Report / Latin America & Caribbean 4 minutes

Justicia 
transicional 
y los diálogos 
de paz en 
Colombia

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Resumen ejecutivo

Si el gobierno del Presidente Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) quieren sentar las bases de una paz sostenible a medida que avanzan hacia un desenlace exitoso de los diálogos iniciados a finales de 2012, tienen que concertar un plan claro, creíble y coherente que enfrente los abusos de derechos humanos cometidos por todas las partes. Esta no es tarea fácil. Cualquier acuerdo sostenible deberá ser aceptable no solo para las dos partes. Encontrar un terreno común entre la guerrilla, el gobierno, los críticos de las negociaciones de paz, las víctimas y un público en gran medida desfavorable hacia las FARC es difícil, pero lo será aún más en la cúspide del ciclo electoral de 2014. No obstante, dado que las cortes, el Congreso y los electores desempeñarán un papel importante en la ratificación y aplicación de las medidas de justicia transicional, el interés de ambas partes en una transición estable debería compensar el costo de llegar a un acuerdo que sobrepase sus estrechos intereses. De otra manera, el declive del apoyo popular, la controversia política y los desafíos legales amenazan con socavar tanto la justicia como la paz.

La justicia para las víctimas de todos los actores del conflicto, incluyendo a las víctimas de los agentes del Estado, es un aspecto esencial de cualquier régimen viable de justicia transicional. Aquellos que resulten ser los máximos responsables de los delitos más graves, de cualquiera de los lados, tienen que ser juzgados y se les debe imponer penas apropiadas, que sólo bajo condiciones muy estrictas podrían ser reducidas. Una amnistía puede cubrir solamente los delitos políticos y los crímenes conexos al delito político, pero nunca los crímenes de guerra y los de lesa humanidad. Los miembros de las FARC que estén fuera de la categoría de máximos responsables podrían ser elegibles para un proceso administrativo que, bajo condiciones vinculadas a la reconciliación, garantice penas reducidas o la suspensión de la ejecución de la pena en el caso de que sean condenados por delitos relacionados con el conflicto. Los detalles del modelo de justicia transicional aplicable a agentes del Estado deben ser dejados en manos del Congreso.

Los elementos referidos del modelo de justicia transicional deben ir acompañados por mecanismos de búsqueda y narración de la verdad, sobre todo a través de una comisión de la verdad independiente y de iniciativas locales de memoria. También debe existir un compromiso renovado con la reparación integral y un plan convincente para lograr una mejor gobernabilidad, incluyendo el fortalecimiento institucional y el establecimiento de un proceso creíble de depuración, que ayude a prevenir un retorno a la violencia armada. 

Llegar a un acuerdo sobre un modelo integral de justicia transicional tendrá costos para ambas partes. Las actitudes sobre los crímenes cometidos durante el conflicto han comenzado a cambiar, pero tanto el gobierno como las FARC aún tienen mucho que hacer para reconocer plenamente su respectiva responsabilidad por las múltiples violaciones de los derechos humanos. La agenda de negociación no menciona varios aspectos claves para un acuerdo de justicia transicional adecuado, tales como los mecanismos para establecer la responsabilidad penal individual y la reparación. En medio de una creciente presión para concluir los diálogos antes de que comiencen las campañas electorales presidenciales y legislativas de 2014, ambas partes podrían estar tentadas a conformarse con un acuerdo expedito pero que no cumpla con los estándares nacionales e internacionales de los derechos de las víctimas. Una solución a la que se llegue de manera fácil podría satisfacer los imperativos políticos de corto plazo pero sería un error en el largo plazo. Esto no sólo provocaría problemas legales sino que alentaría a los opositores de los diálogos de paz, quienes fundamentan gran parte de su oposición en el rechazo a la “impunidad” para las FARC.

Ambas partes, por lo tanto, tienen un interés común en lograr un acuerdo perdurable. La mejor manera de generar esa sostenibilidad es la de respetar las obligaciones de Colombia establecidas en múltiples tratados de derechos humanos y de derecho penal internacional. Estos, junto con la legislación y jurisprudencia internas, no son obstáculos para la paz sino la base para un acuerdo en el que todos los sectores sociales, aun los críticos moderados de las negociaciones, podrían sentirse representados y que podría superar el escrutinio judicial. Las partes no deberían desarrollar por sí mismas todos los aspectos de un modelo de justicia transicional, pero sí deberían diseñar las disposiciones que generen seguridad jurídica para los miembros de las FARC, garanticen los derechos de las víctimas y fomenten el apoyo social de modo que se evite el desgaste del régimen de justicia transicional en disputas políticas y legales.

Colombia está en una posición probablemente mejor que la de muchos otros países que emergen de conflictos para fortalecer su proceso de paz con un modelo de justicia transicional integral. Los años de experiencia en el tratamiento de los paramilitares desmovilizados bajo la Ley de Justicia y Paz de 2005 (LJP) han producido una gran cantidad de lecciones acerca de lo que puede funcionar. Se encuentra en curso un programa masivo de reparación para todas las víctimas y se ha avanzado en la búsqueda de la verdad, a pesar del conflicto. Sin embargo, los negociadores y los encargados de las políticas necesitan tomar en serio las limitaciones financieras y administrativas. En particular, deben procurar no repetir el error de establecer un sistema ambicioso en el plano legislativo, pero que en la práctica tendría dificultades para defender los derechos de las víctimas. Como punto de partida, deben admitir que esta es una tarea de largo aliento y establecer a partir de allí la secuencia de las medidas de justicia transicional y su prioridad frente a otras demandas que compiten por los recursos del Estado, incluyendo aquellas que se deriven de la implementación de un acuerdo de paz. La comunidad internacional debe proporcionar apoyo financiero y logístico a las instituciones de justicia transicional tanto nuevas como existentes y debe, de igual manera, cooperar en la implementación de las garantías de no repetición.

Es esencial poner fin al conflicto armado para avanzar hacia una Colombia más pacífica, justa y democrática. Pero no se puede construir un futuro estable sin reconocer el pasado. Por más de cinco décadas, el conflicto ha cobrado la vida de unas 220.000 personas, ha desplazado a más de cinco millones y ha convertido en refugiados a casi 400.000. Se han cometido innumerables crímenes graves, incluyendo masacres, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, secuestros, torturas y violencia sexual o de género. Develar los perpetradores y sus redes, castigar a los máximos responsables de ambas partes, proporcionar reparaciones adecuadas a las víctimas e instaurar un régimen político y social bajo el cual no se repitan tales atrocidades son los pasos necesarios hacia una paz duradera. Completar este proceso tomará probablemente décadas. Lo que el gobierno y las FARC tienen que hacer ahora es acordar la hoja de ruta para una transición larga, pero definitiva, hacia la paz. 

Bogotá/Bruselas, 29 agosto de 2013

Executive Summary

If the Santos administration and the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) are to lay the foundations for lasting peace as they continue to make headway toward successfully concluding talks underway since late 2012, they need to agree on a clear, credible and coherent plan for dealing with human rights abuses committed by all sides. This is not easy. Any sustainable agreement must be acceptable well beyond just the two parties. Finding common ground between the guerrillas, the government, the critics of the peace talks, victims and a public largely unsympathetic to FARC would be difficult at the best of times but will be even harder on the cusp of the 2014 electoral cycle. However, with courts, Congress and voters all having important roles to play in ratifying and implementing transitional justice measures, both parties’ long-term interest in a stable transition should outweigh the costs of agreeing to a deal that goes beyond their own narrow preferences. Otherwise, flagging popular support, political controversy and legal challenges risk undermining both justice and peace.

Justice for victims of all the parties to the conflict, including the victims of state agents, is an essential part of any viable transitional justice regime. Those most responsible for the most serious crimes, from whichever side, need to be prosecuted and appropriate penalties imposed that can be reduced if stringent conditions are met. An amnesty can appropriately cover FARC’s political crimes and offences related to political crimes but can never include war crimes and crimes against humanity. FARC members outside the most responsible category should be eligible for an administrative process that, under conditions linked to reconciliation, guarantees them reduced or suspended sentences if they are convicted of these or other conflict-related crimes outside the amnesty. The details of the transitional justice model for state agents should be left to Congress. 

The above elements of the transitional justice model should be accompanied by truth-seeking and truth-telling, notably via an independent truth commission and grassroots memory initiatives. There must also be a renewed commitment to comprehensive reparation and a convincing plan for better governance, including strengthening institutions and establishing a credible vetting process, to help prevent a return to armed violence. 

Agreeing on such a comprehensive transitional justice model will have costs for both parties. Attitudes towards wrong-doing during the conflict have begun to shift, but the government and FARC each still has much to do to fully acknowledge its respective responsibility for the many human rights violations. The negotiating agenda does not mention several critical aspects of an adequate transitional justice agreement, such as mechanisms for individual criminal accountability and reparation. Amid increasing pressure to conclude the talks before the 2014 presidential and legislative election campaigns begin, both sides may be tempted to settle for an expedient agreement that fails to meet domestic and international standards regarding victims’ rights. An easy-to-reach solution might satisfy short-term political imperatives but would be a long-term mistake. It would not only risk legal challenges but also embolden the opponents of the peace talks, who couch much of their opposition as rejection of “impunity” for FARC. 

Both parties thus have an interest in a survivable deal. The best way to generate sustainability is to respect Colombia’s obligations under multiple human rights and international criminal law treaties. These and the country’s implementing laws and jurisprudence are not obstacles to peace but rather the basis for an agreement in which all social sectors – even moderate critics of the negotiations – could feel represented and that could pass judicial scrutiny. The parties should not attempt to spell out every aspect of a transitional justice model themselves, but they must lay out provisions that create legal certainty for FARC members, ensure victims’ rights and foster the social support that can prevent a transitional justice regime from unravelling in political and legal disputes. 

Perhaps more than most countries emerging from conflict, Colombia is in a position to buttress its peace process with comprehensive transitional justice. Years of experience with demobilised paramilitaries under the 2005 Justice and Peace Law (JPL) have produced a wealth of lessons about what works or not. A mass reparations program for all victims is underway, and truth-seeking has advanced despite the conflict. Negotiators and policymakers still must take financial and administrative constraints seriously, however. They must avoid repeating the mistake of creating a regime that is ambitious in law but would struggle to uphold victims’ rights in practice. Admission of a long-term challenge should be the starting point for sequencing transitional justice measures and prioritising between competing demands on state resources, including those derived from implementing the peace accord. The international community should give financial and logistical support to new and existing transitional justice institutions and help ensure the guarantees of non-repetition are met. 

Ending the armed conflict is essential to move toward a more peaceful, just and democratic Colombia. But a stable future cannot be constructed without acknowledging the past. Over five decades, the conflict has claimed the lives of an estimated 220,000, displaced over five million and made refugees of nearly 400,000. Innumerable serious crimes have been committed, including massacres, extrajudicial executions, enforced disappearances, kidnappings, torture and sexual or gender-based violence. Revealing the perpetrators and networks, punishing those most responsible on both sides, providing adequate reparations to victims and putting in place a political and social regime under which such atrocities will not be repeated are all necessary steps toward lasting peace. The complete process will take decades. What the government and FARC must do now is agree on the roadmap for a long but definite transition to peace. 

Bogotá/Brussels, 29 August 2013

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