Los balances entre paz y justicia en América Latina: ¿El pasado nos condena o nos redime?
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Speech / Latin America & Caribbean 17 minutes

Los balances entre paz y justicia en América Latina: ¿El pasado nos condena o nos redime?

Ponencia preparada para el Noveno Conversatorio de la Jurisdicción Constitucional: “Diálogo constitucional para la paz”. Medellín, 18 de septiembre de 2014.

Se podría afirmar que muchos de los elementos de lo que se denomina contemporáneamente “justicia transicional” tuvieron su origen en países latinoamericanos. Es quizás ésta la región en donde se han intentado más modelos para transitar desde dictaduras, regímenes autoritarios y guerras, hacia la democracia y la paz. No obstante este largo recorrido, no hay país latinoamericano que haya concluido, definitivamente y con certeza, los tensos debates entre demandas sociales, éticas y jurídicas complejas y que compiten entre sí. En particular, el pasado en nuestros países sigue construyendo (o afectando) a nuestro presente y modelando nuestro futuro como naciones, aunque a veces  deseemos y prefiramos ignorarlo.

Desde los primeros debates en el seno de las organizaciones de derechos humanos, sindicales, populares y políticas en América Latina durante la década de los setenta, hasta el actual dilema que enfrenta Colombia frente a su proceso de paz, las preguntas resuenan con singular paralelismo. ¿Es deseable voltear la página para asegurar el futuro? ¿Es posible una paz y una democracia estables si se pretende juzgar a los perpetradores de todos los crímenes? Por el contrario ¿es estable un régimen democrático y sostenible, una paz acordada, negando los derechos de las víctimas? Finalmente, ¿cuál es el balance óptimo entre la paz que se busca y la justicia que se debe?

En la presente conferencia abordamos solamente algunos de los contextos más relevantes en donde éstas y otras preguntas más específicas se formularon, pero en los que en general las respuestas siguen pendientes. Si aún hoy en Chile, por ejemplo, los onces de septiembre (aniversario del golpe de estado de 1973) dividen al país en cuanto a la interpretación sobre las “culpas” colectivas o individuales; si aún hoy en Guatemala, luego de 17 años de suscritos los acuerdos paz que dieron término a la guerra civil, hay sectores sociales y políticos que consideran a los juicios por crímenes de lesa humanidad como una “traición a la paz” y, si aún hoy, el gobierno de Brasil crea una comisión de la verdad para indagar por los hechos de una dictadura que se inició en 1964, es porqué, quizás, el pasado en nuestros países ha empezado a jugar un rol trascendente en el presente – más allá de los imaginarios heroicos de nuestras guerras o los mitos fundacionales que buscaron darnos identidad como naciones. La memoria se ha hecho un lugar en nuestros debates políticos, especialmente cuando se refiere a la imagen que queremos tener de tiempos de atrocidad y barbarie.

Algunos señalan esta característica (la del peso del pasado en el presente latinoamericano) como una de las causas de nuestro subdesarrollo. Según este argumento, esgrimido con astucia por el analista argentino Andrés Oppenheimer en un reciente best- seller, los latinoamericanos estamos tan amarrados a mitos y prejuicios que no somos capaces de liberarnos de taras ancestrales y darle rienda suelta a la creatividad, lo que nos permitiría abrazar los evidentes beneficios de la globalización. Simpatizo con el argumento si se trata de desatar de nuestras mentes y actitudes conductas racistas, excluyentes y machistas, que atrapan precisamente nuestra imaginación como ciudadanos que nos reconocemos en la igualdad y la no discriminación. Pero no comparto la consecuencia del argumento en cuanto a que la única manera de que América Latina avance y progrese, sea una vuelta permanente a la página, a dejar de discutir sobre lo que pasó y concentrarnos más bien en lo que pasará. Creo, y espero demostrarlo o al menos problematizarlo más en esta discusión, que el pasado en América Latina tiene las claves de nuestro desarrollo, las llaves de nuestra democracia y las puertas a una sociedad más incluyente. El problema no es que discutamos mucho de historia. El problema es que lo hacemos muy mal.

Las transiciones del pasado al presente.

La independencia latinoamericana fue un ejercicio notable, aún cuando sus protagonistas fueran inconscientes partícipes del drama, de una reconfiguración de la historia y la sustitución de los mitos colonizadores de España (la “empresa civilizadora”) por otros que se acomodaran más a la preeminencia de élites criollas que necesitaban no solo dominar por la fuerza, sino también por el poder de las ideas. Explicar la nación y la nacionalidad desde fronteras artificiales, sostenerla a través de guerras fratricidas y justificar el régimen de dominación sobre las mayorías indígenas, llevó a los republicanos latinoamericanos mucho tiempo. La dicotomía liberal-conservadora sirvió en mucho a ese propósito. A su manera, Francisco de Paula Santander, Benito Juárez y Diego Portales pertenecieron a esas generaciones de políticos-caudillos que configuraron una memoria aceptable para las élites gobernantes. Solo imaginemos si a los comuneros en Colombia o a Túpac Amaru en Perú o a Túpac Katari en Bolivia les hubiera ido mejor en su intento, radicalmente distinto, de implantar una historia de sus respectivas naciones.

La irrupción de la política de masas, derivado del sindicalismo y una mayor consciencia popular sobre su participación en la vida nacional configuran un segundo escenario transformador de la historia y la memoria latinoamericanas. Particularmente durante la primera mitad del siglo XX, sendos procesos reformistas y aún revolucionarios – algunos exitosos, otros derrotados y muchos otros normalizados – combatieron la memoria dominante y buscaron su reemplazo por otros imaginarios. Quizás el más trascendental fue el expresado en la Revolución mexicana, que construyó nuevos íconos y culmina en la instauración de régimen unipartidista del PRI, que dura 70 años y cuya resonancia cultural se siente en el México contemporáneo. En esta etapa, Gaitán, Sandino, Haya de la Torre y muchos otros levantaron una interpretación políticamente crítica de un sistema. Algunos terminaron asesinados, otros administrados por el poder.

Las convulsiones sociales se entrelazaron a la guerra fría, claramente a partir de la década de los cincuenta. El intento de industrialización y modernización del estado, común a todos nuestros países, requirió de arreglos políticos singulares. En muchos países, los regímenes oligárquicos dieron paso a democracias un poco más incluyentes, en las que participaron también aquellos que, desde la interpretación marxista de la realidad (una apuesta a su turno por construir una memoria colectiva) consideraron que los regímenes democráticos eran insuficientes y buscan su reemplazo por otras utopías.

Las memorias confrontadas en ese contexto generaron tragedias mayores. La doctrina de la seguridad nacional, que dividió al mundo entre civilizados y los que no lo eran, se adueñó de la mente y de los corazones de nuestras fuerzas armadas y de buena parte de las clases altas y algo de las medias. La confrontación fue casi una determinación histórica y concluyó con la destrucción de la democracia incipiente que veníamos construyendo con dificultades, así como con el arrasamiento de los moderados. Hubo dos regiones que vivieron este proceso con singular intensidad: América Central y el cono Sur de América Latina. Pero, en general, en todos nuestros países empezamos a radicalizarnos, hacia la derecha o hacia la izquierda. En ambos bandos, el desprecio a la democracia liberal fue mayúsculo. Las consecuencias de ese desprecio la pagamos hasta hoy.

Los experimentos reformistas en América Central fueron acallados sangrienta y rápidamente. Era demasiado para los intereses de la United Fruit que un presidente intentara cobrar impuestos en Guatemala, y eso justificaba en ese contexto la destrucción del experimento democrático, con el apoyo – hoy reconocido por tirios, troyanos y por Wikileaks – de la CIA y de sucesivas administraciones de los Estados Unidos. La violencia represiva en Guatemala y El Salvador fue enfrentada por la radicalización de grupos guerrilleros. 200,000 muertos dejaron tres décadas de guerra civil en Guatemala, y 80.000 en El Salvador. El triunfo del sandinismo en Nicaragua agregó gasolina a la volatilidad centroamericana. La guerra fue a muerte y el entendimiento, imposible.

El cono sur de América Latina estaba más lejos de las disputas entre el este y el oeste en la guerra fría, pero igualmente afectó la manera en que las élites y los ejércitos respondieron a la acción subversiva y guerrillera. Hace poco recordábamos, a propósito de los 40 años del golpe de estado en Chile, cómo el gobierno de Salvador Allende, democráticamente elegido, se convirtió en la tormenta perfecta. En una brillante definición de la memoria construida a partir de la destrucción de una de las democracias más estables de América Latina, un ex colaborador de Allende señalaba que probablemente las culpas sean compartidas, pero que las responsabilidades eran de algunas personas muy concretas. De igual manera, y después de años de profunda inestabilidad, los militares en Argentina terminaron por echar de la Casa Rosada a la viuda del General Perón (otro personaje que logró exitosamente implantar memorias colectivas) instaurando un infausto “proceso de reorganización nacional” que, entre 1976 y 1983 superó en maldad y perversidad a quienes lo precedieron. Las democracias caían como castillos de naipes: en Brasil, en Uruguay, en Perú. En 1980 solo las democracias de Colombia y Venezuela sobrevivían en medio de una inundación de juntas militares, comités de salvación nacional o regímenes civiles solo en apariencia.

Las dictaduras militares fueron cruentas. Pero debemos explorar más allá de las desapariciones, de las torturas, del exilio forzado, de la destrucción de vidas y familias mediante la persecución política. Debemos concentrarnos aquí en el intento violento de formación de una memoria que pretendió devorarnos a todos y explicarlo todo. Un poco fue lo que hizo Franco después de 1939: educar a los españoles “bien nacidos” en la civilización, en los símbolos patrios, en los valores católicos. Que importaba si había unos cuantos que renegaban de la herencia patria. Ya se harían cargo de ellos. La oposición a esta verdad autoritaria fue considerada una cosa, no conformada por seres humanos. Los  derechos humanos no eran para ellos. Los desaparecidos desaparecían porque algo habían hecho para merecerlo. La degradación moral fue profunda.

La restauración de las democracias y el término de los conflictos armados, en el Cono Sur y en América Central respectivamente, fue en muchos casos epidérmica pero no por ello menos trascendente. El empate estratégico entre el FMLN y El Salvador, sumado a la inestabilidad de un área estratégica en el contexto tardío de la guerra fría, llevaron al proceso de paz de Esquipulas y a otras negociaciones directas. Cuando llega la paz en 1996 en Guatemala, reinaba cierto optimismo sobre la posibilidad, esta vez sí, de construir una democracia que funcionara, que fuera incluyente, que previniera la recurrencia de la violencia. Ambos procesos (el de Guatemala y el de El Salvador) fueron sin duda exitosos. No hay que menoscabar la importancia de desactivar una fuente de tanto dolor y tanto sufrimiento, como el expresado por el pueblo maya en lo que se vino a denominar como genocidio entre 1982 y 1983. En mi trabajo actual en América Central, me preocupo siempre por recordar que la paz no fue un bien menor.

Y es que hay muchas razones para ser escépticos con relación a la paz en América Central. La ilusión principal era que la gente dejará de ser asesinada violentammente y esa ilusión está notoriamente incumplida. Los países centroamericanos tienen tasas de homicidios violentos que duplican o triplican las que se presentan en Colombia. El narcotráfico, las mafias de toda pelambre y las maras articuladas con las dos anteriores, siguen causando dolor y sangre. La otra ilusión frustrada, al menos claramente en Guatemala y Honduras, es que el término de los conflictos generaría una democracia más incluyente. Los mayas participan mínimamente en los poderes públicos, incluso menos – algunos dirían – que en tiempos de guerra. Honduras sigue pareciendo un país de la United Fruit, al punto que se habla de un estado próximamente a ser fallido.

Son razones para cuestionar la esperanza que nació cuando los fusiles ideológicos callaron. El término de los conflictos armados, gran lección que nos deja Centroamérica, no significa automáticamente la desaparición de los factores y actores violentos en una sociedad. Quizás son tres las lecciones que nos deja Centroamérica en la búsqueda de la paz.

Primero, la terminación de un conflicto hace que las viejas heridas (que pre-existieron al conflicto y que fueron acalladas por éste) se reabran. El singular caso de la ausencia de cohesión nacional en Guatemala, el persistente racismo, la inmensa desigualdad y al mismo tiempo una profunda desconfianza frente a un estado débil, capturable, con instituciones judiciales que navegan un mar de dificultades y carentes de legitimidad.  El juicio al General Efraín Ríos Montt es emblemático de todas estas dificultades. La sociedad guatemalteca se divide, en apariencia, sobre si se debe o no juzgar a un dictador que debería haber sido perdonado en aras de la reconciliación nacional.

Segundo, la terminación de un conflicto armado deja a un país acostumbrado a la violencia, a imponerse sobre el otro, a no negociar y a vivir fácilmente en la ilegalidad. La violencia en El Salvador tiene mucho que ver con un incompleto proceso de desarme, desmovilización y reinserción, así como de depuración de las fuerzas de seguridad de elementos que ayer mataban comunistas, y hoy se venden al mejor postor.

Tercero, la impunidad es pésima consejera y alienta la criminalidad en muchas otras formas. El Salvador acalló la demandas de justicia, planteadas incluso a través de una comisión de la verdad, cuando FMLN y gobierno de ARENA convinieron en enterrar en el olvido (“a la española”) los cientos de gravísimos crímenes. Nadie pagó un día de cárcel por matanzas horrendas. Hoy el FMLN es gobierno, la Corte Interamericana ha declarado inválida la amnistía, pero la mayor parte de los sectores políticos salvadoreños se resisten a considerar otro camino. La impunidad en otros países, como México y Honduras, explica – creo – buena parte del desbarajuste presente. En particular, la impunidad mella la confianza ciudadana en que hay igualdad y seguridad.

Las transiciones en el Cono Sur fueron algo más ejemplares, pero también sufrieron de profundos vaivenes.

La derrota militar en la guerra de Las Malvinas, la incompetencia militar para gobernar y la sangre que ya chorreaba por los costados de las juntas, le costó la cabeza a los dictadores. Poco después de la restauración de la democracia, los otrora todopoderosos se sentaron en el banquillo de los acusados, luego de un fulminante informe de la primera comisión de la verdad contemporánea, la Comisión Nacional de Estudio sobre Personas Desaparecidas. A fines de 1984, la justicia parecía haberse impuesto por sobre consideraciones de estabilidad o reconciliación. Todos los casos debían ser investigados y sancionados.

Rápidamente, la causa de la justicia perdió combustión y los presidentes argentinos fueron extendiendo, como capas añadidas una detrás de la otra, condiciones, limitaciones y finalmente indultos. Para 1989, la causa de la estabilidad y la gobernabilidad parecía haber triunfado. Nadie quedaba en cárcel.

Pero los tiempos cambian y avanzan. En 2001 la Corte Suprema argentina declaró nulas todas las artimañas y los represores volvieron a los tribunales. En un escenario que perdura hasta hoy, la causa de la justicia total parece haber prevalecido.

Pero conviene preguntarse si esa causa de la justicia ha acabado con todas las discusiones y debates sobre la memoria, sobre el perfil que los argentinos asignan a su dictadura. Hay algunas cosas que sí, otras que no tanto. La protesta social y los endémicos problemas económicos traen de vuelta los fantasmas del pasado.

En donde puede haber mejores respuestas a esta pregunta es en Chile. El golpe militar de Pinochet también trajo una importante cuota de muertos y desaparecidos, pero, a diferencia de la argentina, la dictadura en Chile fue económicamente exitosa (al menos al final). En Argentina son aves raras las que tengan un foto de Videla en su casa. En Chile, Pinochet es aún sujeto de admiración, o al menos de contemplación (usando el eufemismo colombiano).

El contexto dividido en Chile impidió que los crímenes de la dictadura fueran investigados. Los políticos de la Concertación Democrática fueron más moderados de lo que anunciaron ser y fueron conscientes que representaban a un poco más o menos de la mitad del país. La justicia en Chile fue hecha a empujones desde afuera. Un querido amigo, colega secretario ejecutivo de la Comisión de la Verdad en Chile, me decía hace unos años que teníamos que entender que en Chile se había impuesto la gradualidad y que por eso no se habían producido las radicales oscilaciones transicionales argentinas. Quizás tenga algo de razón. La política en Chile es un poquito más estructurada que en otros países de la región. Pero la verdad es que no me termino de creer el cuento. A Chile le pusieron la justicia Baltazar Garzón a empujones y las presiones internacionales con otros empujones.

Sin embargo, en Chile como en Brasil, la memoria sobre las dictaduras puede ser bastante contemplativa. En Brasil es aún más radical: la reconciliación fue un acto de estado, dijo la Corte Suprema hace unos años cuando se impugnó la ley de amnistía de 1979 y permitió el regreso de los exiliados y la liberación de los presos políticos. Ese sería el precio a pagar por la restauración de la democracia seis años después de la amnistía.

Las experiencia del cono sur y de América Central podría ser complementada, al menos en algunos de sus componentes, por el proceso transicional peruano, del que formé parte.

No hubo acuerdo de paz en el Perú para terminar el conflicto. Tampoco hubo una dictadura militar de la que había que salir. Pero si hubo transición, quizás más difusa y compleja. La guerra declarada por Sendero Luminoso, y luego por el más pequeño MRTA, fue hecha en contra de una democracia débil y balbuceante que salía de una dictadura militar de doce años que cercenó derechos civiles, pero que – al contrario de sus colegas del Cono Sur – tuvo un sabor reformista y con contadas violaciones a los derechos humanos.

Los peruanos no entendimos la violencia a lo que nos enfrentábamos y, como eso ocurría allá, lejos, en los andes, no importaba. Las matanzas y desapariciones, con una crueldad compartida entre los grupos armados y las fuerzas de seguridad, inundó de sangre los departamentos del sur centro peruano. Cuando la violencia llegó a Lima, como un acto propio del mesianismo senderista, el estado reaccionó violentamente. 70.000 muertos y desaparecidos y un país devastado social, económica y moralmente, fue el precio que pagamos por nuestra propia negligencia.

Fujimori fue el actor escogido para destruir la democracia y gobernar luego en un tenue autoritarismo, con el mensaje liberador y redentor que le fue exitoso. La memoria construida por Fujimori: redentora, salva patria, escondió durante un tiempo un talante corrupto, incluso más allá de una famosa frase acuñada en estas tierras: la corrupción no pudo ser bajada a sus justas proporciones. Una opereta de delaciones terminó con las pretensiones de Fujimori de ser reelegido una tercera vez. El, Montesinos y algunos de sus cómplices pagan hoy penas de más de 25 años de cárcel por múltiples crímenes contra los derechos humanos y por los billones de dólares robados al erario. La piel salvadora escondía unas entrañas podridas.

Al igual que en El Salvador, Brasil y Chile, en Perú hubo una ley de amnistía. Pero ésta fue declarada inválida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”. Me correspondió representar al estado peruano en este caso, cuando el gobierno de transición se dedicó a restablecer las relaciones con la comunidad democrática internacional, incluyendo restañar heridas abiertas con el sistema interamericano de derechos humanos. Nuestro razonamiento era que no podíamos derogar la ley de amnistía, pues eso implicaba – en términos jurídico penales – reconocer los efectos sobre los amnistiados. Requeríamos que la Corte Interamericana la declarara inválida, nula, inexistente, para que los jueces peruanos se atrevieran a reiniciar los procesos penales en contra los criminales.

Perú tuvo juicios por violaciones a derechos humanos, juicios por terrorismo y cero perdón y reconciliación legal. Las reparaciones concedidas, aún con dificultades, existen y son reales. Se han producido reformas. Y, sin  embargo, a 10 años de la presentación del informe final de la Comisión de la Verdad, la sociedad peruana sigue dividida, la negación del horror sigue presente en muchos (demasiados) círculos. Sendero Luminoso persiste como un fantasma político y también militar. Lo que es más grave, candidaturas y partidos que se adhirieron en distinta forma a pensamientos autoritarios o que fueron responsables (al menos indirectos) de graves crímenes, siguen vigentes y atraen altas votaciones. ¿Qué falló en el Perú?

Siempre he pensado en los curiosos paralelismos entre Colombia y Perú en materia de violencia y de justicia transicional. Ambos conflictos armados transcurren en democracias vigentes y gobiernos civiles, ambos producen una ola de indignación social contra los violentos y ambos afectan singularmente a las poblaciones más pobres y marginadas. En noviembre de 1985, siendo un estudiante de derecho, miré con horror en la televisión las imágenes de la toma y retoma de Palacio de Justicia – hecho reseñado por una comisión de la verdad en años recientes – y siete meses después, como el terror en mímica, me tocó ser testigo de la matanza de más de 300 presos en las cárceles de Lima y Callao. La misma lógica destructiva y las mismas secuelas. Ambos países viven y reviven esas matanzas todos los años. Y ambos hechos dividen a nuestros países.

Por eso creo que la experiencia peruana nos trae otro elemento, quizás menos visible de inmediato pero igualmente importante. Un elemento que me permite milagrosamente cerrar esta presentación: lo más importante de las transiciones es la batalla irresuelta por la memoria, por transformar las miradas unilaterales, salvadoras, presuntamente revolucionarias por una interpretación de nuestras historias que nos generen al menos dos cosas: una capacidad más fuerte para resistir la violencia y condenarla y una mejor disposición para sancionar moral, política y jurídicamente a aquellos que abogan por la violencia o que la justifican de algún modo.

La reinvención histórica de América Latina ha estado presente desde sus mitos fundacionales, desde la manera en que entendemos el sacrificio de Atahualpa, de Cuauhtémoc y de la transformación violente del orden pre-hispánico; desde la construcción de los estados nación y de la memoria libertadora de San Martín, de Hidalgo y de Bolívar; desde las transformación preconizadas por líderes sociales y políticos como Gaitán y Galán; pero también desde el uso de la violencia como mecanismo de supresión de la memoria y de imposición de una visión unilateral y excluyente.

La justicia transicional se ha expresado en América Latina en mecanismos e instituciones. Pero éstas solo reflejan algo más profundo y más vital: la historia nuestros países se reinterpreta a partir de batallas la mayor parte de ocasiones inconscientes. En estas transformaciones, como la construcción de la paz en Colombia, tenemos la invaluable oportunidad de avanzar, estas vez de manera consciente y voluntaria, en la construcción de una memoria nueva, que permita avanzar en la protección de las víctimas del olvido, pero que también permita construir una paz que sea duradera.

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