Op-Ed / Middle East & North Africa 4 minutes

Siria sigue el libreto

El activo más importante del presidente Bashar Assad, frente a la creciente frustración en las calles, fue el lapso de tiempo que ofreció para estudiar la evolución de los acontecimientos en otras partes de la región. De hecho, la sorpresa fue un factor clave en la rapidez con que sus homólogos tunecino y egipcio fueron superados por los acontecimientos. Con el reciente discurso del Presidente (del pasado 30 de marzo), el régimen sirio acaba de dejar pasar otra oportunidad de aprender de los errores de los demás... y de los que comete por su cuenta.

En primer lugar, ya era tarde para reconocer los cambios que se produjeron en la región: la hipocresía occidental y la arrogancia israelí ya no llaman hoy la atención de los ciudadanos como si lo hace la herencia de una pésima gestión interna. Estas sociedades sometidas simplemente ya no aceptan las variadas formas de abuso, grandes y pequeñas, a los que se habían acostumbrado, incluidas el proselitismo del crudo, la corrupción rampante y la violencia inexplicable. Como resultado, cualquier intento de hacerle frente a las nuevas expectativas mediante los viejos métodos sólo puede ser contraproducente.

Las autoridades sirias inicialmente se vieron a si mismas como una excepción, con base en su fuerte desafío de un orden regional impuesto por EE.UU. e Israel, y la situación personal de Assad. Ellas sabían que las demandas populares, inevitablemente, se harían más fuertes, pero pensaron que las podrían contener mediante medidas de seguridad preventiva y con una mezcla -más bien poco creativa- de soluciones ligeras (estímulos en efectivo, aumentos salariales, reducción de impuestos, etc.) con eternas reformas graduales (la más tangible de ellas, era la revisión la ley de elecciones municipales).

En segundo lugar, el régimen no se dio cuenta de dos puntos de inflexión en la propia Siria. Uno de ellos fue la visibilidad. Antes de la revolución tunecina, el bloqueo informativo estaba lejos de ser total en Siria. Informaciones actuales y pasadas acerca de las prácticas del régimen, estaban a la mano, pero la mayoría de los ciudadanos estaban demasiado ocupados con sus vidas para prestar atención. Desde entonces todo ha sido objeto de escrutinio, no hay nada y no hay donde esconderse. En el régimen cada movimiento está documentado, contado y comentado. Asuntos comunes fueron tomando matices de provocación, así como la gente empezó a aspirar a un mejor status quo.

La otra era la violencia. Cuando los disturbios se extendieron hacia varias partes del país, un aparato de seguridad desconcertado respondió de acuerdo con sus malos hábitos arraigados. La detención de los niños, los golpes a las mujeres y, trágicamente, la muerte de un número no determinado de manifestantes, se hicieron sentir. Para calmar los ánimos, las autoridades anunciaron medidas que hubieran tenido más peso previamente, como la reorganización del gobierno y considerar el levantamiento de la ley de emergencia. En una región donde decenas de víctimas casi no es algo que cause demasiado alboroto, el régimen se mantuvo ajeno a las nuevas normas de rendición de cuentas.

Por el contrario, muchos funcionarios y allegados sentían que era el momento de poner todo su amor y lealtad a la vista, en un montaje regresivo de culto a la personalidad, que encontró su máxima expresión cuando el régimen movilizó a millones en las calles a costa de una mayor alienación de los menos dispuestos a participar y de los sirios que pagaron un alto precio por ventilar sus quejas.

En tercer lugar, se pasa por alto las escasas confianza y credibilidad que se han construido a lo largo de los años. El régimen recurrió a una narrativa extrañamente ingenua, mientras asumía que realmente tendría algún efecto en la gente. Se habló de las reformas formales, como lo había hecho en el pasado, dejando sin respuesta la pregunta de si el régimen podía cambiar sus prácticas fundamentales. Se acusó a elementos externos de los disturbios y la agitación, algo que en parte es verdad, pero socavó su argumento al negar la realidad del descontento popular. Se reprendió a los medios de comunicación extranjeros por su cobertura sesgada de los acontecimientos, al tiempo que se impusieron medidas drásticas, haciendo caso omiso de las pruebas que circulan en Internet, y se articuló una burda auto propaganda.

Irónicamente, en un país donde las teorías de conspiración tienen una resonancia enorme, el régimen ha venido perdiendo la batalla de las percepciones por excederse en ellas. Si el problema eran formas discretas de subversión, rápidamente se habrían resuelto por un aparato de seguridad bien afinado. Al confundir las protestas populares con las amenazas más insidiosas de sus enemigos -tanto retórica como prácticamente como si fueran una sola- el régimen está convirtiendo lentamente al pueblo en su enemigo.

Cuarto y último, las autoridades sirias no captan el enorme precio a pagar por las quejas acumuladas del pasado y las florecientes expectativas de hoy. La cifra podría ser resuelta con una sola moneda que, más allá del anunciado paquete de reformas, podría convencer a la gente de que nuevo un pacto puede funcionar: sancionar a los responsables de las muertes, buscandolos en el aparato de seguridad, y llegar a un acuerdo en el tema de la corrupción de alto nivel. Es revelador que ni una sola de las medidas tomadas amenaza a los intereses creados en los altos círculos del poder, cuando eso es, justamente, lo que la gente quiere en el fondo: pedir cuentas a una élite que ha considerado a la energía (petróleo) como un derecho, al Estado como una propiedad personal, y al país como un feudo. Tratar de proteger las prerrogativas y los privilegios de unos pocos, les va a costar todo lo creen que poseen.

El as bajo la manga de Assad era conducir una revolución en contra de su propio pueblo. Para su crédito, hizo retroceder a quienes desde el inicio querían represión a toda costa. Pero su muy esperado discurso ha ofrecido una alternativa creíble. Están vigentes todas las probabilidades de que los sirios, con sus esperanzas rotas de nuevo, salgan a las calles. El régimen debe superar esta última prueba, para evitar un mayor derramamiento de sangre. La represión le puede ayudar a sobrevivir o podría ser equivalente al suicidio - pero en cualquier caso, sería un destino vergonzoso.
 

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