los graves crímenes cometidos por ambas partes, el cese al fuego bilateral y la ratificación del acuerdo final. Las disputadas elecciones locales de octubre podrían debilitar aún más el centro político sobre el que tarde o temprano deberá asentarse cualquier acuerdo de paz duradero.

Maniobrar las negociaciones para sortear estos peligros desafía las soluciones fáciles. Las demandas por acelerar las negociaciones o imponer una fecha límite han ido en aumento. Lo cierto es que es no posible seguir como si no hubiera pasado nada. Las partes deberían considerar formas de avanzar más enérgicamente, entre otras dividir las actuales discusiones sobre víctimas y justicia transicional en acuerdos parciales de menor envergadura, adoptar un cronograma más ajustado, e involucrar más a los actores internacionales. Pero la aceleración como un fin en sí mismo conlleva riesgos. Precipitar un acuerdo podría satisfacer las demandas políticas, pero el acuerdo resultante bien podría resultar imposible de implementar y sería de eficacia limitada. De hecho, el ritmo pausado de las negociaciones simplemente refleja problemas más profundos, entre ellos las tensiones internas en ambos lados y un entorno político adverso. Las partes ya están corriendo contra el reloj para ratificar y comenzar a implementar los acuerdos finales antes de que finalice el mandato del presidente Santos en 2018, por lo que una fecha límite no sumaría mucho y podría conducir al proceso a un limbo si las negociaciones no logran cumplir el plazo establecido.

La escalada de violencia además ha intensificado los llamados a un cese al fuego bilateral inmediato. Esto eliminaría las amenazas que conllevan las persistentes hostilidades, pero aún no ha llegado el momento para ello. No hay acuerdo aún entre las partes sobre lo que significaría en la práctica un cese al fuego, y como demuestra claramente la ruptura de la tregua unilateral de las FARC, el cese definitivo de las hostilidades no será viable si los mecanismos y protocolos necesarios para sostenerlo no son plenamente aceptados por los líderes de ambos lados. E incluso si las partes pudieran acordarlos rápidamente, hay pocos indicios de que el acuerdo pueda ser implementado rápidamente. Lo más probable es que ni el gobierno ni las FARC estén en condiciones de aceptar los costos de un fin definitivo de las hostilidades mientras aún se estén discutiendo cuestiones fundamentales. Por lo tanto, un cese al fuego bilateral solo será un objetivo realista una vez que se haya alcanzado un acuerdo sobre el marco de justicia transicional.

El primer paso para superar las dificultades actuales debería ser más modesto. Las partes deben frenar urgentemente la escalada de hostilidades, empezando por ejercer el máximo autocontrol en el campo de batalla, entre otras cosas respetando estrictamente el derecho internacional humanitario. Esto debería ir acompañado de un nuevo impulso bilateral de desescalamiento, que incluya ampliar el actual programa de desminado y explorar las posibilidades de reducir las hostilidades de forma discreta y recíproca. Un desescalamiento conjunto crearía el espacio que requieren los negociadores y fomentaría la confianza mutua necesaria para sostener un eventual acuerdo de paz. Al mismo tiempo, las partes deberían acelerar las discusiones técnicas en La Habana sobre el “fin del conflicto”, a fin de elaborar una propuesta para la implementación de un cese al fuego bilateral inicial tras un acuerdo de justicia transicional. Este cese al fuego deberá incluir algún tipo de concentración regional de las FARC y monitoreo internacional; el acantonamiento pleno y la “dejación de armas”, o desarme, deberían seguir a la ratificación de los acuerdos finales. 

Un cese al fuego inicial pero no inmediato, de estas características, aceleraría el proceso y permitiría a las partes iniciar la implementación de algunos de los temas de la agenda; otros podrían integrarse al proceso político más amplio, incluida la comisión de la verdad. Un cese de fuego también ayudaría a profundizar el arraigo político del proceso. El gobierno tiene mucho margen para enviar mensajes más coherentes, consecuentes y convincentes, y el apoyo de la comunidad internacional seguirá siendo fundamental frente a la disminución del apoyo nacional.  Pero superar el desinterés, escepticismo e indiferencia generalizados será difícil mientras las hostilidades continúen. Un cese al fuego crearía nuevas posibilidades de ampliar las bases políticas de las negociaciones. En una fase posterior, esto podría incluir la transferencia de las negociaciones, o parte de ellas, de Cuba a Colombia.

En medio de una nueva ola de violencia, y ante la disminución del apoyo político, es fácil olvidar los logros obtenidos. Los negociadores han avanzado considerablemente en lo relativo a las raíces y los principales efectos del conflicto. Los más de tres años de negociaciones confidenciales y públicas también han creado una noción compartida de que la transición es posible. Más que replantear lo que ha funcionado, la vía más prometedora es hacer uso de estos logros y fortalezas.

Bogotá/Brussels, 2 de julio de 2015

I. Overview

The peace talks between the government and the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) enter their toughest stretch both vulnerable and resilient. The former quality was displayed on 22 May, when the collapse of the guerrillas’ five-month old unilateral ceasefire triggered the worst escalation of violence in years. Evidence for the latter came two weeks later, when negotiators ended a year’s drought without major advances by agreeing to establish a truth commission. A separate agreement on reparations also appeared to edge closer. Yet, despite the advances, the talks are on thinner ice than ever. To get them safe to land, the parties must return to an effective de-escalation path, one that moves toward a definitive bilateral ceasefire, once negotiations on the crucial transitional justice issue are sufficiently consolidated. Such gradualism is the best bet to protect the process from unravelling in violence, flagging public support and deep political rifts.

Even if neither side considers abandoning the talks, the broader environment has risks. Ongoing violence causes new humanitarian emergencies, emboldens spoilers and strengthens hardliners. With political patience increasingly thin, it would take only a spark to suspend the process or trigger its break-up. Even anticipating an early reparations agreement, negotiators face highly contentious, interconnected issues, including judicial accountability for serious international crimes committed by both sides, a bilateral ceasefire and final agreement ratification. Sharply-contested local elections in October could further weaken the centre ground upon which a durable peace agreement will need to rest.

Manoeuvring the talks through these perils defies easy fixes. Calls for acceleration or a deadline have grown louder. With business as usual no longer an option, the parties should consider ways to move more vigorously, including by splitting the discussions on victims and transitional justice into smaller, partial agreements, adopting a more compact calendar and involving international partners more closely. But acceleration for its own sake has risks. Hastily hammering out a deal might satisfy political demands, but the resulting accord could easily be impossible to implement and of limited effectiveness. The measured pace reflects real problems, including internal tensions on both sides and an adverse political environment. With the parties already struggling to ratify and start implementing the final agreements before President Santos’ term ends in 2018, a deadline would add little and could throw the process into limbo if missed.

The escalating violence has also intensified calls for an immediate, bilateral ceasefire. This would eliminate the threats ongoing hostilities pose, but the time for it has not yet come. A consensus on what such a ceasefire might look like is still not on the horizon, and, as the breakdown of FARC’s unilateral truce shows, a definitive end of hostilities will not be viable if the mechanisms and protocols to sustain it are not fully accepted by both leaderships. Meanwhile, even if the parties could swiftly agree on these, there are few signs the arrangement could be quickly implemented. Neither the government nor FARC will likely be able to accept the costs of a definitive end of the hostilities while vital concerns are still being negotiated. A bilateral ceasefire will probably only become realistic after there is an agreement on the transitional justice framework.

The first step out of the present difficulty should be more modest. The parties urgently need to halt the escalation of hostilities, starting by showing maximum battlefield restraint, including strict respect for international humanitarian law. This should be accompanied by a new push for bilateral de-escalation, including broadening the demining scheme and exploring the space for discreet, reciprocal hostility reduction. Joint de-escalation would give the negotiators room and foster the mutual trust required to sustain an eventual bilateral ceasefire. Simultaneously, the parties should accelerate technical talks in Havana on the “end of the conflict”, so as to elaborate a proposal for implementing an early bilateral ceasefire after a transitional justice agreement. That ceasefire will need to include both some form of regional concentration of FARC and international monitoring; full cantonment and the “leaving behind of weapons” (disarmament) should follow ratification of the final agreements.

Such an early but not immediate bilateral ceasefire would make it easier to accelerate the process, enabling the parties to save time by starting to implement some agenda issues, while leaving others to the broader political process, including the truth commission. Importantly, it would also help the process put out much deeper political roots. The government has real scope for more consistent, convincing messages, while international community backing will remain vital amid crumbling domestic support. But overcoming widespread disengagement, scepticism and indifference is hard as long as hostilities continue. A ceasefire would create new possibilities to broaden the talks’ political base. At a late stage, this could include moving them, or parts of them, from Cuba to Colombia.

Amid new violence and deflating political support, it is easy to forget what has been achieved. Negotiators have made substantial headway on the conflict’s root causes and main effects. More than three years of confidential and public talks have built a shared sense that the transition is possible. Rather than overhauling what works well, leveraging these gains and strengths is the most promising way forward.

Bogotá /Brussels, 2 July 2015

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