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Justicia a prueba en Guatemala: el caso Ríos Montt

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Resumen ejecutivo

En un lapso de diez días los tribunales guatemaltecos hicieron y deshicieron la historia legal del país. El juicio del ex dictador José Efraín Ríos Montt, así como la condena impuesta el 10 de mayo de 2013 por genocidio y otras violaciones a los derechos humanos fue un logro extraordinario para un sistema de justicia que debe lidiar de manera simultánea con el legado de un atroz conflicto interno y las aflicciones contemporáneas de la violencia de pandillas, la corrupción y el tráfico ilícito de drogas. Sin embargo las víctimas apenas habían terminado de celebrar cuando la Corte Con­sti­tucional anuló la sentencia, en una decisión confusa que planteó dudas sobre si hubo intervención externa. La impunidad generalizada de la violencia del pasado y del presente tiene un efecto corrosivo sobre la democracia del país. No reanudar el juicio en contra de Ríos Montt por atrocidades masivas y no buscar la justicia para las víctimas de crímenes violentos debilitaría el escaso progreso alcanzado en el Estado de Derecho, incluyendo un poder judicial fuerte e independiente.

El caso en contra de Ríos Montt y del ex director de inteligencia militar José Mau­ricio Rodríguez Sánchez ha sido enviado a un nuevo tribunal, aunque los desafíos legales hacen que su reanudación sea algo incierta. Si es que el proceso se reanuda, los nuevos jueces tendrán que escuchar otra vez los testimonios concernientes a las masacres, violaciones, torturas y desplazamientos forzados de las comunidades Maya-Ixil en 1982 y 1983, cuando Ríos Montt era el presidente de facto. Los fiscales acusaron a los dos generales retirados por genocidio y violaciones al derecho internacional humanitario, argumentando que eligieron exterminar al pueblo Ixil con el objetivo de privar a las guerrillas de apoyo. Aunque el tribunal condenó a Ríos Montt, absolvió a su coacusado. Gracias a décadas de trabajo por parte de organizaciones de víctimas, investigadores de los derechos humanos y antropólogos forenses, los fiscales pudieron hacer uso de una gran cantidad de pruebas orales, documentales y físicas. Una fiscal general con antecedentes de trabajo en derechos humanos, Claudia Paz y Paz, insistió en avanzar con el caso, junto con otros juicios de alto perfil tanto de ex funcionarios de gobierno como de miembros de la delincuencia organizada. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), auspiciada por las Naciones Unidas, ayudó a diseñar la creación de la corte de alto riesgo que asumió el caso, proporcionando jueces debidamente entrenados y previamente evaluados, con seguridad adicional.

El resultado fue un juicio público, en gran medida ejemplar, que incluyó el testimonio de más de 100 víctimas y expertos, sujetos al interrogatorio de ambas partes. Las imágenes transmitidas en televisión nacional del ex-dictador encarando a los testigos de una de las comunidades indígenas más pobres, demostró claramente el principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

Pero lo que pasó dentro de la corte sólo fue una parte de la historia. Los abogados defensores presentaron más de una docena de peticiones para retrasar o descarrilar el proceso. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha advertido en repetidas ocasiones que las acciones de amparo son utilizadas en Guatemala para obstruir la justicia en casos de derechos humanos y otros casos de alto perfil, alimentando la percepción de que la justicia está a la venta y haciendo que las víctimas sean menos propensas a cooperar con las autoridades.

A medida que el juicio llegaba a su fin, poderosos grupos de interés intensificaron sus campañas en contra del proceso. Una fundación “anti-terrorista” liderada por militares veteranos acusó en los medios de comunicación a los defensores de los derechos humanos de ser colaboradores de la guerrilla. Los gremios empresariales advirtieron que el juicio estaba fomentando la polarización e, inmediatamente después de que se anunciara la condena, pidió a la Corte Constitucional que anulara la sentencia. El presidente Otto Pérez Molina, un general retirado, manifestó su opinión en repetidas ocasiones diciendo que los militares nunca cometieron actos de genocidio, aunque prometió respetar el proceso judicial.

A muchos les pareció que los jueces estaban respondiendo a la presión política cuando el 20 de mayo la Corte Constitucional obvió el camino del proceso de apelación y anuló la sentencia dando una explicación poco clara. Aún cuando la corte canceló técnicamente sólo parte del juicio, su decisión obligó a que el tribunal original se abstuviera de seguir conociéndolo, por lo que fue necesario enviar el caso a un nuevo tribunal.

Ahora se debe permitir a estos nuevos jueces trabajar sin interferencia, examinando cuidadosamente tanto los argumentos de los acusadores como los de la defensa. Incluso si Ríos Montt autorizó procedimientos sumarios militares como dictador, tiene el derecho a un juicio justo, como todas las personas acusadas bajo gobiernos democráticos. Pero las víctimas también tienen derechos. El pueblo Ixil ya ha esperado 30 años para tener justicia. ¿Podrá un nuevo tribunal llegar a una decisión final basada en la evidencia? ¿O es que el proceso se prolongará y el juicio terminará una vez más en la confusión y la controversia, dejando en duda la capacidad guatemalteca para enjuiciar a acusados poderosos? Cualquiera sea la respuesta, enviará un mensaje poderoso sobre el Estado de Derecho en un país en donde la democracia sigue siendo frágil.

El sistema judicial de Guatemala enfrentará otra prueba en 2014, cuando comience el proceso de nominación de los candidatos para una nueva Corte Suprema y otros tribunales de apelación y se escoja a un nuevo fiscal general o le extienda a Paz y Paz un período adicional. Las autoridades políticas deben actuar de manera urgente para asegurar que los candidatos sean seleccionados por sus méritos, dentro de un proceso transparente que realce el prestigio y la independencia de los jueces. Está en juego la capacidad de lidiar no sólo con los abusos del pasado, sino también con la delincuencia y la corrupción que amenazan la democracia hoy en día.

Ciudad de Guatemala/Bogotá/Bruselas, 23 de septiembre de 2013

Executive Summary

Within ten days, Guatemalan courts made and unmade legal history. The trial and conviction of former dictator José Efraín Ríos Montt on 10 May 2013 for genocide and other human rights violations was an extraordinary achievement for a justice system that must grapple simultaneously with the legacy of a vicious internal conflict and the contemporary scourges of gang violence, corruption and illegal drug trafficking. Victims had barely finished celebrating, however, when the Constitutional Court annulled the verdict in a confusing decision that raised questions of outside interference. Widespread impunity for past and present violence continues to have a corrosive effect on the country’s democracy. Failure to renew the trial for mass atrocities against Ríos Montt and pursue justice for the victims of violent crime would undermine its halting progress toward rule of law, including a strong independent judiciary.

The case against Ríos Montt and former director of military intelligence José Mauricio Rodríguez Sánchez has been passed to a new tribunal, though legal challenges make its renewal uncertain. If and when proceedings resume, the new judges will have to rehear testimony regarding massacres, rapes, torture and the forced displacement of Maya-Ixil communities in 1982 and 1983, when Ríos Montt was the de  facto head of state. Prosecutors charged both retired generals with genocide and violations of international humanitarian law, arguing that they targeted the Ixil people for extermination to deprive guerrillas of support. Though the tribunal convicted Ríos Montt, it acquitted his co-defendant. Thanks to decades of work by victims associations, human rights investigators and forensic anthropologists, prosecutors could draw on abundant oral, documentary and physical evidence. An attorney general with a background in human rights work, Claudia Paz y Paz, pushed the case forward, along with other high-profile prosecutions of both ex-government officials and organised crime figures. The UN-sponsored International Commission against Impunity in Guatemala (CICIG) helped engineer creation of the high-risk court that heard the case, providing specially trained and vetted judges with extra security.

The result was a largely exemplary public trial, including testimony from more than 100 victims, plus experts from both sides, and opportunities for cross-examination. Images broadcast on national television of the ex-dictator facing witnesses from one of the poorest indigenous communities vividly demonstrated the principle that all citizens are equal before the law.

But what happened in the courtroom was only part of the story. Defence attorneys filed more than a dozen petitions to delay or derail the proceedings. The Inter-American Commission on Human Rights has repeatedly warned that procedural actions are used in Guatemala to obstruct justice in human rights and other high-profile cases, fuelling perceptions that justice is for sale and making victims less likely to cooperate with authorities.

As the trial reached its conclusion, powerful interest groups intensified their campaigns against the process. An “anti-terrorist” foundation led by military veterans attacked human rights advocates as guerrilla collaborators in the media. The business chambers warned that the trial was fomenting polarisation and immediately after the conviction demanded that the Constitutional Court annul the verdict. President Otto Pérez Molina, a retired general himself, repeatedly stated his view that the military never committed genocide, though he promised to respect the judicial process.

When the Constitutional Court short-circuited the appeal process and threw out the verdict on 20 May in a poorly explained decision, it appeared to many that the judges were responding to political pressure. Although the court technically cancelled only part of the trial, their decision forced the original three-judge panel to withdraw, sending the case to a new tribunal.

These new judges must now be allowed to work without interference, weighing carefully both prosecution and defence arguments. Although Ríos Montt authorised summary military proceedings as dictator, he has the right to a fair trial, like all defendants under democratic governments. But the victims also have rights. The Ixil people have already waited 30 years for justice. Will a new tribunal be able to reach an evidence-based verdict that sticks? Or will the process drag out, and the trial end in confusion and controversy again, casting doubt on Guatemala’s ability to prosecute powerful defendants? Whatever the answer, it will send a powerful message about rule of law under the country’s still fragile democracy.

Guatemala will face another test of its judicial system in 2014, when it begins the process of selecting nominees for a new Supreme Court and other appeals tribunals and either chooses a new attorney general or gives Paz y Paz another term. Political authorities should act urgently to ensure that candidates are selected on merit in a transparent process that enhances the prestige and independence of judges. At stake is the ability to deal with not just past abuses, but also the crime and corruption threatening democracy today.

Guatemala City/Bogotá/Brussels, 23 September 2013

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