México: punto de inflexión
México: punto de inflexión
México es tan seguro como su municipio más violento
México es tan seguro como su municipio más violento
Op-Ed / Latin America & Caribbean 3 minutes

México: punto de inflexión

El mensaje del presidente Enrique Peña Nieto del 27 de noviembre quedará registrado como un punto de inflexión para su gobierno y para México. El diagnóstico presentado fue, en su mayor parte, acertado. Las medidas propuestas son razonables. Pero las urgencias, demandan acciones concretas y de corto plazo.

Peña Nieto aceptó el reto de ponerle cara al problema. Entendió que no era solo un tema de las 43 familias de Ayotzinapa, sino de las víctimas que no denuncian por temor y por desconfianza. Además, comprendió que no basta el discurso de modernidad para convencer a ese “segundo México” -en sus palabras– que vale la pena ser ciudadano, cuando el estado de derecho en Guerrero, en Michoacán, en Tamaulipas, está seriamente afectado.

La actual ola de violencia no es culpa de Peña Nieto. Viene de muy atrás y tiene múltiples causas: la militarización iniciada en el 2006, la ineficacia de las instituciones públicas, un federalismo disfuncional, así como los efectos perversos del prohibicionismo y la interdicción de las drogas. La crisis de México tiene su origen en las fracturas de un país que dejó a muchas comunidades afuera de los beneficios de la modernidad.

En el gobierno de Peña Nieto se puso un mayor énfasis preventivo. La violencia pasó a páginas interiores de los medios y se presentaron cifras de homicidios que disminuían.

Muchos miraron a otro lado mientras 70.000 personas morían en medio de la violencia. El argumento fue que la inmensa mayoría de muertos eran delincuentes asesinados por otros delincuentes. También se argumentó que era un problema de orden público como el de cualquier otro país. Hasta que llegó Ayotzinapa y, con su fuerza, transformó el discurso conformista en una ola de indignación y de vergüenza.

La tragedia en Ayotzinapa no fue un accidente ni una venganza ni un enfrentamiento entre carteles rivales. Fue la confluencia de políticos corruptos con policías, sumado a la impunidad. Convencidos de que el castigo es improbable, es fácil para los criminales torturar, matar y desaparecer a unos cuantos.

La impunidad es una enfermedad en México, como lo es en muchos otros países de América Latina. Cuando beneficia además a un sistema político infiltrado produce estas tragedias. Miremos por ejemplo a Colombia. Solo cuando los líderes de grupos paramilitares empezaron a contar sus relaciones con políticos y la prensa las expuso, la justicia empezó a hacer su trabajo. Un tercio del Congreso colombiano terminó expuesto y procesado penalmente. Decenas de autoridades locales terminaron en la cárcel. El proceso de la llamada “parapolítica” es incompleto, pero al menos permitió poner el tema de la complicidad de la criminalidad con fuerzas políticas sobre la mesa.

¿Por qué es tan difícil luchar contra esta corrupción en México? Ni en Ayotzinapa ni en Guerrero gobierna el partido oficialista, sino el de izquierda. Los políticos acusados de corrupción en Michoacán, varios de ellos encarcelados, venían de todos los partidos. Y es que es difícil en un sistema clientelista como el mexicano subir los costos de transacción de la corrupción.

Peña Nieto no redondeó el mensaje del 27 de noviembre con un claro y expreso reconocimiento de este problema. Anunció la presentación de varias iniciativas de reforma constitucional, incluyendo una sobre la “infiltración de la delincuencia organizada en los municipios”.

Indicó además que disolvería los cuerpos municipales de policía, que suman 1.800 y que serían reemplazados por policías únicas estatales. Eso suena razonable. Pero no habría que olvidar que las policías estatales han tenido también severos problemas de infiltración criminal y que, en algunos municipios, la gente prefiere la policía municipal por su cercanía.

Peña Nieto escogió el camino lento y difícil: el de las reformas constitucionales y los proyectos de ley que deben ser aprobados por el Congreso y que serán discutidos a partir del próximo 15 de diciembre.

Ni México ni Peña Nieto pueden darse el lujo de postergar otra vez la implementación de soluciones reales al problema de la violencia. Hace falta un claro liderazgo en las reformas, con plazos perentorios, con impacto inmediato en las poblaciones que han perdido la fe en su sistema democrático. Si en un año México llega a necesitar otro discurso presidencial como el del pasado 27 de noviembre, ya las fracturas serán demasiado grandes.

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