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Guerra y droga en Colombia

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Resumen Ejecutivo

La droga financia en buena medida al grupo insurgente de izquierda Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y a los paramilitares de extrema derecha Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), debido a lo cual forma parte integral del conflicto colombiano. Sin embargo, aunque el Estado tiene que confrontar con firmeza el narcotráfico, la afirmación del presidente Álvaro Uribe de que el conflicto enfrenta a una democracia contra unos meros "narcoterroristas" a quienes se debe combatir en una guerra frontal no hace justicia a la complejidad de una lucha que se desarrolla desde hace decenios. La lucha contra la droga y el narcotráfico es una condición necesaria pero no suficiente para que Colombia avance hacia la paz. La idea de que la política antinarcóticos y la política antiinsurgente son una misma cosa, mengua las posibilidades de éxito de ambas y obstaculiza la búsqueda de una paz sustentable.

Durante el gobierno de Uribe se han fumigado más cultivos ilícitos que en cualquier otra época en la historia de Colombia, y se ha reducido efectivamente el cultivo de coca de más de 100.000 hectáreas a fines del 2002 a cerca de 86.000 hectáreas a fines del 2003. La policía y el ejército han destruido cientos de pequeñas instalaciones para el procesamiento básico de la coca, así como laboratorios de cocaína más sofisticados. Sin embargo, el precio de la cocaína en las calles de los Estados Unidos no ha aumentado y los niveles de consumo siguen siendo altos, pese al incremento del 17 por ciento en los decomisos de cocaína en Europa y a un aumento sustancial en el consumo de cocaína en nuevos mercados como Brasil.

Es muy improbable que la fumigación aérea se mantenga a la par con la movilidad geográfica y la productividad cada vez mayor de los cultivos ilícitos. La interdicción de los cargamentos de droga y precursores químicos es muy difícil, en parte debido a la porosidad de las fronteras de Colombia, y los programas de desarrollo alternativo han sido insuficientes. Las finanzas de los grupos armados no parecen haber sufrido mucho daño, y todo parece indicar que pueden sostener la guerra durante años.

Aunque la lucha contra la droga es evidentemente crucial, la paz debe seguir siendo la prioridad política de Colombia. El grupo paramilitar AUC evolucionó de servir a los capos de la droga de la década de 1980 y comienzos de los noventa como pistoleros a sueldo, hasta convertirse en una federación nacional de bloques armados que controlan una porción cada vez mayor del negocio de la droga. Las AUC, que combatían a los grupos rebeldes Ejército de Liberación Nacional (ELN) y FARC y tenían algunos vínculos con agentes del Estado, cometieron crímenes atroces contra civiles a quienes estigmatizaron como partidarios de la guerrilla. A comienzos del 2005 y después de dieciocho meses de negociaciones, el gobierno de Uribe ha desmovilizado a cerca de 3.000 paramilitares, entre ellos al notorio Salvatore Mancuso, jefe de las AUC, quien ha sido solicitado en extradición por Estados Unidos, junto con otros líderes paramilitares, por cargos de narcotráfico.

No obstante, las redes de droga de los paramilitares parecen seguir intactas, y el grueso de sus bienes ilícitos, sobre todo en los sectores rurales de Colombia, se ha visto muy poco afectado. El gobierno no ha podido establecer conversaciones de paz prometedoras con el ELN, que es el grupo insurgente con menos vínculos con el narcotráfico. Tampoco ha logrado debilitar significativamente a las FARC --cuyos nexos con la droga son bastante fuertes--, pese a la intensificación de los programas de seguridad y al lanzamiento de una gran ofensiva militar (Plan Patriota) desde 2003. Las FARC siguen teniendo una fuerte presencia en la mayor parte de las regiones productoras de coca y amapola y participan activamente, junto con las AUC y la nueva generación de pequeños carteles, o "baby cartels", en el negocio del narcotráfico.

El gobierno de Colombia tiene que revisar la relación entre su política antinarcóticos y su política de seguridad, y diseñar e implementar una estrategia de desarrollo amplia que incluya programas de desarrollo alternativo de mucho mayor alcance. La norma debe ser la erradicación voluntaria de cultivos, mientras que la erradicación forzada, en especial mediante fumigación aérea, debe ser una excepción restringida a grandes extensiones en donde no se afecte a los pequeños campesinos. El gobierno también debe renovar sus ofertas de cese de fuego y de conversaciones con los insurgentes con facilitación de la ONU, con miras a su desmovilización e integración política a nivel local y regional.

Las posibilidades de poner fin al conflicto armado en Colombia también aumentarían considerablemente si se lograra reducir la demanda creciente de drogas en los grandes centros de consumo de Estados Unidos y Europa, pues eso disminuiría el margen de utilidades de los grupos armados, así como de las organizaciones internacionales del narcotráfico. Para lograr esto, los gobiernos de Estados Unidos y Europa deben fortalecer la interdicción, así como el arresto y enjuiciamiento de narcotraficantes y lavadores de dinero. También es urgente que evalúen si las medidas de reducción de daños tienen potencial para reducir la demanda en los mercados delictivos de la cocaína y la heroína, y si se concluye que sí, implementar dichas medidas.

Bogotá/Bruselas, 27 de enero de 2005

Executive Summary

Drugs finance the left-wing insurgent Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) and the far-right United Self-Defence Forces of Colombia (AUC) to a large degree, and thus are an integral part of Colombia's conflict. But while the state must confront drug trafficking forcefully, President Alvaro Uribe's claim that the conflict pits a democracy against merely "narco-terrorists" who must be met by all-out war does not do justice to the complexity of the decades-old struggle. Fighting drugs and drug trafficking is a necessary but not sufficient condition for moving Colombia toward peace. The view that anti-drug and anti-insurgency policies are indistinguishable reduces the chances either will succeed and hinders the search for a sustainable peace.

More crops have been sprayed under President Uribe than ever before in Colombia, effectively reducing coca cultivation from more than 100,000 hectares in late 2002 to some 86,000 hectares at the end of 2003. Hundreds of small basic coca processing facilities as well as more sophisticated cocaine laboratories have been destroyed by the police and army. However, cocaine street prices in the U.S. have not increased and consumption remains high despite a 17 per cent increase in cocaine seizures in Europe and a substantial increase in cocaine consumption in new markets like Brazil.

Aerial spraying is not likely to keep pace with the geographic mobility and increasing productivity of illicit crops. The interdiction of drug and chemical precursor shipments is very difficult, not least because of the porosity of Colombia's borders, and alternative development programs have been insufficient. The finances of the armed groups do not appear to have been hit hard, and everything indicates that they can keep the war going for years.

While fighting drugs is clearly crucial, peace must remain Colombia's policy priority. The paramilitary AUC evolved from serving the drug barons of the 1980s and early 1990s as hired guns into a national federation of war lords in charge of an ever larger chunk of the drug business. Fighting the rebel National Liberation Army (ELN) and FARC in part linked with state agents, the AUC committed atrocious crimes against civilians they stigmatised as guerrilla supporters. At the beginning of 2005 and after eighteen months of negotiations, the Uribe administration has demobilised some 3,000 paramilitary fighters, including the notorious AUC chief Salavtore Mancuso, who is wanted, along with a number of other paramilitary leaders, in the U.S. on drug trafficking charges.

Nevertheless, the paramilitary drug networks appear to remain in place, with the bulk of their illegal assets, particularly in rural Colombia, unaffected. The government has failed to establish promising peace talks with the ELN, the insurgent group with the most tenuous drug links. Nor has it significantly weakened the FARC -- whose ties to drugs are deep -- despite much intensified security efforts and a major military offensive (Plan Patriota) begun in 2003. The FARC retains a strong presence in most coca and poppy growing regions and participates actively, along with the AUC and the new generation of "baby drug cartels", in the narcotics business.

The Colombian government needs to review the relationship between its counter-drug and security policies and design and implement a broad rural development strategy that includes much larger alternative development programs. Voluntary crop eradication should be the rule and forced eradication, particularly aerial spraying, the exception restricted to large holdings where small farmers are unlikely to be affected. The government should also renew offers for ceasefires with the insurgents aimed at their demobilisation and political integration, locally and regionally.

The prospect for bringing an end to Colombia's armed conflict would also be much increased if demand for drugs could be reduced in the large U.S. and European consumption centres, since this would cut the profit margin of the armed groups as well as international drug trafficking organisations. To achieve this, governments in the U.S. and Europe ought to strengthen interdiction, arrest and prosecution of drug traffickers and money launderers. They should also examine urgently whether harm reduction measures have the potential to reduce demand in the criminal cocaine and heroin markets and if studies indicate this is the case, implement such measures.

Bogotá/Brussels, 27 January 2005

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