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El desafío de Peña Nieto: los cárteles criminales y el Estado de Derecho en México

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Resumen ejecutivo

Después de años de intensa violencia relacionada con los cárteles que ha reclamado decenas de miles de vidas y estremecido a México, el nuevo Presidente Enrique Peña Nieto promete reducir la tasa de homicidios. El plan de seguridad que introdujo con el respaldo de los tres principales partidos de la nación le da a México una oportunidad para construir instituciones que puedan cimentar una paz a largo plazo y reducir la tasa de impunidad. Sin embargo, Peña Nieto enfrenta muchos retos. Los cárteles tienen miles de hombres armados y se han transformado en grupos criminales diversificados que no solo trafican droga, pero también conducen secuestros masivos, supervisan extorsiones y sustraen recursos de la industria petrolera estatal. Los cuerpos militares continúan luchando contra ellos en gran parte del país en misiones polémicas que a menudo terminan en tiroteos en lugar de investigaciones penales. Si Peña Nieto no construye un sistema policial y de justicia efectivos, la violencia puede continuar o empeorar. Sin embargo, los progresos institucionales y los programas sociales más eficientes y exhaustivos podrían significar una verdadera esperanza para una paz y justicia sostenibles.

La evolución de los cárteles en escuadrones de la muerte que luchan por el control del territorio con armamento militar reta el monopolio del estado mexicano sobre el uso de la fuerza en algunas regiones. La brutalidad de sus crímenes quebranta la confianza de los civiles en la capacidad del gobierno de protegerles, y la corrupción del dinero de la droga daña la confianza hacia las instituciones públicas. Los cárteles desafían la naturaleza fundamental del estado, no con la amenaza de capturarlo, pero dañándolo y debilitándolo. La ofensiva militar ha erosionado aún más la confianza en el gobierno, debido a los serios abusos contra los derechos humanos. Algunas comunidades, cansadas y decepcionadas, han formado grupos armados de “autodefensa” en contra de los cárteles. Cualesquiera sea su intención, éstas también degradan el Estado de Derecho.

Se ha debatido intensamente la definición legal de la violencia en México. Ésta ha sido descrita como un conflicto armado de baja intensidad, debido al número de muertes y al tipo de armas usadas. Los grupos criminales han sido descritos como pandillas, cárteles de la droga, organizaciones criminales transnacionales, paramilitares o terroristas. El gobierno mexicano, gran parte de la comunidad internacional y muchos analistas rechazan la idea de que haya algo más que una seria amenaza criminal, aun cuando esos grupos criminales utilizan tácticas militares y, a menudo, atroces. El Ejército y la Marina, lanzados a la lucha con entrenamiento policial limitado y sin métodos policíacos eficientes, han utilizado a menudo la fuerza intensa y letal para combatir a los grupos criminales, matando a más de 2,300 presuntos criminales en un período de cinco años.

Dentro del área gris del combate entre cárteles rivales y fuerzas de seguridad, existe mucha confusión en cuanto a quiénes son las víctimas de la violencia y quién les dio muerte o las hizo desaparecer. Los estimados del total que han muerto en conexión a la violencia durante los últimos seis años van desde 47,000 a más de 70,000, sumados a miles de desapariciones. Los sicarios a menudo se visten con uniformes militares e incluyen a policías corruptos en sus filas, por lo que las personas no están seguras de si se están enfrentando a criminales o a miembros de las fuerzas de seguridad. Un movimiento de víctimas está exigiendo justicia y seguridad. México también ha perdido a cientos de agentes de la Policía y del Ejército, alcaldes, candidatos, jueces, periodistas y defensores de los derechos humanos en el derramamiento de sangre que está cobrando una alta cuota a sus instituciones democráticas.

La violencia de los cárteles comenzó a escalar en el 2004, cuando Vicente Fox era presidente e inmediatamente después de que expirara la legislación sobre la prohibición doméstica de armas de asalto en Estados Unidos. El Presidente Felipe Calderón lanzó una ofensiva en contra de los grupos criminales en el 2006. Esta ofensiva fue respaldada por Estados Unidos bajo la Iniciativa Mérida e incluyó el despliegue de 96,000 miembros del ejército, junto con miles de marinos y al nombramiento de docenas de oficiales militares como jefes de policía en pueblos y ciudades. Calderón supervisó incautaciones récord de cocaína, metanfetaminas y dinero proveniente de la droga, mientras que las fuerzas de seguridad capturaron o mataron a 25 de los 37 jefes más requeridos por la justicia de los cárteles. No obstante, la violencia entre los grupos criminales rivales y las fuerzas de seguridad se disparó rápidamente, mientras que el Ejército, previamente una de las instituciones más respetadas de México, se convirtió en objeto de escrutinio por extensos abusos contra los derechos humanos. La lucha fue también obstaculizada por la corrupción, con policías y militares, así como fiscales, investigadores y políticos arrestados por trabajar con los cárteles, algunas veces como asesinos.

Peña Nieto, quien asumió el cargo el 1 de diciembre de 2012, ha sido respaldado con un amplio consenso por parte de los principales partidos políticos, que apoyan su plan de seguridad. Promete implementar la reforma policial y la de la de justicia, incluyendo la revisión de un deficiente sistema judicial y hacer frente al reto de que México tiene más de 2,000 fuerzas policiales que operan de manera independiente a nivel federal, estatal y municipal. Para que estas reformas tengan éxito, el gobierno debe entrenar a la policía para que respete los derechos humanos y construya casos sólidos que encaren el nuevo sistema de justicia penal. Una práctica promovida bajo Calderón, someter a la policía a exámenes de confianza, debe ser expandida y deben ser establecidos procedimientos para destituir gradualmente a aquéllos que los reprueben. El destino de los recursos financieros, incluidos aquéllos que provienen de Estados Unidos, ha variado significativamente. De un énfasis inicial en equipamiento militar, incluidos helicópteros, esos recursos se aplican ahora principalmente a la creación y fortalecimiento de instituciones. Una revisión constante sobre cómo maximizar y mantener el impacto es esencial. Una policía y tribunales eficaces son cruciales para reducir la impunidad a largo plazo.

El gobierno de Peña Nieto también debe darle seguimiento al anunciado Programa Nacional de Prevención del Delito, dirigido especialmente a ayudar a jóvenes ubicados en las zonas más violentas. Los cárteles han sido capaces de reclutar decenas de miles de asesinos en parte porque los barrios pobres han sido sistemáticamente abandonados por décadas y carecen de suficientes escuelas, centros comunitarios y de seguridad – es decir, carecen de oportunidades. Hay muchos trabajadores sociales mexicanos con la experiencia y capacidad para llegar a los grupos vulnerables si le son asignados los recursos necesarios.

Si bien el financiamiento para apoyar estos programas es dinero bien invertido, Washington también debe mejorar el control del tráfico de armas de fuego, especialmente de rifles de asalto por parte de proveedores estadounidenses, quienes son una principal fuente de armas para los cárteles. La comunidad internacional debe iniciar un debate serio sobre las políticas lucha contra las drogas, incluyendo estrategias para disminuir tanto su producción como su consumo.

Aunque los cárteles de México se han convertido en grupos criminales diversificados, todavía generan miles de millones de dólares cada año traficando drogas a los Estados Unidos, dinero que paga por armas, asesinos y corrupción. A nivel mundial, ya es tiempo de reevaluar las políticas que han fracasado en la prevención del uso de drogas ilícitas, manteniendo peligrosos niveles de adicción. Estas políticas deben contribuir a reducir la corrupción y la violencia asociadas con la producción y el tráfico de droga. Los debates que empiezan en la Organización de Estados Americanos (OEA) y los que se producirán en la sesión especial sobre la política global de drogas de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 2016 proporcionan un terreno fértil para una seria reevaluación. Después de haber sufrido mucho de esta violencia, México es un líder natural en este debate.

El caso mexicano es relevante para los países alrededor del mundo que enfrentan retos similares. La evolución de los cárteles criminales, capaces de financiar asesinos con armas militares, pone en peligro a otras naciones en el hemisferio occidental, en África occidental y en Asia central. La comunidad internacional tiene mucho que aprender de los esfuerzos del gobierno y la sociedad mexicana para sobrellevar estos retos. Si México tiene éxito en la reducción de la violencia, su modelo de seguridad puede convertirse en uno a seguir en lugar de uno que temer.

Ciudad de México/Bogotá/Bruselas, 19 de marzo de 2013

Executive Summary

After years of intense, cartel-related bloodshed that has claimed tens of thousands of lives and shaken Mexico, new President Enrique Peña Nieto is promising to reduce the murder rate. The security plan he introduced with the backing of the three biggest parties gives Mexico a window of opportunity to build institutions that can produce long-term peace and cut impunity rates. But he faces many challenges. The cartels have thousands of gunmen and have morphed into diversified crime groups that not only traffic drugs, but also conduct mass kidnappings, oversee extortion rackets and steal from the state oil industry. The military still fights them in much of the country on controversial missions too often ending in shooting rather than prosecutions. If Peña Nieto does not build an effective police and justice system, the violence may continue or worsen. But major institutional improvements and more efficient, comprehensive social programs could mean real hope for sustainable peace and justice.

The development of cartels into murder squads fighting to control territory with military-grade weapons challenges the Mexican state’s monopoly on the use of force in some regions. The brutality of their crimes undermines civilian trust in the government’s capacity to protect them, and the corruption of drug money damages belief in key institutions. Cartels challenge the fundamental nature of the state, therefore, not by threatening to capture it, but by damaging and weakening it. The military fight-back has at times only further eroded the trust in government by inflicting serious human rights abuses. Some frustrated communities have formed armed “self-defence” groups against the cartels. Whatever the intent, these also degrade the rule of law.

There has been fierce discussion about how to legally define the fighting. The violence has been described as a low-intensity armed conflict, a kind of war, because of the number of deaths and type of weapons used. The criminal groups have been described as everything from gangs, drug cartels and transnational criminal organisations, to paramilitaries and terrorists. The Mexican government, much of the international community and many analysts reject the idea there is anything other than a serious criminal threat, even though those criminal groups use military and, at times, vicious terror tactics. The army and marines, too, thrown into the breach with limited police training and without efficient policing methods, have often used intense and lethal force to fight the groups, killing more than 2,300 alleged criminals in a five-year period.

Within the grey world of fighting between rival cartels and security forces, there is much confusion as to who the victims of the violence are, and who killed them or made them disappear. Estimates of the total who have died in connection with the fighting over the last six years range from 47,000 to more than 70,000, in addition to thousands of disappearances. Cartel gunmen often dress in military uniforms and include corrupt police in their ranks, so people are unsure if they are facing criminals or troops. A victims movement is demanding justice and security. Mexico has also lost hundreds of police and army officers, mayors, political candidates, judges, journalists and human rights defenders to the bloodshed that is taking a toll on its democratic institutions.

 The cartel violence began to escalate in 2004, when Vicente Fox was president and immediately after the domestic U.S. legislative ban on assault weapons expired. President Felipe Calderón launched an offensive against the criminal groups in 2006. It was backed by the U.S. under the Mérida Initiative and included deployment of 96,000 army troops, together with thousands of marines and the appointment of dozens of military officers as police chiefs in towns and cities. Calderón oversaw record seizures of cocaine, crystal meth and drug money, while security forces captured or killed 25 of the 37 most wanted cartel bosses. However, violence between rival criminal groups and the security forces shot up rapidly, while the army, previously one of Mexico’s most respected institutions, came under scrutiny for widespread human rights abuses. The crackdown was also hindered by corruption, with police and military, as well as prosecutors, investigators and politicians being arrested for working with cartels, sometimes as killers.

Peña Nieto, who took office on 1 December 2012, has won broad consensus from the major political parties in support of a security plan. It promises to implement police and justice reforms, including overhauling a deficient judicial system and confronting the challenge of Mexico having more than 2,000 police forces that operate independently at the federal, state and municipal levels. For these reforms to succeed, the government must train police to both respect human rights and build strong cases that stand up under the new trial system. A practice promoted under Calderón of vetting police needs to be expanded and procedures established to gradually remove those who fail. Resources, including from the U.S., have shifted significantly to such institution building and away from the early emphasis on giving the military helicopters and other hardware. Now it is essential to review how to maximise and sustain the impact. Effective police and courts are crucial to reducing impunity in the long term.

The Peña Nieto administration also needs to follow through on its announced national crime prevention plan, aimed especially at helping young people in the most violent areas. The cartels have been able to recruit tens of thousands of killers in part because poor neighbourhoods have been systematically abandoned over decades and lack sufficient schools, community centres and security – in short they lack opportunity. There are many dedicated Mexican social workers with the experience and ability to reach the vulnerable groups if they are given resources.

While funding to help these programs is money well spent, Washington also needs to better control trafficking in guns, especially assault rifles, from U.S. suppliers, who are a principal source of arms for the cartels. International leaders need to engage in a serious debate on counter-narcotics policies, including strategies to curtail both production and consumption. While Mexico’s cartels have become diversified crime groups, they still make billions of dollars every year trafficking drugs to the U.S., money that pays for guns, killers and corruption. At the global level, it is past time to re-evaluate policies that have failed to prevent illicit drugs from maintaining dangerous levels of addiction and to reduce the corruption and violence associated with drug production and trafficking.

Discussions to be opened at the Organisation of American States (OAS) and at the 2016 Special Global Drug Policy Session of the UN General Assembly provide new ground for a serious review. After suffering so much from the violence, Mexico is a natural leader for this debate.

The Mexican case is pertinent for countries across the world facing similar challenges. The development of criminal cartels capable of funding killers with military-grade weaponry is also a danger to other nations in the Western hemisphere, in West Africa and Central Asia. The international community has much to learn from the efforts of the Mexican government and society to overcome these challenges. If they succeed in reducing violence, theirs can become a security model to follow instead of one to fear.

Mexico City/Bogotá/Brussels, 19 March 2013

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