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Corredor de violencia: la frontera entre Guatemala y Honduras

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Resumen Ejecutivo

Una de las áreas más peligrosas de América Central está ubicada a lo largo de la frontera de Guatemala con Honduras. La tasa de homicidios esta dentro de las más altas en el mundo. La ausencia de una efectiva aplicación de la ley ha permitido a traficantes poderosos ser las autoridades de hecho en algunas áreas, proporcionando trabajo y asistencia humanitaria pero también intimidando y corrompiendo a los funcionarios locales. La competencia creciente sobre las rutas y el arresto o muerte de los traficantes principales ha dispersado a algunos grupos criminales, fortaleciendo a nuevos grupos a menudo más violentos. El presidente Otto Pérez Molina ha prometido fortalecer las fronteras de Guatemala con fuerzas de tarea conjunta policiales y militares, pero el gobierno debe también emprender de inmediato esfuerzos integrales para instalar el estado de derecho y brindar oportunidades económicas a esta periferia largamente ignorada.

Durante la década anterior, las rutas de la droga a través de América Central comenzaron a ser objeto de una competencia feroz. La ofensiva del gobierno mexicano contra los carteles forzó a los traficantes a enviar las drogas primero a América Central. Honduras es frecuentemente el punto de entrada elegido. Allí, el golpe de estado de 2009 debilitó las ya frágiles instituciones públicas dedicadas a la seguridad y la justicia. Su larga costa atlántica y remotos llanos interiores, con poca población o infraestructura, ofrecen el ambiente ideal para que las naves y avionetas con drogas operen sin ser detectadas.

Desde Honduras, las drogas pasan a Guatemala, en donde redes familiares de traficantes que trabajan con carteles mexicanos las transportan por tierra hacia los mercados de los Estados Unidos. Estas redes han operado tradicionalmente por debajo del radar, corrompiendo funcionarios gubernamentales y cooptando apoyo popular, pero empezaron a ser atacadas como resultado de la lucha por las rutas y por la presión del gobierno. Fiscales fortalecidos, bajo el liderazgo de la ex fiscal general Claudia Paz y Paz, y la ayuda de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) –auspiciada por las Naciones Unidas– arrestó tanto a los operadores mexicanos –especialmente a los miembros del violento cartel de los Zetas– y también a los traficantes guatemaltecos más importantes, requeridos por cargos en los Estados Unidos. La captura de estos capos locales de la droga ha sacudido a las otrora poderosas organizaciones, permitiendo el surgimiento de una nueva generación de criminales, a veces más violentos.

El arresto de los presuntos capos de la droga puede ser una bendición con resultados mixtos para los residentes de algunas de las comunidades fronterizas. Una de las redes más duramente golpeadas es la de la familia Lorenzana en el departamento de Zacapa. El patriarca familiar, Waldemar Lorenzana, fue detenido en 2011 y extraditado a los Estados Unidos en marzo de 2014. Las autoridades también arrestaron a dos de sus hijos por cargos en los Estados Unidos, mientras que un tercero es un fugitivo con una recompensa de $200,000 sobre su cabeza. Los Lorenzanas niegan que el tráfico de cocaína sea la fuente de su riqueza, citando sus negocios legítimos como la exportación de frutas. Algunos residentes de Zacapa se quejan de que las detenciones de Waldemar y de sus hijos ha producido pérdida de empleos y desatado una lucha entre grupos desprendidos que buscan la dominación.

Estos grupos, menos conocidos pero aún poderosos, continúan no solo moviendo las drogas pero también crean otras empresas ilegales, como los préstamos extorsivos y la venta al menudeo de las drogas, alimentando de esta manera la violencia. Su riqueza y poder de fuego los convierte en autoridades de hecho, admirados por algunos y temidos por muchos. Los residentes de los departamentos de Zacapa y Chiquimula asumen ha menudo que la policía y los políticos locales han sido sobornados o intimidados por estos poderosos criminales. Un clima de desconfianza mancha la política e inhibe a los periodistas y otros actores de la sociedad civil a exigir a los líderes locales una clara rendición de cuentas.

El gobierno de Pérez Molina ha creado fuerzas de tarea inter-institucionales para las áreas fronterizas que incluyen tropas militares, policía civil, fiscales y funcionarios de aduana. Este es un primer paso hacia la recuperación de la seguridad en la frontera, siempre y cuando las unidades estén bajo el control civil y respeten los derechos humanos. Instalar la seguridad en estas regiones, sin embargo, requiere también de la construcción de instituciones democráticas creíbles. La policía local debería ser depurada y supervisada, mientras que se les proporciona los recursos y el entrenamiento para arrestar a poderosos criminales. Se debería exigir a los políticos locales que informen de las contribuciones a sus campañas y proporcionar recursos públicos a fin de que sus electores puedan depender del gobierno, y no de capos criminales, para servicios esenciales y asistencia humanitaria.

Se requiere con urgencia un cambio en la política nacional: el gobierno debería enviar no solo tropas y policías a las regiones fronterizas, sino también educadores, organizadores comunitarios, trabajadores sociales, médicos y trabajadores de la salud. Guatemala y Honduras deberían aprender de las experiencias regionales, tales como los programas de desarrollo de fronteras en Colombia, Ecuador y Perú. Honduras, en donde los niveles de violencia son mayores y la capacidad institucional es más frágil, necesita con urgencia esta asistencia. Los donantes –especialmente los Estados Unidos– deberían poner sus recursos financieros, capacitación y asistencia técnica detrás de la seguridad pública y la prevención de la violencia en las fronteras, más que enfocarla primariamente en controles e interdicción.

Executive Summary

One of the most dangerous areas in Central America is located along the border of Guatemala with Honduras. The murder rate is among the highest in the world. The absence of effective law enforcement has allowed wealthy traffickers to become de facto authorities in some areas, dispensing jobs and humanitarian assistance but also intimidating and corrupting local officials. Increasing competition over routes and the arrest or killing of top traffickers has splintered some criminal groups, empowering new, often more violent figures. President Otto Pérez Molina has promised to bolster Guatemala’s borders with joint police/military task forces, but the government must also take immediate, comprehensive efforts to bring rule of law and economic opportunity to its long neglected periphery.

Over the past decade, drug routes through Central America have become more viciously competitive. The Mexican government’s offensive against the cartels forced traffickers to land drugs first in Central America. The entry point of choice is often Honduras, where the 2009 coup weakened already fragile institutions of law enforcement and justice. Its long Atlantic coastline and remote interior plains, with little population or infrastructure, offer the ideal environment for drug boats and small planes to operate undetected.

From Honduras, the drugs pass into Guatemala, where family trafficking networks working with Mexican cartels transport them overland toward U.S. markets. These networks have traditionally operated under the radar, corrupting government officials and co-opting popular support, but they have come under stress as a result of the struggle for routes and pressure from the government. An emboldened public prosecutors’ office, under the leadership of former Attorney General Claudia Paz y Paz and with the help of the UN-sponsored International Commission Against Impunity in Guatemala (CICIG), arrested both Mexican operatives – especially members of the hyper-violent Zetas cartel – and top Guatemalan traffickers wanted on charges in the U.S. The capture of these local drug lords has shaken once powerful organisations, allowing a new generation of sometimes more violent criminals to emerge.

The arrest of suspected drug lords can be a mixed blessing for the residents of some border communities. One of the hardest hit networks is that of the Lorenzana family in the department of Zacapa. The family patriarch, Waldemar Lorenzana, was arrested in 2011 and extradited to the U.S. in March 2014. Authorities also arrested two of his sons on U.S. charges, while a third is a fugitive with a $200,000 reward on his head. The Lorenzanas deny that cocaine smuggling is the source of their wealth, citing their legitimate businesses such as fruit-exporting. Some Zacapa residents complain that the arrests of Waldemar and his sons have cost jobs and sparked a struggle among splinter groups for dominance.

These less well-known but still powerful groups continue not only to move drugs but also to create other illegal enterprises, such as loan sharking and local retail drug sales, thus fuelling further violence. Their wealth and firepower make them de facto authorities, admired by some and feared by many. Residents of Zacapa and Chi­qui­mula departments often assume police and local politicians have been paid off or intimidated by powerful criminals. A climate of distrust taints politics and inhibits journalists and other civic actors from holding local leaders accountable.

The Pérez Molina government has created inter-institutional task forces for border areas that include military troops, civilian police, prosecutors and customs officials. This is a first step toward bringing security to the border, provided the units are under civilian control and respect human rights. Bringing security to these regions, however, also requires building credible, democratic institutions. Local police should be vetted and held accountable, while given the resources and training to arrest powerful criminals. Local politicians should be required to report campaign contributions and also given public resources so their constituents can rely on government – not criminal bosses – for vital services and humanitarian assistance.

An urgent shift in national policy is required: the government should send not just troops and police to border regions, but also educators, community organisers, social workers, doctors and public health officials. Guatemala and Honduras should learn from regional experiences, such as the border development programs in the process of being implemented in Colombia, Ecuador and Peru. Honduras, where overall levels of violence are higher and institutional capacity weaker, is in particularly dire need of assistance. Donors – especially the U.S. – should put their money, training and technical aid behind public security and violence prevention on the border rather than focusing primarily on controls and interdiction.

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