Para calmar la agitación, los líderes de Estados Unidos deben dejar de incitar al conflicto
Para calmar la agitación, los líderes de Estados Unidos deben dejar de incitar al conflicto
Demonstrators gather along the fence surrounding Lafayette Park outside the White House as protests continue over the death in police custody of George Floyd, in Washington, U.S. on 2 June 2020. REUTERS/Jim Bourg
Statement / United States 11 minutes

Para calmar la agitación, los líderes de Estados Unidos deben dejar de incitar al conflicto

A finales de mayo, el asesinato de George Floyd a manos de la policía provocó una ola de disturbios en múltiples ciudades de Estados Unidos. En lugar de aliviar las tensiones, el gobierno de Trump ha utilizado una retórica incendiaria, desplegó unidades militares en Washington y amenazó con enviarlas a otras ciudades. Se deben tomar decisiones con cabeza fría.

Durante más de una semana, el mundo ha visto cómo las heridas más profundas de los EE. UU., producto del legado de la esclavitud que aún no sana, y que están en carne viva como resultado de la permanente injusticia racial, estallaron en ira pública y violencia. El asesinato a manos de la policía de George Floyd, un hombre afroamericano que no llevaba armas, en Minneapolis, Minnesota, desencadenó una ola de protestas que llegó a casi todos los rincones del país, con disturbios y saqueos en muchas de las principales ciudades. La crisis puso en evidencia las divisiones políticas de la nación. En algunos estados y ciudades, al menos por momentos, líderes locales y funcionarios de seguridad intentaron reducir las tensiones con una combinación de empatía y firmeza. Sin embargo, en muchos otros casos, la policía local dispersó las manifestaciones con un uso excesivo de fuerza. En Washington, los líderes políticos y de seguridad de la nación parecieron incitar una respuesta de mano dura, comparando a las ciudades estadounidenses con un “campo de batalla” y amenazando con acciones militares si las autoridades locales no reprimían los disturbios. A largo plazo, la nación deberá tomar medidas para poner fin a la brutalidad de la policía y su militarización, así como a la desigualdad racial estructural, si quiere evitar crisis similares en el futuro. Ahora, sin embargo, lo que los líderes nacionales deben hacer es insistir en que los culpables del asesinato de Floyd sean llevados ante la justicia, apoyar a los funcionarios locales y líderes comunitarios que piden calma y reformas, abandonar su retórica belicosa y dejar de empeorar la situación.

El problema comenzó temprano en la mañana del 25 de mayo, el Día de los Caídos, un feriado que se considera el comienzo no oficial del verano en los EE. UU. Floyd, un hombre de 46 años, quien había predicado la no violencia en redes sociales, fue detenido por la policía frente a una tienda en Minneapolis. Los empleados de la tienda dijeron que Floyd había comprado cigarrillos con un billete falso de $20 dólares. Cámaras de vigilancia y teléfonos celulares captaron lo que sucedió después. Tras un breve forcejeo, la policía sometió a Floyd, quien estaba desarmado, y lo tuvo en el suelo, con la rodilla de un oficial clavada en su cuello durante casi nueve minutos, incluso después de que se quejara, al menos dieciséis veces, de no poder respirar, e incluso después de que quedara inconsciente. Más tarde esa mañana, un hospital local declaró su muerte. En los días siguientes, cuando las imágenes del asesinato de Floyd se volvieron virales, partes de Minneapolis explotaron y la indignación se extendió.

Algunos observadores expresaron su sorpresa por la magnitud de la reacción en Minneapolis, donde una multitud furiosa quemó por completo una estación de policía. Pero ese fue sólo el comienzo. Manifestantes salieron a las calles en 140 ciudades de todo el país, con protestas registradas en los 50 estados. Se trató principalmente de manifestantes pacíficos, pero en algunos casos también hubo agitadores violentos y saqueadores. En algunas ciudades, tales como Nueva York, las manifestaciones esencialmente pacíficas que colmaron las calles durante el día fueron reemplazadas por escenas de saqueo y destrucción al anochecer. Las multitudes dañaron la sede corporativa de CNN en Atlanta y rompieron vitrinas en lujosas calles comerciales de Chicago, Nueva York y Washington.

También hubo enfrentamientos entre manifestantes y policías. El 30 de mayo, manifestantes en la capital del país se aglomeraron contra las líneas policiales en el Parque Lafayette frente a la Casa Blanca. Ya sea con razón o no, esa noche, el Servicio Secreto llego a alterarse tanto que los agentes decidieron llevar al presidente Donald J. Trump a un búnker subterráneo. Las respuestas de la policía han variado significativamente en todo el país: algunas fuerzas mostraron disciplina y moderación (un sheriff de Michigan se quitó su equipo de dotación y marchó junto a los manifestantes) y otras usaron una fuerza desmedida contra manifestantes y periodistas.

Las fracturas en la política de la nación se hicieron evidentes en las palabras de sus líderes cívicos. Algunos, como la alcaldesa de Atlanta Keisha Lance Bottoms y el rapero Killer Mike, lograron un equilibrio, insistiendo en reformas para abordar el profundo dolor y la injusticia que sufre la comunidad afroamericana e instando a los manifestantes a mantener las protestas pacíficas. Otros, particularmente líderes conservadores como el presidente Trump y el fiscal general William Barr, hicieron un llamado a los cuerpos de  policía locales a ser “mucho más duros” y resaltaron el papel de los grupos radicales de izquierda y anarquistas en la instigación de los disturbios. Señalaron a Antifa (un término que se ha convertido en un comodín para referirse a una agrupación amorfa de activistas “antifascistas”), a la que Trump amenazó con designar como una organización terrorista, a pesar de que la ley estadounidense no lo faculta para hacerlo.

The trouble started on 25 May, Memorial Day, a holiday treated as the unofficial beginning of summer across the United States. Floyd, a 46-year-old who had preached non-violence on social media, was apprehended by police outside a convenience store in Minneapolis. The store clerks said Floyd had purchased cigarettes with a counterfeit $20 bill. Surveillance cameras and onlooker cell phones captured what happened next. After a brief struggle, the police subdued and pinned the unarmed Floyd to the ground, with an officer’s knee buried in his neck for nearly nine minutes – even after he complained, at least sixteen times, that he could not breathe, and even after he lost consciousness. Later that day, a local hospital pronounced him dead. In the coming days, as images of Floyd’s killing went viral, parts of Minneapolis exploded, and the outrage spread.

Some observers expressed shock at the force of the reaction in Minneapolis, which saw a furious crowd burn a police precinct house to the ground. But that was just the beginning. Marchers surged into the streets in 140 cities across the country, with gatherings recorded in all 50 states. They included mainly peaceful protesters, but in some places also rioters with more violent designs and looters. In some cities, such as parts of New York, the largely peaceful demonstrations that filled the streets during the day were replaced by scenes of looting and destruction after nightfall. Crowds defaced CNN’s corporate headquarters in Atlanta, and smashed storefronts on posh shopping streets in Chicago, New York and Washington.

There were also confrontations between protesters and police. On 30 May, protesters in the nation’s capital pushed up against police lines in Lafayette Park in front of the White House. Whether for good reason or not, the Secret Service was sufficiently rattled at one point that evening that agents ushered President Donald J. Trump to an underground bunker. Police responses varied widely around the country – with some forces showing discipline and restraint (one Michigan sheriff dropped his protective gear and walked alongside the marchers) and others using indefensibly heavy force against protesters and journalists.

The nation’s fractured politics played out in the words of its civic leaders. Some, like Atlanta Mayor Keisha Lance Bottoms and rapper Killer Mike, struck a balance – both insisting on reforms to address the deep pain and injustice borne by the African American community and urging protesters to be peaceful. Others, particularly conservative leaders like President Trump and Attorney General William Barr, urged local police to be “much tougher” and emphasised the role of radical left-wing groups and anarchists in fomenting the unrest. They singled out Antifa (a phrase that has become shorthand for an amorphous grouping of “anti-fascist” activists), which Trump threatened to designate as a terrorist organisation, even though U.S. law affords him no such power.

Quizás el desarrollo político más revelador en esta primera semana de protestas fue la creciente tendencia entre algunos destacados funcionarios electos y de seguridad a enmarcar los disturbios en términos propios de un conflicto armado.

Pero más allá de la fragmentación del discurso entre los líderes políticos, quizás el desarrollo político más revelador en esta primera semana de protestas fue la creciente tendencia entre algunos destacados funcionarios electos y de seguridad a enmarcar los disturbios en términos propios de un conflicto armado. Tan solo el 1 de junio, el congresista Matt Gaetz llamó a los manifestantes “terroristas” e instó a que fueran “perseguidos como ... en el Medio Oriente”; el senador Tom Cotton tuiteó que no debería haber “tregua para los insurreccionistas, anarquistas, agitadores y saqueadores”; y el secretario de Defensa Mark Esper instó a los gobernadores a “dominar el campo de batalla” en sus ciudades. La caracterización de Esper (que más tarde bajó de tono) provocó fuertes reproches de algunos militares retirados. El general retirado Martin Dempsey, expresidente del Estado Mayor Conjunto, tuiteó: “EE. UU. no es un campo de batalla. Nuestros conciudadanos no son el enemigo”.

Sin embargo, no era claro que los funcionarios de la administración tuvieran la intención de actuar con dicha cautela. En la noche del 1 de junio, el presidente Trump se dirigió a la nación desde el Jardín de Rosas de la Casa Blanca, amenazando con enviar a “miles y miles de soldados fuertemente armados y personal militar” para mantener la paz en las ciudades de EE. UU., insinuando que incluso podría hacerlo pasando por alto las objeciones de los funcionarios estatales a quien había reprendido horas antes por ser “débiles”. En lo que respecta a la ley y los precedentes jurídicos, quizás podría hacerlo. Algunos académicos del ámbito jurídico dicen que ciertas normas de amplio alcance (incluida la Ley de Insurrección de 1807) pueden, bajo ciertas circunstancias, permitirle al presidente comandar tropas de la Guardia Nacional (que normalmente están bajo el mando de los gobernadores), y desplegarlas al igual que al personal militar en servicio activo para reprimir agitaciones civiles.

Poco después de los comentarios de Trump en el Jardín de Rosas, las fuerzas de seguridad dispararon granadas de humo y balas de goma para dispersar a un grupo de manifestantes pacíficos y permitir que el presidente caminara por el Parque Lafayette con el secretario Esper y el general Mark A. Milley, actual presidente del Estado Mayor Conjunto, para posar con una biblia frente a la Iglesia Episcopal de San Juan, cuyo sótano había sido incendiado durante los disturbios. Esa noche, el general Milley, quien el presidente había anunciado que estaría “a cargo” de manejar la crisis, fue fotografiado en uniforme de combate mientras evaluaba las tropas militares convocadas para patrullar las calles del centro de Washington. El 2 de junio, la Casa Blanca anunció que unos 1600 soldados adicionales, incluida una fuerza de reacción rápida del ejército en servicio activo y la policía militar, se desplegarían en el área de la capital.

Las reacciones internacionales fueron rápidas y contundentes. Estas incluyeron desde grandes manifestaciones antirracistas en Sídney, París y otros lugares, hasta la creación de un mural de George Floyd en la ciudad de Idlib, controlada por rebeldes sirios. El secretario general de la ONU se manifestó, mientras que la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, emitió una poderosa declaración en la que denunció este “último en una larga línea de asesinatos de afroamericanos desarmados”, pidió a las autoridades estadounidenses que “tomen medidas serias para detener esos asesinatos y garantizar que se haga justicia cuando ocurran” y señaló el “papel que desempeña la discriminación racial arraigada y generalizada en tales muertes”. Aliados cercanos de EE. UU. lamentaron que Trump le “echara combustible al fuego” y condenaron el asesinato de Floyd como un “abuso de poder”, mientras que sus adversarios aprovecharon la situación para señalar la hipocresía estadounidense. El líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Khamenei, hizo un paralelo entre el trato de Floyd a manos de la policía y las acciones de EE. UU. en el extranjero, diciendo: “El crimen cometido contra este hombre negro es igual a lo que el gobierno de EE. UU. ha estado haciendo contra todo el mundo”. El resultado, inevitablemente, debilitará aún más la posición y credibilidad de EE. UU. a nivel global, particularmente cuando pretenda condenar la represión o la brutalidad perpetrada por otros gobiernos.

Sin importar lo que ocurra, los formuladores de políticas de los EE. UU. no deben dejar que el caos o el espectáculo empañe los orígenes de los eventos de la semana. El asesinato de George Floyd desencadenó protestas y violencia que se esparcieron como el fuego en parte porque se encontró con un terreno inflamable. EE. UU. nunca ha abordado adecuadamente el horrible legado de dos siglos y medio de esclavitud. Tampoco ha remediado ni superado la violencia institucionalizada y el racismo hacia los afroamericanos que se produjo tras su emancipación en la década de 1860. Todavía hay millones de estadounidenses que crecieron bajo el sistema de segregación Jim Crow respaldado por el infame fallo de la Corte Suprema de 1896 (posteriormente revocado) que determinó la constitucionalidad de instalaciones separadas racialmente, pero aparentemente iguales. El período de Jim Crow fue una época en la que los linchamientos, en los que las turbas blancas mataban a personas negras con el propósito expreso de aterrorizar a otros negros, eran comunes. Los afroamericanos nacidos después de la eliminación del sistema Jim Crow durante la era de los derechos civiles de los años 50 y 60, sin embargo, siguen conviviendo con flagrantes desigualdades estructurales: acceso desigual a educación, empleo, vivienda, atención médica, nutrición y protección bajo la ley.

Dada esta historia, la brutalidad policial hacia hombres y mujeres negros ha sido tanto un problema crónico, como una fuente recurrente de inestabilidad en las ciudades de EE. UU.

Dada esta historia, la brutalidad policial hacia hombres y mujeres negros ha sido tanto un problema crónico, como una fuente recurrente de inestabilidad en las ciudades de EE. UU. En abril y mayo de 1992, la exoneración de cuatro policías de Los Ángeles juzgados por la brutal paliza a Rodney King provocó seis días de violencia que causaron la muerte de 60 personas. En agosto de 2014, el asesinato de Michael Brown por parte de la policía de Ferguson, Missouri, dio inicio a diez días de disturbios, en los que los manifestantes se enfrentaron a la policía dotada de equipo de grado militar obtenido a través de un programa patrocinado por el Pentágono. En abril de 2015, la muerte de Freddie Gray por lesiones sufridas mientras era transportado en una camioneta de la policía dio inicio a dos semanas de protestas y violencia en Baltimore, Maryland.

En cuanto al contexto actual, el asesinato de George Floyd se produjo cuando el recuerdo de otras muertes aún estaba fresco. Solo unas semanas antes del asesinato de Floyd, se conoció una grabación que mostraba a un hombre afroamericano, Ahmaud Arbery, siendo perseguido y asesinado por dos hombres blancos mientras trotaba por un vecindario en el sur de Georgia. A mediados de marzo, la policía, actuando con una orden de arresto errónea en Louisville, Kentucky, derribó la puerta de Breonna Taylor, una paramédica afroamericana. En el tumulto que siguió, le dispararon ocho veces y la mataron en su propia casa. Hasta la fecha, nadie ha sido acusado por su asesinato.

También estaban frescos los recuerdos de formas de protesta que pretendían llamar la atención sobre la violencia policial contra los afroamericanos sin tomarse las calles. Algunos analistas han señalado la manera cómo líderes políticos repudiaron los esfuerzos del jugador de la Liga Nacional de Fútbol (NFL), Colin Kaepernick, por arrodillarse durante el himno nacional como símbolo de protesta contra la violencia policial. En 2017, el vicepresidente Mike Pence se retiró, de manera muy obvia, de un juego de la NFL cuando Kaepernick y algunos otros jugadores se arrodillaron durante el himno. Trump luego dijo que los atletas que expresan este tipo de desacuerdo “tal vez no deberían estar en el país”.

Sin una reforma fundamental este tema seguirá siendo una fuente de división e inestabilidad en los EE. UU.

Pero el tema de la violencia policial no se puede ignorar tan fácilmente. De hecho, lo que muestran las protestas actuales es que sin una reforma fundamental este tema seguirá siendo una fuente de división e inestabilidad en los EE. UU. Cuanto más pueda hacer el gobierno estadounidense por adoptar algunas de las ideas que se han presentado en este sentido, ya sea formando un grupo de trabajo nacional para redactar legislación que aumente la responsabilidad policial, tomando medidas para restringir cómo y cuándo la policía puede usar la fuerza y para que sea más fácil despedir a quienes no acaten dichas medidas, o revitalizando la División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia, mayores razones tendrán los manifestantes para pensar que las autoridades finalmente están tomando en serio sus reclamos. De particular importancia inmediata será demostrar que las autoridades están tomando todas las medidas pertinentes para garantizar que se haga justicia en el caso de George Floyd. La decisión del fiscal general de Minnesota el 3 de junio de presentar cargos contra los cuatro oficiales involucrados en la muerte de Floyd, y elevar el cargo contra el oficial principal a asesinato en segundo grado es un buen comienzo.

Quizás lo más urgente es que los líderes del país no continúen empeorando la situación.

Quizás lo más urgente es que los líderes del país no continúen empeorando la situación. Durante el último cuarto de siglo, Crisis Group ha analizado conflictos y crisis en todo el mundo, y hemos aprendido algunas lecciones sobre lo que se debe y no se debe hacer para resolver una crisis. Infortunadamente, el liderazgo actual en Washington parece estar eligiendo mucho más de la lista del “no hacer”, al tomar medidas y hacer declaraciones que deberían evitarse si el objetivo es reducir las tensiones en lugar de exacerbarlas. La administración Trump y sus aliados en el Congreso deberían abandonar la retórica incendiaria y que incita al pánico al sugerir que EE. UU. está en un conflicto armado con su propia gente, o que alguna facción política es el enemigo y así evitar que las fuerzas de seguridad se sientan alentadas o envalentonadas para atacarlos como combatientes. En lugar de demonizar a los reporteros, que en varios casos han sido atacados y arrestados por la policía a la que pretenden hacer rendir cuentas, los líderes políticos deben resaltar que una prensa robusta es uno de los pilares de la democracia y la estabilidad de los EE. UU. Si bien las autoridades nacionales deben respaldar la vigilancia policial firme y responsable cuando sea necesario para detener los saqueos nocturnos que continúan presentándose en algunos lugares, también deberían dar ejemplo a la policía local disculpándose por lo ocurrido fuera de la Casa Blanca el 1 de junio y dejar en claro que ninguna fuerza de seguridad debería usar estas tácticas contra manifestantes pacíficos.

Sin duda, varios líderes locales y algunos funcionarios de seguridad han dado el ejemplo correcto. Pero el beneficio de este liderazgo podría perderse si, en el otro extremo del espectro, el presidente Trump, tal vez jugando con lo que cree que será su ventaja política a medida que se acercan las elecciones de 2020, continúa enviando un mensaje de rabia, intolerancia y frustración, y no anuncia medidas para demostrar un compromiso significativo con al menos algunas de las reformas que deberían haber sido implementadas hace mucho tiempo. Quizás el peor escenario sería si aumenta las tensiones al invocar la Ley de la Insurrección y materializa sus amenazas de desplegar al ejército de los EE. UU., una medida a la que incluso el secretario Esper ahora le ha retirado su apoyo públicamente. Eso debería reservarse solo para las circunstancias más extraordinarias. En una poderosa declaración el 3 de junio, el exsecretario de defensa el general James Mattis criticó a Trump por “militarizar nuestra respuesta” a los disturbios de la semana y por la creación de “un conflicto, un falso conflicto, entre militares y la sociedad civil”. Desde que asumió el cargo en 2017, Trump ha expresado decididamente su deseo de retirar a EE. UU. de las guerras en el extranjero. Debería hacer grandes esfuerzos para no actuar como si quisiera una en casa.

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