La nueva neutralidad de México en la crisis de Venezuela
La nueva neutralidad de México en la crisis de Venezuela
Mexico's President Andres Manuel Lopez Obrador gestures during a news conference at National Palace in Mexico City, Mexico December 26, 2018. REUTERS/Daniel Becerril
Q&A / Latin America & Caribbean 6 minutes

La nueva neutralidad de México en la crisis de Venezuela

Divergiendo de los Estados Unidos y de los demás estados latinoamericanos influyentes, México no ha reconocido la proclamación de Juan Guaidó como presidente de Venezuela y, en cambio, ha abogado por negociaciones para poner fin a la crisis del país. Como lo explica el analista senior de Crisis Group, Falko Ernst, esta posición está arraigada en una nueva doctrina de política exterior mexicana.

¿Cuál es la posición de México sobre la cambiante situación en Venezuela?

México se negó a reconocer a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela, y adoptó una posición neutral con respecto a su lucha por el poder contra el presidente en ejercicio, Nicolás Maduro. Esta postura es única entre las principales potencias de las Américas.

Otros pesos pesados ​​regionales, como Argentina, Brasil, Canadá y Colombia, han seguido el liderazgo de los Estados Unidos al aceptar el anuncio de Guaidó sobre la base de que el presidente en ejercicio, Maduro, ganó la reelección del año pasado de manera fraudulenta. Estos países han hecho eco a las demandas de Guaidó, y de su lenguaje directo, al pedirle al "usurpador" Maduro que renuncie para dar paso a un gobierno de transición liderado por Guaidó, mientras que Venezuela se prepara para unas elecciones libres y justas. Por el contrario, Andrés Manuel López Obrador, quien asumió la presidencia mexicana el 1 de diciembre de 2018, luego de una aplastante victoria electoral en julio pasado, y su secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, dejaron muy claro que “México no participará en el desconocimiento del gobierno de un país con el que mantiene relaciones diplomáticas". López Obrador y Maduro se conocen: el venezolano estuvo en la Ciudad de México para reunirse con su homólogo el día de su posesión.

Con respecto a cómo resolver la crisis venezolana, México ha establecido un punto medio entre las otras grandes potencias del continente quienes insisten en que Maduro se vaya y la posición de Rusia y China, respaldada por Bolivia, Cuba y Nicaragua, de que se quede. México tampoco se ha alineado por completo a la posición adoptada por varias naciones europeas, entre ellas Francia, Alemania, España, los Países Bajos y el Reino Unido, que en conjunto emitieron un ultimátum exigiendo que Maduro convocara elecciones dentro de ocho días o bien reconocerían a Guaidó como presidente interino. En cambio, México ha firmado una declaración conjunta con Uruguay pidiendo una salida negociada a la situación actual para evitar "una escalada de violencia que podría empeorar las cosas". Ambos países han llamado a una conferencia internacional de países y organizaciones multilaterales que tengan una posición neutral con respecto a Venezuela, que se celebraría el 7 de febrero en Montevideo. Por ahora, no está claro qué otros países u organismos de internacionales y de la ONU participarían, mientras que el ministro de Relaciones Exteriores brasileño y otros partidarios nacionales y extranjeros de Guaidó ya han criticado dicha iniciativa. Queda por verse si estos dos países tendrán la oportunidad de actuar como mediadores en una crisis que ha generado fuertes divisiones internacionales y podría llevar a una conmoción mucho mayor en Venezuela, ya sea por un cambio caótico del régimen o por el atrincheramiento de Maduro en el poder.

¿Cuáles son las principales tendencias de la opinión pública mexicana con respecto a Venezuela? ¿Cómo está cambiando la opinión pública a medida que se desarrolla la crisis?

La opinión pública mexicana está fracturada aproximadamente en tres vertientes.

En un extremo del espectro ideológico hay un segmento que considera al gobierno de Maduro como un bastión de resistencia a la ilegítima interferencia de los Estados Unidos en América Latina y que considera que el continuo reconocimiento de Maduro por parte de México es esencial para esta causa.

En el extremo opuesto del espectro, un grupo más grande compuesto por opositores del presidente López Obrador ve la postura de México hacia Venezuela como un signo más de sus afinidades ideológicas con la izquierda autoritaria de América Latina. Esta facción incluye críticos que tienden a representar al presidente como un populista irresponsable de la misma clase que el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, y temen que esté llevando al país hacia un desastre económico, mientras que invade sus instituciones con personas leales a su partido. Estas representaciones constituyeron la columna vertebral de una campaña política, difundida en gran parte en las redes sociales, que buscaba obstaculizar la candidatura de López Obrador a la presidencia. Un esfuerzo similar ahora apunta a desacreditarlo en el cargo. Las imágenes, prominentes en redes sociales, de largas colas en las estaciones de servicio debidas a cierto pánico como resultado de la escasez de gasolina, que fueron provocadas por las acciones del nuevo gobierno en contra del robo de petróleo, han ayudado a alimentar la percepción de una economía que va en la dirección equivocada. Ataques de esta naturaleza son parte de los esfuerzos para desacreditar a la izquierda democrática en América Latina, y se han desplegado desde 2015 en las elecciones en Argentina, Brasil y Colombia, entre otros.

Entre los dos polos se encuentra un tercer grupo considerable pero menos estridente, que incluye muchos analistas destacados, quienes acogen con satisfacción la respuesta cautelosa del gobierno de López Obrador, que contrasta con la asidua oposición del gobierno mexicano anterior al gobierno de Maduro. En esta facción confluyen aquellos que esperan que México pueda surgir como un defensor de una diplomacia matizada entre los antagonismos en la región, y una respuesta a aquellas fuerzas que amenazan con llevar a la región hacia un conflicto.

A López Obrador le gustaría cultivar una mayor autonomía a nivel de política nacional y exterior con respecto a los Estados Unidos, y al mismo tiempo seguir siendo un buen vecino para todos.

Después de dos meses de López Obrador en la presidencia, ¿cómo está tomando forma la nueva política exterior de México? ¿Cuáles son las principales continuidades y cambios del pasado?

La respuesta de México a la crisis venezolana no es improvisada. Es la primera prueba real de un credo de política exterior que Ebrard describió el 9 de enero. Basada en la doctrina Estrada formulada en 1930 por el entonces ministro de relaciones exteriores de México, esta doctrina predica una estricta no intervención en los asuntos de otros estados y el respeto por la soberanía sumado a la resolución no violenta de conflictos. Durante 70 años, esta doctrina ayudó a mantener a México al margen de disputas regionales polémicas y, por lo tanto, ayudó al Partido Revolucionario Institucional en el poder a no llamar la atención o la intromisión de forasteros. Incluso después del 2000, cuando un candidato del partido de la oposición ganó la presidencia por primera vez desde el ascenso al poder del partido en 1930, la doctrina Estrada se conservó durante más de una década, - con la notable excepción de línea más dura sobre abusos de derechos humanos en Cuba - y el país se mantuvo en gran medida pasivo en el escenario internacional. Sin embargo, el carácter tradicional de la diplomacia mexicana cambió hace dos años bajo el mandato del ex presidente Enrique Peña Nieto, cuando su gobierno se unió a los llamados a un cambio político en Venezuela, en parte como resultado de la necesidad percibida de aplacar a la nueva administración Trump y suavizar su hostilidad en materia de comercio y migración con México.

En su camino de vuelta a la doctrina de Estrada, el gobierno de López Obrador le ha dado un pequeño giro insistiendo en que la política exterior de México debe incluir un "profundo compromiso con los derechos humanos". Pero esta adición viene con reservas. El presidente y su equipo han indicado que no tirarán ninguna piedra mientras México siga estando en una casa de cristal: en otras palabras, no denunciarán abusos de derechos humanos en ningún otro lugar hasta que el propio historial de derechos humanos en México, empañado por desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas estatales durante la "guerra contra las drogas", mejore. La forma en que se sopesará esta defensa de los derechos humanos contra el no intervencionismo aún está por verse en la práctica. Esto también significa que es difícil predecir cómo la política exterior de la nueva administración se desvinculará de sus predecesoras.


¿Cómo están evolucionando las relaciones entre EE. UU. y México bajo López Obrador?

A López Obrador le gustaría cultivar una mayor autonomía a nivel de política nacional y exterior con respecto a los Estados Unidos, y al mismo tiempo seguir siendo un buen vecino para todos. Estos dos objetivos ya se encuentran en discrepancia en relación a los EE. UU.; Ebrard y su equipo están tratando de sosegar al vecino del norte, y están intentado obtener el respaldo de los EE. UU. para una iniciativa de desarrollo económico notable que abordaría algunas de las causas de fondo del problema de la migración a través de México y hacia los EE. UU. También se han ganado el beneplácito de Washington al continuar actuando como un estado amortiguador, absorbiendo o deportando a los refugiados y migrantes centroamericanos y albergando a los que buscan asilo en los EE. UU. aunque López Obrador ha dicho que no quiere problemas con nadie, incluido Donald Trump.

Pero este objetivo no está perfectamente alineado con los objetivos de una Casa Blanca que continúa presionando a México para que coopere bajo sus propios términos en la reducción de la migración desde América Central, y muestra poco interés en abordar las causas económicas y de inseguridad que impulsan dicha emigración. Además, ninguna de las iniciativas anteriores de López Obrador evitará que el presidente de los Estados Unidos haga un gran esfuerzo para cumplir su promesa central de campaña de "construir ese muro" a toda costa, un plan que el presidente mexicano hasta ahora ha evitado condenar, calificándolo de "asunto interno" de los EE. UU. Sin embargo, la retórica agresiva de Trump hacia México y las necesidades humanitarias provocadas por su política hacia los solicitantes de asilo que permanecen al sur de la frontera mientras se procesan los casos, probablemente se traduzcan en problemas internos inevitables para el gobierno mexicano. Con Trump como presidente, las relaciones seguramente seguirán siendo inestables, y las fricciones sobre temas más cercanos que lo referente a Venezuela, sin duda supondrán las pruebas más duras de la nueva política exterior de la administración de López Obrador.

Despite steering back toward the Estrada doctrine, López Obrador’s government has given it a tweak by insisting that Mexico’s foreign policy should include a “profound commitment to human rights”. But this addition comes with caveats. The president and his team have indicated they will throw no stones so long as Mexico sits in a glass house: in other words, they will not complain about human rights abuses elsewhere until Mexico’s own human rights record, tarnished by enforced disappearances and extrajudicial executions by state forces during the “war on drugs”, improves. How this defence of human rights will be weighed up against non-interventionism remains to be seen in practice. This also means that it is hard to predict how the new administration’s foreign policy will deviate from its predecessors’.

How are U.S.-Mexican relations evolving under López Obrador?

López Obrador would like to cultivate greater autonomy in domestic and foreign policy vis-à-vis the U.S. while remaining a good neighbour to everyone. These twin aims are already somewhat in tension when it comes to the U.S. Ebrard and his team are trying hard to soothe Mexico’s northern neighbour, and have attempted to secure U.S. backing for a laudable economic development initiative that would address some of the root causes behind migration through Mexico and into the U.S. They have also curried favour with Washington by continuing to act as a buffer state, absorbing or deporting Central American refugees and migrants and housing those seeking asylum in the U.S. This risks backlash from the Mexican president’s supporters on the left, although López Obrador has said he wants no “beef” with anyone, including Donald Trump.

But this goal is not perfectly aligned with the objectives of a White House that continues to push Mexico to cooperate on its own terms in curtailing migration from Central America, and shows little of the same interest in tackling the economic causes and insecurity that drive emigration. Moreover, none of López Obrador’s above initiatives will keep the U.S. president from pressing hard on his core campaign promise to “build that wall” in one form or another – a plan that the Mexican president has so far avoided condemning, calling it an “internal matter” for the U.S.  However, Trump’s aggressive rhetoric toward Mexico and the humanitarian needs provoked by U.S. policy on asylum claimants staying south of its border while cases are processed are likely to translate into pressing domestic issues for the Mexican government. With Trump in office, relations will inevitably remain volatile, and frictions over issues closer to home than Venezuela will no doubt pose the starkest tests of the López Obrador administration’s new foreign policy.

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