Briefing / Latin America & Caribbean 4 minutes

Mayores retos para Uribe en Colombia

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Panorama General

El presidente Álvaro Uribe fue reelegido por una mayoría abrumadora en mayo de 2006, dos meses después de que los partidos políticos que lo apoyaban obtuvieron notables mayorías en las elecciones para Congreso. Las fuerzas armadas son más fuertes que nunca, y la ayuda de los Estados Unidos parece relativamente segura. Al inicio de su segundo cuatrienio, Uribe parece estar en una posición más sólida para afrontar los problemas de larga data de Colombia: narcotráfico, conflicto interno, falta de seguridad en las zonas rurales y pobreza persistente en el campo, corrupción y desigualdad social. Pero las apariencias pueden ser engañosas. Su coalición de gobierno es inestable y su popularidad es vulnerable a lo que la insurgencia, aún poderosa, decida hacer. Todavía debe definir una estrategia integral de paz y desarrollo para su segundo mandato que aborde estos temas y asigne prioridad a integrar a la Colombia rural en la corriente central política, económica y social de la nación.

Como respuesta a la presión de la opinión pública, Uribe ha expresado su intención de buscar negociaciones de paz con los dos principales grupos insurgentes del país, pero su prioridad sigue siendo la seguridad, un área en la que obtuvo un notorio éxito durante su primer mandato. Según la definió en la “Política de Seguridad Democrática” (PSD) que implementó durante su primer período de gobierno, sigue siendo la razón principal de su popularidad de cerca del 70 por ciento, pero también podría terminar siendo su Talón de Aquiles. Un retorno del conflicto a las ciudades debilitaría tanto su popularidad como su mandato. Ese escenario es realista mientras las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) continúen dominando grandes zonas del territorio rural y los paramilitares, ya sea formalmente desmovilizados o no, sigan controlando estructuras delincuenciales y criminales y recurran a la intimidación y la violencia en las comunidades locales así ya no usen uniforme.

La política de seguridad no ha logrado debilitar a los rebeldes lo suficiente como para forzarlos a sentarse a la mesa de negociación, y aparentemente sigue siendo imposible alcanzar una victoria militar. En parte, esto se debe al hecho de que la política antinarcóticos no ha logrado un impacto sostenible sobre la exportación de cocaína, y por consiguiente no ha afectado el flujo de dinero a los grupos armados. Los ingresos por concepto de droga no sólo financian a las FARC e instan a los grupos paramilitares desmovilizados a organizar nuevos grupos criminales, sino que también corrompen a las fuerzas militares. Una serie de escándalos han enlodado a las fuerzas de seguridad, y la corrupción, el abuso contra los derechos humanos y las irregularidades han menoscabado su credibilidad y su profesionalismo.

Las FARC se han visto forzadas a abandonar su táctica de movimiento de grandes unidades de combate para librar una guerra de guerrillas más tradicional, pero el movimiento guerrillero sigue siendo fuerte. Tanto el gobierno como los insurgentes están demostrando alguna flexibilidad con respecto a un posible intercambio de rehenes por prisioneros, que podría llevar eventualmente a unas negociaciones de paz plenas. Sin embargo, sus prerrequisitos difieren considerablemente. Es más probable que las conversaciones que el gobierno ha venido sosteniendo en Cuba con el más pequeño y débil Ejército de Liberación Nacional (ELN) produzcan antes un verdadero proceso de paz.

La desmovilización de más de 31.600 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ha retirado a muchas unidades armadas ilegales del campo de batalla, pero la Ley de Justicia y Paz (LJP), propuesta por el gobierno de Uribe para instarlos a rendirse, ha sido duramente criticada por grupos de derechos humanos y por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH). La Corte Constitucional dictaminó que algunas secciones contravenían tanto la legislación colombiana como normas legales internacionales, y persisten serias dudas sobre su implementación, la magnitud de las reparaciones para las víctimas y el funcionamiento de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR). Las reglamentaciones propuestas por el gobierno han sido criticadas por ofrecer a los paramilitares beneficios que la Corte había juzgado inaceptables. El éxito con que el fiscal general logre identificar los crímenes, los bienes y las víctimas de las AUC, y el éxito con que la CNRR logre proteger los derechos de las víctimas, determinarán que se empiecen a sanar o no las heridas de más de cuatro decenios de violencia.

Son muchas las preguntas que esperan respuestas en el segundo mandato, entre ellas si el gobierno:

  • asumirá una actitud de mayor apoyo al fallo de la Corte Constitucional sobre la LJP mediante el retiro de las reglamentaciones que chocan con dicho fallo, la financiación de muchos más fiscales y el suministro de otros recursos al fiscal general para implementar la ley, y exigirá que todos los que estén buscando obtener condenas más breves le aporten al Estado pruebas plenas sobre crímenes, bienes y víctimas a cambio de sentencias reducidas;
     
  • responderá vigorosamente a través de los organismos de seguridad contra los grupos paramilitares rearmados y los líderes paramilitares que abandonen las zonas de detención, asignando a su captura la misma prioridad con que se combate a las FARC;
     
  • demostrará flexibilidad en las negociaciones con el ELN y buscará el consejo de los gobiernos observadores;
     
  • redoblará sus esfuerzos para lograr un intercambio de rehenes por prisioneros con las FARC, como primer paso de una estrategia a largo plazo para negociar el fin de la insurgencia; y
     
  • planteará alternativas a la retórica de las FARC y a las dávidas de los narcotraficantes mediante el anuncio y la financiación de una iniciativa de gobernabilidad rural nacional que lleve el Estado de derecho, servicios sociales estatales e inversión económica al campo.

Sin embargo, para equilibrar la seguridad con una agenda social, Uribe tendrá que buscar y destinar recursos sustanciales, adicionales a los fondos provistos por los países donantes, como un aumento en los ingresos por impuestos, quizás repitiendo el “impuesto de guerra” del 1.2 por ciento con que gravó a los colombianos más ricos durante su primer año de gobierno. (Esta vez se podría llamar un “impuesto de paz” y se podría dividir entre gastos de seguridad, inversión rural y la LJP). En el pasado ha tenido que luchar contra un Congreso a menudo recalcitrante, pero sus triunfos electorales y el sistema de partidos reformado derivado de tales éxitos y cambios en el marco legislativo significan que la gente esperará que implemente más iniciativas que las que pudo hacer en su primer mandato. Si no lo logra, la culpa recaerá directamente sobre él.

Bogotá/Bruselas, 20 de octubre de 2006

I. Overview

President Alvaro Uribe was overwhelmingly reelected in May 2006, two months after parties supporting him won large majorities in the Congress. The armed forces are stronger than they have ever been, and U.S. aid appears relatively secure. As he begins his second four-year term, Uribe seems to be in a stronger position to tackle Colombia’s long-standing problems: drug trafficking, the internal conflict, continued lack of security and poverty in rural areas, corruption, and social inequality. But appearances may be deceiving. His governing coalition is fractious, his popularity vulnerable to what a still powerful insurgency chooses to do. He has yet to define a comprehensive second-term strategy for peace and development that addresses these issues and puts a priority on bringing rural Colombia into the political, economic and social mainstream.

In response to public pressure, Uribe has been speaking about his intention to pursue peace negotiations with the country’s two main insurgencies but security, an area in which he achieved much during his first term, remains his top priority. As defined in the “Democratic Security Policy” (DSP) his first administration implemented, it is still the main reason for an approval rating around 70 per cent but it could also prove to be his Achilles Heel. A return of the conflict to the cities would weaken his popularity and mandate. That scenario is realistic as long as the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) dominate large swathes of the countryside and paramilitaries, whether or not formally demobilised, continue to control criminal structures and use intimidation and violence in local communities even if they no longer wear uniforms.

The security policy has failed to weaken the rebels enough to force them to the negotiating table, and a military victory remains apparently unachievable. Part of the reason is the failure of the counter-drug policy to have any sustained impact on cocaine exports and thus on cash flows to the armed groups. Drug revenues not only finance the FARC and entice demobilised paramilitary groups to organise new offshoots, they also corrupt the military. A series of scandals has hit the security forces, and corruption, abuse of human rights and irregularities have undermined their credibility and professionalism.

The FARC has been forced to retreat from large-unit movement to a more traditional guerrilla war but the movement is still strong. Both the government and the insurgents are showing some flexibility about a possible hostages-for-prisoners swap, which could eventually lead to full peace negotiations. However, their preconditions are far apart. Talks that the government has been holding in Cuba with the smaller and weaker National Liberation Army (ELN) are more likely to produce a true peace process sooner.

The demobilisation of more than 31,600 paramilitaries of the United Self-Defence Forces of Colombia (AUC) has removed many illegal armed units from the battlefield but the Justice and Peace Law (JPL), proposed by the Uribe government to entice them into surrendering, has been condemned by human rights groups and the UN High Commissioner for Human Rights (UNHCHR). The Constitutional Court ruled that some sections violated both Colombian basic law and international legal norms, and serious questions remain about its implementation, the scale of reparations to victims and the functioning of the National Commission for Reparation and Reconciliation (NCRR). The government’s proposed regulations are being criticised for offering benefits to the paramilitaries that the Court had ruled unacceptable. How successful the attorney general is in identifying AUC crimes, assets and victims, and the NCRR is in protecting victims’ rights, will determine whether any of the wounds of more than four decades of violence begin to heal.

Many questions await answers in the second term, including whether the government will:

  • take a more supportive attitude toward the Constitutional Court ruling on the JPL by withdrawing regulations that conflict with that decision, fund many more attorneys and provide other resources to the attorney general for implementing the law, and require that all who seek to obtain reduced sentences give full state’s evidence on crimes, assets and victims if they are to obtain reduced sentences;
     
  • respond vigorously through law enforcement and security agencies against rearmed paramilitary groups and paramilitary leaders who leave the detention zones, making their capture a priority equal to fighting the FARC;
     
  • show flexibility in negotiations with the ELN and seek advice from the observer governments;
     
  • rededicate efforts to achieve a hostages-for-prisoners exchange with the FARC as the first step in a long-term strategy to negotiate an end to the insurgency; and
     
  • demonstrate alternatives to FARC rhetoric and drug traffickers’ blandishments by announcing and funding a national rural governance initiative to bring the rule of law, state social services and economic investment to the countryside.

If Uribe is to balance security with a social agenda, however, he will have to find and dedicate substantial resources beyond donor funds, including by increasing tax revenues, perhaps by repeating the 1.2 per cent “war tax” he imposed in his first year in office on the wealthiest Colombians. (This time it might be called a “peace tax” and divided between security expenditures, rural investment and the JPL.) He has struggled in the past with an often recalcitrant Congress, but his electoral triumphs and the reformed party system that has resulted from those successes and changes in the legislative framework mean he will be expected to carry out more of his initiatives than he could in the first term. If he cannot, the blame will fall directly on him.

Bogotá/Brussels, 20 October 2006

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