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Violencia y política en Venezuela

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Resumen Ejecutivo

Cada media hora una persona es asesinada en Venezuela. La presencia del crimen organizado junto con un número exorbitante de armas de fuego en manos de civiles, la impunidad, la corrupción y la fuerza excesiva por parte de la policía han afianzado la violencia en la sociedad. Aunque tales problemas no comenzaron con el presidente Hugo Chávez, su gobierno tiene que responder por su ambigüedad frente a varios grupos armados; su incapacidad o falta de voluntad para enfrentar la corrupción y la complicidad delictiva en sectores de las fuerzas de seguridad; su política de armar a civiles “en defensa de la revolución”, y por último, pero no menos importante, por la propia retórica incendiaria del Presidente. Medidas positivas como la interacción constructiva con Colombia al igual que algunas reformas limitadas en materia de seguridad no subsanan estas fallas. Si bien la expectativa en torno a las elecciones presidenciales de 2012 podría aplazar la explosión social, el deterioro del estado de salud del Presidente ha incrementado la incertidumbre. En cualquier caso, el grado de polarización y militarización en la sociedad probablemente minará las posibilidades tanto de una continuación no violenta del régimen actual como de una transición pacífica a una era pos-Chávez.

Una parte significativa del problema es heredada de gobiernos anteriores. En 1999, el entonces nuevo presidente Chávez se encontraba ante un país cuyas tasas de homicidios se habían triplicado en menos de dos décadas, y muchas instituciones estaban en proceso de colapsar, erosionadas por la corrupción y la impunidad. Sin embargo, estos problemas se han agravado sustancialmente durante la “Revolución bolivariana”. Actualmente, más de diez personas son asesinadas en las calles de Caracas diariamente, la mayoría a manos de delincuentes individuales, integrantes de bandas o de la misma policía. De igual manera, las tasas de secuestros y robos se han disparado. Al atribuir el problema a las “percepciones sociales de inseguridad” o a causas estructurales que provienen de administraciones anteriores, tal como el alto índice de pobreza, el Gobierno está minimizando la magnitud y el alcance destructivo de la violencia criminal. Acciones específicas como el despliegue masivo de fuerzas de seguridad en operativos altamente visibles, la reforma policial y programas de desarme tendrán un impacto mínimo si no forman parte de una estrategia integral para reducir la delincuencia, poner fin a la impunidad y proteger a la ciudadanía.

La presencia en Venezuela de grupos internacionales del crimen organizado tampoco se trata de algo nuevo. Sin embargo, hay pruebas de que éstos han incrementado su actividad durante la década pasada contribuyendo no sólo al aumento en las tasas de homicidios, secuestros y extorsiones, sino también al fortalecimiento del microtráfico de estupefacientes. Este último factor ha hecho que los barrios pobres y urbanos se tornen más violentos. Venezuela se ha convertido en un corredor principal del narcotráfico en el que diversos grupos, como las guerrillas colombianas, los paramilitares y sus sucesores, se han unido a organizaciones mexicanas y de otros lugares para beneficiarse de la corrupción generalizada y de la complicidad por parte de las fuerzas de seguridad. Estas conductas parecieran ser toleradas por parte de individuos en las esferas más altas del Gobierno.

El Gobierno ha demostrado una ambigüedad particular frente a grupos armados no estatales que simpatizan con su proyecto político. Los “colectivos” urbanos combinan actividades políticas con actividades delictivas, incluyendo acciones armadas contra opositores del Gobierno, operan en gran medida sin restricción y gozan de una amplia impunidad. Las Fuerzas Bolivarianas de Liberación han establecido el control sobre zonas fronterizas con Colombia, mientras que las guerrillas colombianas de las FARC y el ELN han encontrado refugio y apoyo en suelo venezolano durante mucho tiempo. En el contexto de los acercamientos entre los presidentes Chávez y Santos, parece haber cambiado la relación costo-beneficio derivada de la alianza tácita entre las guerrillas colombianas y el Gobierno venezolano. Sin embargo, aún es demasiado temprano para saber si el régimen está dispuesto y es capaz de lograr que los compromisos adquiridos y algunos pasos iniciales se materialicen en acciones eficaces y sostenibles contra tales grupos.

La violencia y la corrupción han sido alimentadas por un proceso continuo de erosión institucional que se ha vuelto particularmente evidente en el sistema de justicia y en las fuerzas de seguridad. Mientras que se disparan los niveles de impunidad, una fuerza policial disfuncional y abusiva ha puesto en peligro la seguridad ciudadana. Las fuerzas armadas, fuertemente politizadas, parecen ser cada vez más parte del problema; además de tener relaciones estrechas con el crimen organizado, son presionadas por el Presidente para comprometerse con la defensa partidaria de su “revolución”. La creación, el suministro de armas y entrenamiento de milicias progubernamentales aumentan aún más el peligro de que las diferencias políticas finalmente se resuelvan por fuera del marco constitucional, a través del uso de la fuerza.

En este entorno político candente, la violencia política se ha mantenido más como una amenaza latente que como una realidad. Sin embargo, a medida que el país se dirige hacia lo que promete ser una contienda presidencial extremadamente reñida, donde habrá mucho en juego para ambos bandos, este equilibrio frágil podría desmoronarse. Además, la incertidumbre provocada por la enfermedad del Presidente ha exacerbado las perspectivas a corto y mediano plazo. Probablemente el mayor peligro surgirá después de las elecciones, independientemente de quién gane, pues los niveles persistentes de violencia tienden a minar o bien la continuidad pacífica del régimen, la entrega del poder a un sucesor o cualquier arreglo transicional. Más aún, la amplia presencia de redes del crimen organizado constituirá una grave amenaza a la estabilidad del país en el mediano y en el largo plazo, cualquiera que sea la orientación política de un futuro gobierno. Para evitar dicha inestabilidad, es necesario que todos los sectores se comprometan con los medios constitucionales y pacíficos de resolución de conflictos y que el gobierno implemente medidas eficaces para desarmar y desmantelar estructuras delictivas, reestablecer el Estado de Derecho y erradicar la corrupción de las instituciones del Estado.

Bogotá/Bruselas, 17 de agosto de 2011

 

Executive Summary

Every half hour, a person is killed in Venezuela. The presence of organised crime combined with an enormous number of firearms in civilian hands and impunity, as well as police corruption and brutality, have entrenched violence in society. While such problems did not begin with President Hugo Chávez, his government has to account for its ambiguity towards various armed groups, its inability or unwillingness to tackle corruption and criminal complicity in parts of the security forces, its policy to arm civilians “in defence of the revolution”, and – last but not least – the president’s own confrontational rhetoric. Positive steps such as constructive engagement with Colombia as well as some limited security reform do not compensate for these failures. While the prospect of presidential elections in 2012 could postpone social explosion, the deterioration of the president’s health has added considerable uncertainty. In any event, the degree of polarisation and militarisation in society is likely to undermine the chances for either a non-violent continuation of the current regime or a peaceful transition to a post-Chávez era.

A significant part of the problem was inherited from previous administrations. In 1999, the incoming President Chávez was faced with a country in which homicide rates had tripled in less than two decades, and many institutions were in the process of collapse, eroded by corruption and impunity. During the “Bolivarian revolution”, however, these problems have become substantially worse. Today, more than ten people are murdered on the streets of Caracas every day – the majority by individual criminals, members of street gangs or the police themselves – while kidnapping and robbery rates are soaring. By attributing the problem to “social perceptions of insecurity”, or structural causes, such as widespread poverty, inherited from past governments, the government is downplaying the magnitude and destructive extent of criminal violence. The massive, but temporary, deployment of security forces in highly visible operations, and even police reform and disarmament programs, will have little impact if they are not part of an integrated strategy to reduce crime, end impunity and protect citizens.

The presence of international organised crime groups is also nothing new, but there is evidence of increased activity during the past decade that in turn has contributed not only to the rise in homicides, kidnappings and extortion rates, but also to a growth in micro drug trafficking, making poor and urban neighbourhoods more violent. Venezuela has become a major drug trafficking corridor, and different groups, including Colombian guerrillas, paramilitaries and their successors, have been joined by mafia gangs from Mexico and elsewhere in benefiting from widespread corruption and complicity on the part of security forces, some of it seemingly tolerated by individuals in the highest spheres of government.

The government has displayed a particular ambiguity toward non-state armed groups that sympathise with its political project. Urban “colectivos” combining political and criminal activities, including armed actions against opposition targets, operate largely unchallenged and with broad impunity. The Bolivarian Liberation Forces have established control over parts of the border with Colombia, while the FARC and ELN guerrillas from the other side have long found shelter and aid on Venezuelan soil. In the context of the rapprochement between Presidents Chávez and Santos, the cost-benefit ratio behind the unacknowledged alliance between Colombian guerrillas and the Venezuelan government appears to have changed. However, it is still too early to be certain whether the government is willing and able to translate positive commitments and some initial promising steps into effective, sustainable action against such groups.

Violence and corruption have been facilitated by a steady process of institutional erosion that has become particularly manifest in the justice system and the security forces. While impunity levels soar, highly dysfunctional and abusive police have endangered citizen security. Heavily politicised, the armed forces are increasingly seen as part of the problem, enmeshed with organised crime and pressed by the president to commit themselves to the partisan defence of his “revolution”. The creation, arming and training of pro-governmental militias further increase the danger that political differences may ultimately be settled outside the constitutional framework, through deadly force.

In this highly charged environment, political violence has so far remained more a latent threat than a reality. However, as the country heads into what promises to be a fiercely contested presidential election, with very high stakes for both sides, this fragile equilibrium may not hold. Moreover, uncertainties provoked by the president’s illness have compounded short- and medium-term prospects. The greatest danger is likely to come after the election, regardless of who wins, since the entrenched levels of violence are prone to undermine either peaceful regime continuity, hand-over to a successor or any transitional arrangement. Moreover, whatever the political complexion of a future government, the extensive presence of organised crime networks is likely to seriously threaten medium- and long-term stability. The necessary actions to avoid that scenario must begin with a commitment by all sides to peaceful constitutional means of conflict resolution and with effective government measures to disarm and dismantle criminal structures, restore the rule of law and root out corruption in state institutions.

Bogotá/Brussels, 17 August 2011

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