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Más allá de las ganancias fáciles: las fronteras de Colombia

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Resumen Ejecutivo

El mejoramiento de las relaciones entre Colombia y sus vecinos no ha aliviado la difícil situación de las comunidades fronterizas. Durante quince años, las fronteras porosas  han ofrecido ventajas estratégicas a grupos armados ilegales y han facilitado extensas economías ilícitas exponiendo por ello  a las comunidades fronterizas a los efectos de un intenso conflicto armado. Esto se agrava debido a la débil presencia de las instituciones públicas. La guerra provocó una emergencia humanitaria y empeoró las relaciones sobre todo con Ecuador y Venezuela, los vecinos más afectados. El impulso del desarrollo de la periferia y la reconstrucción de los lazos diplomáticos son prioridades para el Presidente Juan Manuel Santos. A poco más de un año en el poder,  sus nuevas políticas indudablemente han generado dividendos diplomáticos y algunos avances en materia de seguridad. Sin embargo, aún falta enfrentar la parte más difícil. Hay que redoblar los esfuerzos para mejorar la situación humanitaria y fortalecer la capacidad de la autoridad civil, labores que quizás hayan quedado descuidadas en medio del agravamiento parcial del conflicto. De lo contrario, la paz en las turbulentas regiones fronterizas seguirá siendo una quimera, y la dinámica de esas regiones seguirá alimentando la guerra en Colombia.

Las regiones fronterizas fueron involucradas en el conflicto armado a mediados de la década de 1990, cuando se convirtieron en escenarios importantes para los grupos armados ilegales, la mayoría financiados por el narcotráfico. Una ofensiva durante el gobierno de Álvaro Uribe, el antecesor de Santos, arrojó en esas regiones sólo frágiles ganancias. El cultivo de hoja de coca y el narcotráfico siguen siendo importantes. La violencia ha disminuido en la mayor parte de las regiones, pero sigue siendo más grave a lo largo de las fronteras que en la totalidad del país, y se ha deteriorado la seguridad en algunas zonas a medida que los Nuevos Grupos Armados Ilegales y sucesores de los  paramilitares (NGAI) extienden sus operativos y las guerrillas recuperan su fuerza. La estrategia de Uribe también implicó altos costos diplomáticos. Las relaciones con los vecinos se volvieron tóxicas a raíz de un ataque aéreo efectuado por Colombia en 2008 contra un campamento del principal grupo guerrillero, las FARC, ubicado en Ecuador muy cerca de la frontera y a raíz de acusaciones contra Venezuela por darle refugio a la guerrilla.

La solución del problema fronterizo ha sido una prioridad para el nuevo gobierno de Colombia. El Presidente Santos ha actuado con rapidez para restaurar las relaciones diplomáticas con Ecuador y Venezuela, y se empiezan a crear o reactivar plataformas intergubernamentales. Todas las partes tienen un fuerte compromiso político con la preservación de esta restablecida amistad, pese a la presencia persistente de grupos armados ilegales en ambos países vecinos. La cooperación en materia de seguridad está mejorando. El gobierno ha promulgado una reforma constitucional que tiene por objeto redistribuir las regalías procedentes de las concesiones petroleras y mineras, una medida que probablemente aumentará los fondos destinados a la inversión pública en muchas regiones periféricas que en la actualidad no se benefician de la bonanza. En un afán por arrojar resultados tangibles en el corto plazo, la cancillería colombiana lidera la implementación de proyectos que tienen por objeto estimular el desarrollo social y económico en municipios fronterizos.

La agenda de Santos representa un cambio sustancial en las políticas, pero, ante un conflicto que persiste en las regiones fronterizas y que se presenta con cada vez mayor impacto en territorio venezolano y ecuatoriano, los problemas persisten. Sobre este reto, es importante enfrentar tres problemas. Primero, hay que hacer más para aumentar la presencia de la autoridad civil en las empobrecidas zonas fronterizas. La militarización de las fronteras no ha logrado avances sostenibles en materia de seguridad, y los esfuerzos de la fuerza pública para aumentar la confianza de la población local continúan siendo socavados por los abusos contra los derechos humanos y las violaciones del derecho internacional humanitario. Ecuador y Venezuela enfrentan problemas crecientemente similares. Las fuerzas públicas de los tres países tienen que actuar de acuerdo con las normas y centrarse más en la seguridad ciudadana, y sus autoridades civiles tienen que tomar la delantera en la prestación de servicios.

En segundo lugar, las respuestas a los graves problemas humanitarios son hasta ahora insuficientes. Colombia sigue enfrentando dificultades para atender a los desplazados internos y a otras víctimas del conflicto, un gran número de las cuales cruzan las fronteras en busca de protección. Sin embargo, su protección no ha sido una prioridad en Venezuela, lo cual ha dejado a una población de 200.000 personas en una situación de aguda vulnerabilidad. Lo anterior contrasta con la respuesta de Ecuador, país que ha reconocido a unos 54.000 refugiados colombianos, dándoles documentación. Sin embargo, desde enero de 2011, Ecuador ha restringido su política, exponiendo a estas personas a nuevos riesgos. Los gobiernos son reacios a darle más peso a un asunto potencialmente conflictivo en las relaciones bilaterales, pero mirar hacia otro lado sólo agravará los problemas en el largo plazo.

En tercer lugar, aún hacen falta espacios e instituciones eficaces para la solución mancomunada de problemas y la promoción del desarrollo fronterizo. Esto refleja en parte la reticencia de los vecinos a reconocer alguna responsabilidad en un conflicto que, a su juicio, es un asunto interno de Colombia, pero que en realidad se sostiene gracias a redes criminales transnacionales y que cobra cada vez más víctimas en cualquier lado de las fronteras. La alta volatilidad diplomática también perjudica los esfuerzos por institucionalizar una cooperación que debería basarse en la participación de las autoridades locales, la sociedad civil y el sector privado. En una región donde las crisis diplomáticas suelen ser frecuentes, el actual mejoramiento en el clima político les ofrece a los gobiernos la oportunidad de fomentar la presencia de la autoridad civil, mejorar la situación humanitaria y lograr que las relaciones sean más sostenibles. Deben aprovecharla.     

Bogotá/Bruselas, 31 de octubre de 2011

Executiv Summary

Improved relations between Colombia and its neighbours have not alleviated the plight of border communities. For fifteen years, porous borders that offer strategic advantages to illegal armed groups and facilitate extensive illicit economies have exposed them to an intense armed conflict that is made worse by the widespread absence of public institutions. The warfare triggered a humanitarian emergency and worsened relations especially with Ecuador and Venezuela, the most affected neighbours. Spurring development in the periphery and reconstructing diplomatic ties are priorities for President Juan Manuel Santos. A little over a year into his term, his new policies have paid undoubted diplomatic and some security dividends. But the hard part is still ahead. Efforts to improve the humanitarian situation and build civilian state capacity must be scaled up, tasks that, amid what is again a partially worsening conflict, have been neglected. Otherwise, pacifying the troubled border regions will remain a chimera, and their dynamics will continue to fuel Colombia’s conflict.

Border regions were drawn into the armed conflict by the mid-1990s, when they became main theatres of operations for illegal armed groups, often financed by drug trafficking. A crackdown under Álvaro Uribe, Santos’s predecessor, brought only elusive gains there. The illegal armed groups have been pushed deeper into the periphery but not defeated. Coca cultivation and drug trafficking remain significant. Violence has come down in most regions, but remains higher along the borders than in the nation as a whole, and security has begun to deteriorate in some zones, as New Illegal Armed Groups and paramilitary successors (NIAGs) extend their operations, and guerrillas gain new strength. The Uribe approach also carried high diplomatic costs. Relations with the neighbours became toxic over a 2008 Colombian airstrike on a camp of the main rebel group, FARC, located just inside Ecuador and over allegations that Venezuela was harbouring guerrillas.

Fixing the border problems has been a priority for Santos. He has moved quickly to restore diplomatic relations with Ecuador and Venezuela, and bilateral platforms are in an early stage of either being revived or created. There is a strong political commitment on all sides to preserve the restored friendships, despite the continuing presence of illegal armed groups in both neighbouring countries. Security cooperation is improving. The Colombian Congress has passed a constitutional reform to redistribute royalties from oil and mining concessions, a measure that should increase funds for public investment in many peripheral regions that currently do not benefit from that bonanza. In an effort to produce tangible results fast, the foreign ministry is leading implementation of projects aimed at boosting social and economic development in border municipalities.

The Santos agenda represents a substantial policy shift, but as the conflict continues unabated in the border regions and has increasing repercussions on Venezuelan and Ecuadorian soil, problems remain. Three sets of issues need to be tackled. First, more must be done to increase the civilian state presence in the destitute border areas. Militarisation of the borders has failed to deliver durable security gains, and efforts by security forces to increase their standing with local communities continue to stumble over human rights abuses and violations of international humanitarian law. With dynamics along their borders increasingly resem­bling the situation in Colombia, similar problems are fast emerging in Ecuador and Venezuela. The security forces of all three countries must play by the book and focus more on citizen security, and their civilian authorities must take the lead in providing services.

Secondly, more effective responses to the severe humanitarian problems are needed. Colombia continues to struggle to attend to internally displaced persons (IDPs) and other victims of the conflict, a large number of whom cross the borders in search of protection. But protecting them has not been a priority in Venezuela, leaving an estimated 200,000 highly vulnerable. This contrasts with the response in Ecuador, which has recognised and provided documentation to some 54,000 Colombian refugees. But Ecuador has tightened its policy since January 2011, exposing such individuals to new risks. Governments are hesitant to give more weight to a potentially divisive issue in bilateral relations, but looking the other way will only make matters worse over the long run.

Thirdly, efficient forums to solve problems jointly and pro­mote border development are still lacking. This partly reflects the neighbours’ reluctance to acknowledge any responsibility for a conflict they consider a domestic matter of Colombia but that in fact is sustained by transnational criminal networks and is increasingly creating victims on all sides of the borders. The high diplomatic volatility has also been damaging efforts to institutionalise cooperation that needs to be grounded in buy-in and participation of local authorities, civil society and the private sector. In a region where the next diplomatic crisis is often not far away, the current improved political climate offers the governments a chance to boost civilian state presence, improve the humanitarian situation and put relations on a more sustainable footing. They should seize it.

Bogotá/Brussels, 31 October 2011

 

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