Kirguistán: ...Y la paciencia se agotó
Kirguistán: ...Y la paciencia se agotó
Opportunities and Challenges Await Kyrgyzstan’s Incoming President
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Op-Ed / Europe & Central Asia 4 minutes

Kirguistán: ...Y la paciencia se agotó

Durante años, el pueblo kirguís ha dado la impresión de tener una infinita tolerancia al sufrimiento. El último invierno, el más frío en mucho tiempo, se han congelado sin rechistar, a pesar de la existencia de rumores que decían que la familia en el poder vendía electricidad a sus vecinos. Sabían que las elecciones estaban amañadas y aún así bromeaban diciendo que no tenían que votar: "Ya se ocupa el Gobierno de eso por mí".

La soñada intervención desde el exterior -hermanos mayores en Washington o Moscú que llegarían para restaurar la justicia- nunca se materializó. Mientras el Kremlin felicitaba al presidente Kurmanbek Bakiev por su victoria en unas elecciones fraudulentas, los americanos parecían interesarse únicamente por la base aérea de Manas y la reducida y marginalizada oposición existente en el país sólo conseguía movilizar, con suerte, a varios cientos de personas para manifestarse. Nadie, ni siquiera Washington, cuya base en el país es un importante punto de tránsito para tropas y suministros destinados y provenientes de Afganistán, tenía razones para creer que esta situación podría cambiar.

Sin embargo, la semana pasada, en tan sólo un día, el régimen fue derrocado. La rapidez con que se produjeron los hechos hizo rondar la idea de una mano extranjera, con Rusia como principal candidato. Pero la explicación puede ser mucho más sencilla: una rebelión -que no revolución, como tampoco lo fue el golpe de Estado de 2005- llevada a cabo por gente de la calle; incluso la oposición tenía dificultades para seguirles el ritmo. El presidente Bakíev y toda su poderosa familia provocaron la revuelta; la causa, "su codicia patológica", tal y como describía un miembro de la Presidencia.

El punto de inflexión

El punto de inflexión llegó con el nuevo año, cuando Bakiev sobrepasó finalmente los límites de sufrimiento del pueblo kirguís con abrumadoras subidas en los precios de los servicios públicos: la electricidad y calefacción pasaban a costar el doble, con nuevos y mayores aumentos previstos durante el año. Esta medida, que sometía el presupuesto medio a una tensión brutal, se explicó como una reforma de libre mercado que recaudaría fondos para una desvencijada red eléctrica.

Muy pocos se lo creyeron, y el escepticismo se convirtió en ira cuando, tan sólo unas pocas semanas después, el proveedor de energía más rentable del país fue privatizado. El nuevo dueño pagó menos de tres millones de dólares, a pesar de que el Gobierno lo había tasado en 137 millones a finales de 2008, además de encontrarse con una situación muy grata gracias a los nuevos precios de los suministros. Fueron muchos los que sospecharon que el afortunado había sido el hijo del presidente, Maxim Bakíev.

La primera vez que la gente se echó a las calles fue en febrero, en la ciudad más fría del país, Naryn. Las protestas llegaron a Bishkek y luego se extendieron por zonas del sur y del este, para volver de nuevo a la capital. Pasado un mes, los medios de comunicación rusos controlados por el Gobierno se volvieron contra el régimen de Bakiev, criticando su nepotismo y corrupción; si Rusia tuvo algún otro papel en la agitación popular, no se ha descubierto todavía, y la rabia local ya era suficiente para que las protestas siguieran su curso. La semana pasada la policía disparó a los manifestantes, pero estos no se amilanaron y acabaron por hacer saltar al régimen.

La Historia se repite

Ésta no es la primera vez que se producen hechos similares en la historia reciente, aunque todavía parecen sorprendernos: un régimen estable, aunque no democrático, con una maquinaria de seguridad consolidada, que se derrumba cuando la infantería decide que no está dispuesta a morir en una zanja por su líder. Ya ocurrió en Saigón en 1975 cuando las fuerzas especiales sudvietnamitas, de las que se suponía que lucharían hasta el final, se despojaron de sus uniformes en medio de las calles y se fueron de vuelta a casa; en Manila, en 1986, cuando el cuerpo de seguridad del presidente Ferdinand Marcos tuvo que disolverse por la presión popular; o en 1991, con las fuerzas de élite decidiendo no apoyar el golpe de Estado en Moscú.

Washington apostó por que el Gobierno de Bakíev se quedara en el gobierno el tiempo suficiente para afianzar su enclave de cara a la guerra de Afganistán. La idea parecía buena, pero era equivocada. Los americanos deberán ahora actuar rápidamente para establecer relaciones con el pequeño, pero algo fraccionado, grupo de líderes. Está compuesto por viejos miembros de la oposición y por nuevos fichajes del régimen de Bakiev, que se han sentido ampliamente ignorados por Estados Unidos en los últimos años.

Kirguistán desaparecerá de las noticias rápidamente, pero se enfrenta a un futuro muy complicado, con una infraestructura en pésimas condiciones, herencia de la era soviética y de años de robos patrocinados por el estado. Para Washington y Occidente hay algunas lecciones que aprender, si alguien está dispuesto a hacerlo. La principal es que los regímenes autoritarios no sólo son aliados poco apetecibles, sino también muy poco fiables y bloquean todas las válvulas de seguridad: la libertad de prensa y de voto, el discurso democrático y la oposición. El cambio suele llegar a partir de una explosión, lo que hace que depender de ellos sea, además de muy poco ético, una pobre estrategia.

Por último, Kirguistán no es la excepción en Asia Central, sino la regla. Los otros líderes de la región se parecen a Bakiev en muchos aspectos, y algunos de ellos son peores. Todos son autócratas y, la mayoría, extravagantemente corruptos (y todos acceden a prestar su territorio para el abastecimiento de las fuerzas aliadas en Afganistán). No se puede saber cuando sus ciudadanos alcanzarán el límite de su sufrimiento, pero los acontecimientos en Bishkek demuestran que esto puede ocurrir en el momento menos esperado.

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