Las abandonadas periferias en América Latina: ¿qué hacer en las fronteras?
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Op-Ed / Latin America & Caribbean 3 minutes

Las abandonadas periferias en América Latina: ¿qué hacer en las fronteras?

Uno de los temas menos visibles en los debates políticos y las contiendas electorales de América Latina, es la prosperidad y la seguridad de nuestras fronteras. La periferia de nuestras naciones es, al mismo tiempo, el área con la mayor violencia y el menor desarrollo. Pero solo nos acordamos de ellas cuando hay un brote de violencia, cuando queremos proclamar nuestra soberanía, o cuando intentamos levantar diques a la migración. Salvo en contadas excepciones, no tenemos políticas sostenibles para incluir a los millones de ciudadanos ubicados en estas zonas estratégicas.

El reciente informe de International Crisis Group: "Corredor de violencia: la frontera Guatemala-Honduras" resalta estas dificultades, multiplicadas en este caso debido a que esta área sufre una de las violencias más agudas del planeta. La tasa de homicidios en las provincias fronterizas entre estos dos países es hasta tres veces mayor que la media nacional. Los narcotraficantes y grupos criminales son autoridades de hecho, distribuyendo empleos y brindando los servicios que los gobiernos no son capaces de entregar. Hasta ahora, la respuesta ha sido principalmente militar y de interdicción, limitación que alcanza también a buena parte de la cooperación internacional: solo interesa contener la criminalidad y arrestar a los capos, pero poco rédito parece dar el desarrollo y la seguridad sostenible.

El caso de estos dos países, que forman parte del complejo triángulo norte de América Central, es especialmente grave porque el narcotráfico ha escogido estos lugares como el punto de aterrizaje o desembarco de cerca del 75% de la cocaína que es traída desde los países andinos, que luego es trasladada por tierra o lanchas rápidas hacia México y la ciudades de los Estados Unidos. A pesar de algunos importantes arrestos y extradiciones de capos del narcotráfico, y del impacto regional de la guerra contra los carteles en México, los grupos criminales se adaptan, se multiplican y diversifican sus fuentes de ingreso: ahora los préstamos extorsivos y el lavado de dinero son una fuente importante de recursos para estas redes.

Mientras que en Honduras el enfoque es esencialmente militar y policial, en Guatemala la labor de la Fiscalía, dirigida por una digna funcionaria que no tuvo la satisfacción merecida de ser reelegida en su cargo, y el apoyo de la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), han permitido desarticular redes y ahuyentar la amenaza de los Zetas, que hacían presencia en esta frontera. Sin embargo, aún con los mejores fiscales y policías, poco es lo que se puede hacer para recuperar la confianza de los habitantes de las comunidades fronterizas sino se despliegan esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de la población, y dar oportunidades a su juventud, altamente vulnerable a la criminalidad.

Hay algunos ejemplos dignos de ser estudiados a mayor profundidad y, eventualmente, de ser transmitidos a América Central. En Colombia, en una labor silenciosa, el Plan de Fronteras para Prosperidad implantado bajo el gobierno Santos ofrece un novedoso esquema de diseño y ejecución de proyectos implementados en 77 municipios por un monto comprometido de hasta 32 millones de dólares. Estos proyectos – que incluyen empleo productivo, actividades culturales y fortalecimiento del tejido social – parecen tener un impacto positivo en municipios de Colombia en donde el conflicto armado, la criminalidad y la pobreza todavía son un problema grave.

Por otro lado, el Plan Binacional de la Frontera Ecuador-Perú ofrece otro ejemplo interesante. Ambos países estuvieron enfrascados en al menos tres guerras fronterizas entre 1941 y 1995. El tratado de paz y amistad de 1998 tuvo el acierto de crear un ente inter-gubernamental, con cierta autonomía, que ha atraído inversiones en infraestructura por más de 220 millones de dólares y que ha elevado el nivel de vida de las comunidades fronterizas.

En ambos casos hace falta más investigación empírica y es posible que sufran de algunas limitaciones, como por ejemplo la desconexión entre desarrollo y la agenda de seguridad. Sin embargo, parece que es una buena idea establecer planes y agencias centrales que actúen con criterio técnico pero con dirección política para priorizar recursos públicos y canalizar la ayuda del sector privado.

Estos países prestarían un servicio importante si sistematizar sus experiencias y transmitirlas a los centroamericanos. De igual manera, las iniciativas existentes de la Unión Europea, Estados Unidos y mecanismos regionales como el Sistema de Integración Centroamericano (SICA) deberían modificar sus objetivos y metodología hacia la construcción de confianza ciudadana, y no solo de control – a veces algo histérico – de las fronteras.

Las fronteras poco importan a los políticos, pero ellos deberían empezar a entender que nuestro desarrollo no es medido solo por el desarrollo urbano, floreciente en algunos casos, de nuestras grandes ciudades, sino por el desarrollo y la legalidad en donde terminan (o empiezan) nuestras naciones. Esa es la soberanía que debería importar.
 

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