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Totonicapán: tensión en las tierras indígenas de Guatemala

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Resumen ejecutivo

El 4 de octubre de 2012 soldados guatemaltecos presuntamente abrieron fuego en contra de manifestantes mayas del altiplano de Totonicapán, matando a seis e hiriendo a más de 30. Fue una tragedia que parecía mostrar no sólo los peligros de usar al ejército para mantener el orden público sino también las crecientes tensiones dentro de las empobrecidas comunidades indígenas. Aunque inicialmente el presidente Otto Pérez Molina negó responsabilidad militar en la matanza, hizo lo correcto al permitir a fiscales llevar a cabo una investigación exhaustiva. El gobierno ahora debe intensificar los esfuerzos para reformar y reforzar la policía nacional, a través de metas claras para un retiro de los militares de las funciones de orden público. Para minimizar el riesgo de nuevos enfrentamientos, se deben abordar las demandas legítimas de las comunidades indígenas para tener acceso a electricidad, educación y tierras, así como también a su derecho a ser consultadas sobre decisiones que afecten su cultura y subsistencia.

La militarización de la policía es especialmente peligrosa en un país con desigualdades económicas abismales entre los descendientes de los colonizadores europeos y los pueblos originarios, en su mayoría de ascendencia maya. Las protestas de la población indígena –afectadas por la pobreza– contra la minería y los proyectos hidroeléctricos y a favor de mayor acceso a la educación, tierra y servicios públicos, están en aumento. El detonante de las protestas de octubre fueron los altos precios de la electricidad. Pero los manifestantes también incorporaron demandas por una educación asequible y por el reconocimiento y promoción de los derechos de los pueblos indígenas.

El gobierno y sus aliados dentro del sector privado están decididos a promover inversiones en los sectores de la minería y la energía que, según ellos, estimularán el desarrollo económico al crear empleos y generar los ingresos necesarios para financiar tanto la infraestructura como los programas sociales. Los opositores, incluyendo algunas comunidades mayas directamente afectadas por estos proyectos, temen que los beneficios serán sólo para una reducida élite, mientras que los pobres de zonas rurales tendrán que padecer los costos ambientales y sociales.

El pasado reciente de Guatemala convierte este descontento social en algo particularmente peligroso. Entre 1960 y 1996, el país sufrió una de las campañas contrainsurgentes más brutales en la historia de América Latina. Una comisión de las Naciones Unidas estimó que unas 200,000 personas murieron, en su mayoría asesinadas por las fuerzas de seguridad en comunidades maya del altiplano occidental.

Ambos extremos del espectro político han usado la tragedia de Totonicapán para evocar el pasado: algunos activistas denominaron los asesinatos como una masacre, sugiriendo que el ejército mató deliberadamente a los manifestantes. Algunos sectores conservadores han insinuado una conspiración radical para crear mártires y neutralizar a las fuerzas armadas.

El presidente Pérez Molina ha tomado varias medidas para reducir las tensiones. En el caso de Totonicapán, su gobierno promovió reuniones entre las autoridades locales, la empresa de electricidad y los funcionarios gubernamentales, y logró un acuerdo para reducir el costo del alumbrado público. Su gobierno también prometió promover una ley de desarrollo rural (ahora estancada en el congreso) que podría aliviar la pobreza indígena a través de la producción local de alimentos y el acceso a la tierra.

Pero la tensión sobre la minería y los proyectos hidroeléctricos continúa avivando conflictos en muchas áreas rurales. El gobierno necesita dar a las poblaciones indígenas voz y participación en la formulación e implementación de políticas que impacten sus intereses fundamentales.

La responsabilidad no sólo está en las manos de los gobernantes nacionales. Las autoridades locales y comunales, así como las organizaciones que representan los intereses indígenas y/o rurales, necesitan negociar de buena fe para alcanzar acuerdos democráticos sobre cómo administrar los recursos naturales. También deben comprometerse a realizar protestas pacíficas que infrinjan lo menos posible los derechos y modos de vida de otras comunidades.

Ciudad de Guatemala/Bogotá/Bruselas, 6 de febrero de 2013

Executive Summary

On 4 October 2012, Guatemalan soldiers allegedly opened fire on Maya protestors from the highland province of Totonicapán, killing six and injuring more than 30. It was a tragedy that appeared to show not only the dangers of using the army to maintain public order but also the rising tensions within impoverished indigenous communities. Although President Otto Pérez Molina initially denied military responsibility for the shooting, he did the right thing by allowing prosecutors to conduct a thorough investigation. Now the government must step up efforts to reform and strengthen the national police, establishing clear benchmarks for the military’s withdrawal from law enforcement. To minimise the risk of new confrontations, it must also address the legitimate demands of indigenous communities for access to electricity, education and land, as well as their right to be consulted about decisions that affect their culture and livelihoods.

The militarisation of law enforcement is especially perilous in a country with yawning economic inequalities between the descendants of European colonisers and the original, largely Maya, inhabitants. Protests over mining and hydroelectric projects, educational reform and access to land and public utilities, especially by the desperately poor indigenous population, are on the rise. The trigger of the October protests was high electricity prices. But the marchers also incorporated demands for affordable education and the recognition and promotion of indigenous rights.

The government and its allies within the business community are determined to pursue investments in mining and hydroelectric power that it believes will stimulate economic growth, creating jobs and generating the revenues necessary to fund both infrastructure and social programs. Opponents, including some Maya communities directly affected by those projects, fear the benefits will accrue only to a narrow elite, while the rural poor will bear the environmental and social costs.

Guatemala’s recent past makes such unrest particularly dangerous. Between 1960 and 1996, the country suffered one of the most brutal counter-insurgency campaigns in Latin American history, during which, a UN commission has estimated, 200,000 people died, most of them killed by security forces in Mayan highland communities.

Both ends of the political spectrum have used the Totonicapán tragedy to evoke the past: Some activists dubbed the killings a massacre, suggesting the army deliberately gunned down protesters to suppress legitimate dissent. Some conservatives have hinted at a radical conspiracy to create martyrs and neutralise the armed forces.

President Pérez Molina has taken several steps to defuse tensions. In the case of Totonicapán, his government promoted an agreement between local officials, the electricity utility and government regulators that may lower the cost of public lighting. It has also promised to continue pushing for a rural development law (stalled in Congress) designed to combat indigenous poverty by promoting local food production and access to land.

But tension over other issues, such as mining and hydroelectric projects, continues to fuel conflict in many rural areas. The government needs to give indigenous populations a voice and a stake in the formulation and implementation of policies that will have an impact on their fundamental interests.

The onus is not on the national government alone. Local and communal authorities, as well as organisations that represent indigenous and/or rural interests, need to negotiate in good faith to reach democratic compromises on how to manage natural resources. They must also commit themselves to peaceful protests that infringe as little as possible on the rights and livelihoods of other communities.

Guatemala City/Bogotá/Brussels, 6 February 2013

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