​(L-R) Francisco Cubides, Luis Ospina, Ivan Velasquez, Gustavo Petro, Helder Giraldo, Jose Amezquita and Luis Cordoba pictured during a ceremony to appoint Velasquez as the new Defence Minister on August 20, 2022. Daniel Munoz / AFP
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Atrapados por el conflicto: cómo reformar la estrategia militar para salvar vidas en Colombia

El nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, dice que trabajará para conseguir la “paz total” en las zonas rurales donde hay una violenta competencia entre grupos armados y criminales. Esta tarea requerirá cambios a las estrategias militares que han sido usadas para combatir a las guerrillas en el pasado.

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¿Qué hay de nuevo? La estrategia militar en las zonas rurales de Colombia no ha logrado contener los conflictos que surgieron tras la firma del acuerdo de paz de 2016 con el movimiento guerrillero más grande del país y los campesinos están pagando el precio. El recién posesionado gobierno ha prometido reorientar la atención hacia la protección de la población civil, haciendo posible una profunda reforma.

¿Por qué importa? El ejército es la única institución capaz de responder al resurgimiento de la violencia a corto plazo. Sin embargo, su énfasis en capturas de alto nivel y la erradicación de coca socava la seguridad pública. Si cambia sus objetivos y métodos, puede ayudar a generar confianza, ser más eficaz y proteger mejor a los civiles de los grupos armados.

¿Qué se debe hacer? Las autoridades civiles deben priorizar la protección de la comunidad en las zonas rurales y adoptar nuevos indicadores para medir el éxito. El ejército debe ser más consciente de los costos que sus operaciones acarrean para las comunidades rurales, descartar aquellas en las que los costos superan los beneficios y trabajar hacia el diálogo para reconstruir la confianza pública.

Resumen ejecutivo

Con la promesa de introducir cambios radicales en la policía y el ejército, un nuevo gobierno está tomando las riendas de Colombia en un momento de creciente violencia. El recién posesionado presidente Gustavo Petro, el primer líder de izquierda en la historia reciente del país, se ha comprometido a cumplir el acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), seguir adelante con los esfuerzos para negociar y desmovilizar a otros grupos armados y criminales y evitar depender de la fuerza militar, lo que supone un cambio radical con relación al gobierno saliente. Pero es posible que grupos armados rechacen o incluso se aprovechen de las iniciativas de paz del gobierno. Además, a corto plazo, las fuerzas armadas permanecerán en el centro de la política de seguridad. Si bien a menudo la fuerza puede ser necesaria, los altos mandos militares y autoridades civiles deben evaluar con franqueza por qué las operaciones para capturar o dar de baja a criminales y la erradicación de cultivos de coca no han logrado detener la violencia y, frecuentemente, la han empeorado. Deben desarrollar una estrategia basada en nuevos indicadores de éxito, operaciones que eviten tratar a comunidades enteras como cómplices de los grupos armados y esfuerzos para recuperar la confianza con la población rural.

La más reciente generación de rebeldes y criminales de Colombia plantea desafíos abrumadores. Los conflictos que proliferan en las zonas rurales, en particular en las fronteras de Colombia y la costa del Pacífico, mantienen solo un leve parecido con los del pasado. Los insurgentes que seguían una doctrina marxista y los hiperviolentos cárteles del narcotráfico le han dado paso, en gran medida, a una fragmentada disputa por el dominio territorial entre docenas de grupos, incluidas facciones disidentes de las antiguas FARC, fuerzas posparamilitares y bandas criminales más pequeñas. La guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) aún tiene motivaciones ideológicas, aunque también ha abandonado su ambición de poder nacional.

Para casi todos estos grupos, las ganancias ilícitas son el principal objetivo. Los ingresos, a su vez, dependen del control territorial que aseguren, lo que se consigue más fácilmente a través de la coacción de la población local que tomándose el poder en Bogotá o librando una guerra abierta contra las fuerzas armadas del Estado. Los grupos armados rara vez buscan enfrentarse con el ejército, aunque sí realizan ataques selectivos contra las tropas y la policía. En cambio, su modus operandi consiste en afianzar su presencia amenazando, intimidando y explotando a las comunidades locales.

El gobierno central de Colombia tradicionalmente se ha apoyado en los militares para contener los problemas en el campo. Las características únicas de las fuerzas armadas, sin duda, atraen a los líderes políticos. A diferencia de la mayoría de los órganos civiles del Estado, las fuerzas armadas pueden ser desplegadas rápidamente a los rincones más inhóspitos del país; sus misiones van desde la lucha contra la guerrilla hasta la gestión de desastres naturales y combatir la deforestación. También han sido tradicionalmente más populares que otras instituciones, a pesar de lo afectada que ha resultado su reputación por sus atroces crímenes contra civiles en tiempos de guerra y varios casos recientes de corrupción.

Al amanecer, una patrulla militar se adentra a pié en la jungla en Guaviare, en la Amazonia colombiana. Mayo 2021. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

Sin embargo, los militares han tenido problemas para mantener el ritmo a medida que los conflictos a los que se enfrentan evolucionan. Las fuerzas armadas conservan gran parte de la misma estructura de mando, doctrina y arsenal estratégico que emplearon con razonable éxito contra las FARC, a pesar de que ahora resultan contraproducentes y, en ocasiones, tienen efectos letales. Los objetivos cuantitativos fijados por el anterior gobierno han fomentado las operaciones ofensivas de precisión para capturar y dar de baja a los líderes de grupos armados, y le han dado prioridad a la erradicación forzosa de coca, a pesar de la preocupación de que esto provoque nuevos ciclos de violencia. Los grupos armados arremeten no sólo contra los militares, sino también contra las comunidades a las que acusan de informar, colaborar o no repeler a las tropas. Mientras tanto, los líderes de los grupos armados, como Otoniel del Clan del Golfo, arrestado con bombos y platillos en 2021, son rápidamente reemplazados, la coca se vuelve a sembrar y los mercados ilícitos que impulsan la violencia permanecen prácticamente intactos.

Muchos comandantes de brigada y otros altos mandos son conscientes de las deficiencias de sus acciones. Además de no detener las amenazas armadas, este enfoque socava la confianza en las fuerzas armadas y, a su vez, en el Estado. Las comunidades en las zonas violentas ven al ejército como tan solo otro actor más del conflicto y no como una fuerza legítima destinada a proteger sus intereses. Los civiles, en el mejor de los casos, desconfían de los militares y, en otros, son abiertamente hostiles. Al no sentirse protegidos por los soldados de las represalias de los grupos armados, las víctimas optan por no denunciar los delitos, lo que impide las labores de inteligencia y dificulta que otras instituciones estatales establezcan una base de confianza pública.

Transformar el enfoque del Estado colombiano frente a la inseguridad en sus zonas rurales es parte central de los planes del presidente Petro. Altos funcionarios del nuevo gobierno han hablado de lograr una “paz total”, que incluya negociaciones con los grupos armados restantes, la desmovilización de bandas criminales y una nueva función del ejército, centrada en la protección de los civiles. Un cambio en esta dirección es bienvenido, pero será difícil y estará plagado de obstáculos políticos. Petro tendrá que ganarse la confianza de una institución que desconfía de su pasado como guerrillero, pero que sigue desempeñando un papel fundamental en el mantenimiento de la seguridad estatal. En el futuro inmediato, el ejército continúa siendo la única fuerza capaz de responder a las amenazas armadas internas; abandonar este papel podría generar nuevas oportunidades de expansión para los grupos violentos.

Implementar cambios en la estrategia y las operaciones militares puede ayudar a controlar la creciente inseguridad en Colombia.

Implementar cambios en la estrategia y las operaciones militares puede ayudar a controlar la creciente inseguridad en Colombia. El gobierno podría empezar por cambiar las métricas con las que se evalúa el éxito del ejército, tales como las capturas, las muertes y las hectáreas erradicadas. En cambio, los indicadores deben medir si el ejército está protegiendo a las personas de la explotación y las agresiones. Por ejemplo, hacer seguimiento del éxito de los esfuerzos por reducir los asesinatos de líderes locales y la adhesión de familias a programas de sustitución voluntaria de cultivos de coca. Los aliados de Bogotá tienen un papel fundamental en este realineamiento. Washington, en particular, debe cambiar su modelo de financiación, que ha hecho énfasis en la lucha contra las drogas, para incluir otros objetivos. El ejército también debe limitar los criterios que emplea para determinar a quién puede atacar en sus operaciones, emulando al Comité Internacional de la Cruz Roja para distinguir mejor entre los miembros de tiempo completo de grupos armados y los civiles que se ven obligados a vivir bajo el dominio de estos grupos. Este paso, a su vez, puede ayudar a eliminar el estigma de las comunidades en las zonas de conflicto, a quienes con demasiada frecuencia los militares se apresuran a calificar como poblaciones enemigas, y restablecer la confianza con la población en zonas rurales.

Reconstruir la confianza con las comunidades que se han visto vulneradas será un proceso largo y requerirá un nuevo enfoque por parte de los altos mandos en diversos asuntos. En particular, las fuerzas armadas deben demostrar mayor compromiso institucional para cooperar con el sistema de justicia transicional creado por el acuerdo de paz, para que pueda haber una adecuada rendición de cuentas por los abusos que devastaron a comunidades rurales. También deben redoblar los esfuerzos para eliminar la corrupción y el abuso en las filas.

Se trata de una tarea muy difícil, pero no imposible. A pesar de sus diferencias, tanto los militares como el gobierno tienen interés en elaborar una política de seguridad que combata eficazmente a los grupos armados que continúan poniendo en riesgo la seguridad, y que al mismo tiempo restablezca la alta popularidad de la que anteriormente gozaban las fuerzas armadas entre las comunidades que más necesitan su protección. Para que Colombia pueda escapar de los patrones de conflicto en los que está cada vez más atrapada, sus líderes militares y civiles tendrán que concentrarse más en los pasos que pueden ayudar a lograr una paz y seguridad duraderas en lugar de las tácticas que con mucha frecuencia sólo han producido victorias efímeras e ilusorias.

Bogotá/Washington/Bruselas, 27 de septiembre de 2022

I. Introducción

Seis años después de que el movimiento guerrillero más grande del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), depusiera sus armas tras un proceso de paz, otros grupos armados y criminales se han extendido por el territorio dejado por los antiguos rebeldes, poniendo en peligro la vida de la población. Después de la firma del acuerdo en 2016, la violencia en el campo cayó a un mínimo histórico. Desde entonces, sin embargo, el número de personas que mueren anualmente en masacres se ha multiplicado por seis, mientras que los asesinatos políticos aumentaron de sólo cuatro en 2016 a 31 en lo que va de 2022[1]. Los grupos armados han sembrado temor en gran parte de las zonas rurales de Colombia, donde, en palabras de un funcionario humanitario, “hay un conflicto de muy baja intensidad, pero altísimo impacto[2].

El nuevo presidente, el izquierdista Gustavo Petro, dice que trabajará para traer la “paz total” al país. Como candidato, sus promesas en este sentido le ganaron un fuerte apoyo en las mismas zonas rurales afectadas por el conflicto que respaldaron en gran medida el acuerdo de paz de 2016, tales como la costa del Pacífico[3]. Ahora en el cargo, su administración ha empezado a detallar sus planes. Además de implementar el acuerdo con las FARC, Petro dice que también buscará negociaciones con otras guerrillas y presionará por la desmovilización de organizaciones criminales[4]. Según sus funcionarios, enfrentar simultáneamente estas amenazas a la seguridad puede frenar el tipo de competencia violenta entre grupos armados que se produjo tras el acuerdo de 2016[5]. Dando signos de tener grandes ambiciones, la administración de Petro también ha dicho que ayudará al país a abordar otros motores del conflicto, como las disputas por la tierra, divisiones étnicas y medios de vida ilícitos.

Como parte de estas reformas, Petro ha prometido que las fuerzas armadas se concentrarán en la “seguridad humana”. En lugar de su actual enfoque, que se concentra en realizar ataques ofensivos contra grupos armados y erradicar cultivos de coca, el nuevo gobierno afirma que enfatizará la protección de la comunidad, ampliará la formación en derechos humanos de los soldados y aplicará la justicia civil (en lugar de la militar) a quienes infrinjan las normas[6]. La administración dice que suspenderá la erradicación forzosa de cultivos de coca y, en cambio, se apoyará en enfoques negociados que cuenten con el consentimiento de los cultivadores[7]. Algunos funcionarios también han abogado por un papel menos prominente de los militares en las zonas rurales, haciéndole eco a las recomendaciones de la Comisión de la Verdad de Colombia, que en su informe de junio pidió reducir el número de tropas y un mayor despliegue de policías en su lugar[8].

No vamos a repetir las políticas anteriores … que dependían de los militares para estabilizar estas zonas. Vamos a tener una política muy diferente en las regiones, en la que el último recurso sean las fuerzas armadas, después de intentar otras formas de intervención como primera medida[9].


En el proceso de emprender estas reformas, el gobierno de Petro enfrentará duras realidades en las zonas rurales donde hay conflicto y tendrá el reto de trabajar con un ejército que desconfía del nuevo presidente. Las fuerzas armadas siguen siendo esenciales para velar por la seguridad en áreas rurales, al menos en el corto y mediano plazo. En muchas partes del país, especialmente donde dos o más grupos armados compiten por el control, la posibilidad de futuras negociaciones ha desatado una carrera por la expansión territorial[10]. Aunque Petro pretende reformar las fuerzas militares, no cabe duda de que tendrá que recurrir a ellas.


[1] “Totales por año de violencia: 2016-2022”, Monitor OCHA, Oficina del Coordinador de Asuntos Humanitarios de la ONU.

[2] Entrevista de Crisis Group, funcionario de una agencia humanitaria, Quibdó, enero de 2022.

[3] “Las elecciones en un mapa: cómo la Colombia de los olvidados y del ‘sí’ al acuerdo de paz eligió al futuro presidente”, CNN en Español, 20 de junio de 2022.

[4] “Los Acuerdos de Estado con los firmantes de la paz, la sociedad y la comunidad internacional se cumplen”, Programa de gobierno de Gustavo Petro.

[5] Entrevista de Crisis Group, senador cercano al gobierno de Petro, Bogotá, junio de 2022.

[6] “Por una seguridad humana que se mida en vidas”, Programa de gobierno de Gustavo Petro.

[7] “Respeto por los derechos humanos, base de la Policía Nacional”, El Tiempo, 23 de agosto de 2022. Sin embargo, al 1 de septiembre, los militares aún no habían recibido la orden de cesar la erradicación.

[8] “Informe Final: Hallazgos y recomendaciones”, Comisión de la Verdad, 28 de junio de 2022, p. 853. La Comisión de la Verdad fue creada en 2017 como parte del sistema de justicia transicional del acuerdo de paz. El organismo registró los testimonios voluntarios de miles de víctimas del conflicto, victimarios y terceros con el mandato de esclarecer la responsabilidad colectiva y determinar cómo evitar nuevas atrocidades y lograr la reconciliación social. El 28 de junio de 2022 presentó un informe final con recomendaciones enfocadas en la preservación de la memoria, mejoras al sistema de justicia, reforma de seguridad y desarrollo territorial, entre otros. El informe documenta el infame caso de los “falsos positivos”, en el que miembros del ejército ejecutaron extrajudicialmente a más de 6400 civiles y los registraron como bajas en combate entre 2002 y 2008.

[9] Entrevista de Crisis Group, senador cercano al gobierno de Petro, Bogotá, junio de 2022.

[10] A lo largo de la frontera con Venezuela, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional aparentemente ha enviado personal a Colombia para asegurar áreas que podría intentar usar para una eventual desmovilización. El Clan del Golfo está adoptando tácticas similares en las costas del Pacífico y el Atlántico. Entrevistas de Crisis Group, líderes sociales, Arauca, julio de 2022; altos oficiales militares, julio y septiembre de 2022.

El presidente genera una profunda desconfianza al interior de sus filas [militares].

Sumado a este reto, como exguerrillero y crítico de las fuerzas armadas de larga data, el presidente genera una profunda desconfianza al interior de sus filas. Como parte de su enfoque para abordar las amenazas a la seguridad interna, el ejército ha sostenido durante mucho tiempo, con escasa justificación en algunos casos, que las organizaciones guerrilleras se mezclan y esconden entre las organizaciones de la sociedad civil de izquierda. Aunque esto ha ocurrido ocasionalmente, los militares se han aferrado a la noción del “enemigo interno”, que estigmatiza a los activistas políticos y a las poblaciones rurales que dicen representar. De igual manera, describen al nuevo presidente como un lobo con piel de cordero, que pretende usar los medios democráticos en función de los intereses de la guerrilla[1]. Eliminar el dogma del “enemigo interno” es otra de las principales recomendaciones de la Comisión de la Verdad, que afirma que esta idea explica la desconfianza de las tropas hacia los colombianos de las zonas rurales en conflicto y los abusos cometidos contra civiles sospechosos de complicidad[2]. Petro ha respaldado el cambio de doctrina en este punto[3].

Al interior de las fuerzas armadas, al igual que en partes del aparato de seguridad estadounidense que proporcionan apoyo crítico, estas convicciones, sin embargo, siguen arraigadas[4]. En lugar de ver a los civiles en áreas dominadas por grupos armados como sujetos de protección, es muy común que estos sectores continúen viéndolos como enemigos que son objetivos legítimos por su supuesta colaboración con enemigos del Estado. Aunque algunos altos mandos están a favor de los diálogos con grupos armados, con la esperanza de que puedan ayudar a estabilizar el campo y son conscientes de los beneficios de una mayor presencia del Estado civil en las zonas rurales, estos mismos oficiales dicen que temen que el gobierno de Petro sea demasiado indulgente con los rebeldes. “Las negociaciones pueden cambiarlo todo… pero lo que pasa es que esta vez el presidente tiene la misma ideología que la guerrilla”[5]. La resistencia dentro de las fuerzas armadas a algunas de las reformas propuestas por la Comisión de la Verdad y por Petro, incluyendo la expansión de los mecanismos de rendición de cuentas para abusos cometidos por las fuerzas armadas, la justicia transicional y la supervisión civil, sigue siendo rotunda[6].

Este informe tiene como objetivo establecer los primeros pasos para reorientar a las fuerzas armadas colombianas para que la protección de los civiles sea su máxima prioridad y, de esa manera se pueda avanzar en los objetivos más amplios de paz y seguridad. Busca entender por qué ha resurgido la violencia rural, cómo la han manejado los militares hasta la fecha y cómo las fuerzas armadas pueden consolidar un papel efectivo en el mantenimiento de la paz. Se basa en trabajo de campo realizado a lo largo y ancho de las zonas rurales de Colombia, incluyendo los departamentos de Arauca, Bolívar, Cauca, Caquetá, Chocó, Córdoba, Guaviare, Norte de Santander, Nariño, Putumayo y Sucre. Para preparar este informe, Crisis Group realizó más de 120 entrevistas, entre ellas con casi dos docenas de comandantes de brigada, otros oficiales militares clave de nivel medio y alto, miembros senior del gobierno de Petro, campesinos, miembros del clero, figuras de la sociedad civil, diplomáticos, expertos en seguridad y autoridades locales y nacionales, y empleó su extenso cuerpo de investigación y análisis relacionado con el conflicto en Colombia[7].


[1] Entrevistas y correspondencia de Crisis Group, funcionarios militares de alto rango, junio y julio de 2022.

[2] “Informe Final”, op. cit., p. 844.

[3] “La doctrina del enemigo interno debe quedar en el pasado”, tweet de Gustavo Petro, @petro
gustavo, presidente de Colombia, 2:40pm, 30 de junio de 2022.

[5] Correspondencia de Crisis Group, junio de 2022.

[6] “Mindefensa pide no responsabilizar a la fuerza pública de la violencia”, El Tiempo, 1 de julio de 2022. Petro también se comprometió a trasladar a la policía del Ministerio de Defensa al Ministerio del Interior, un cambio impopular entre las fuerzas de seguridad que requiere de la aprobación del Congreso.

[7] Informes de Crisis Group sobre América Latina N°87, Raíces profundas: coca, erradicación y violencia en Colombia, 26 de febrero de 2021; N°82, Líderes bajo fuego: defendiendo la paz en Colombia, 6 de octubre de 2020; y N°76, Tranquilizar el Pacífico tormentoso: violencia y gobernanza en la costa de Colombia, 8 de agosto de 2019.

Granjeros en el sur de Córdoba se reúnen a las afueras de Tierralta, donde hay frecuentes enfrentamientos entre el ejército y las poblaciones rurales por la erradicación forzosa de coca. Febrero 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

II. Los nuevos campos de batalla de Colombia

Cuando las FARC depusieron sus armas en el marco del acuerdo de paz de 2016, otros grupos armados y criminales se apresuraron a apoderarse de las lucrativas rutas de tráfico y otros negocios ilícitos de la guerrilla. Hoy, estos grupos han consolidado su control a pesar de las contraofensivas del ejército, que han capturado y dado de baja a cientos de líderes criminales sin aparentemente haber logrado debilitar la influencia de los grupos. Muchos habitantes de las zonas rurales expresan una profunda desconfianza hacia los militares, que algunos perciben como un grupo armado más que lucha por el control local sin tener en cuenta la seguridad y el bienestar de la población[1].


[1] En realidad hay tres grupos compitiendo por el territorio y uno es la fuerza pública”. Entrevista de Crisis Group, funcionario de agencia humanitaria, Quibdó, enero de 2022.

A. Un nuevo elenco de grupos armados

La cantidad de grupos armados en Colombia ha crecido en los últimos años. Se dividen en cuatro grandes categorías: la última insurgencia de izquierda que queda, es decir, el Ejército de Liberación Nacional (ELN); grupos posparamilitares con raíces en las “autodefensas” que se desmovilizaron a principios de la década de 2000; las ramificaciones de las antiguas FARC conocidas como disidencias, y otros grupos criminales[1].

Los grupos han crecido y cambiado significativamente con el tiempo. El ELN fue uno de los primeros en emprender una gran expansión tras el acuerdo de 2016, desplazándose a los antiguos territorios de las FARC a lo largo de la costa del Pacífico en el Chocó, extendiéndose a través de la frontera con Venezuela en Arauca y Norte de Santander, y fortificando bastiones a lo largo del río Magdalena en Bolívar, Cesar y La Guajira[2]. Los grupos posparamilitares, en particular el Clan del Golfo, pero también el Ejército Popular de Liberación (EPL), crecieron en tamaño y aseguraron el acceso a rutas de tráfico cruciales. Actualmente, el Clan del Golfo tiene presencia en gran parte del norte del país, desde el Chocó en la costa hasta la región del Catatumbo junto a Venezuela.

En cuanto a las dos categorías restantes de grupos armados, las disidencias de las FARC comenzaron a surgir a partir de 2016 cuando un pequeño número de excomandantes guerrilleros de nivel medio se reagruparon y buscaron reclutas con el objetivo de apoderarse de los negocios ilícitos. Hoy en día hay al menos dos docenas de estos grupos, organizados sin mucho rigor bajo dos coaliciones que compiten entre ellas: una, liderada por los antiguos Frentes 1 y 7, que nunca se desmovilizaron ni hicieron parte del acuerdo de paz; y una segunda que se autodenomina Segunda Marquetalia, fundada por Iván Márquez, exjefe negociador de las FARC, cuando huyó a Venezuela en 2019[3]. Por último, un puñado de grupos criminales, que operan principalmente en las ciudades, son los responsables de una parte creciente de la violencia en Colombia[4]. Los grupos armados más grandes, como el Clan del Golfo o el ELN, en ocasiones contratan a estas bandas criminales para operar rutas urbanas de tráfico.


[1] El gobierno colombiano considera que todas estas categorías, excepto los grupos criminales más pequeños que se describen a continuación, son grupos armados organizados y, por lo tanto, legítimos objetivos de ataques letales según los parámetros del derecho internacional humanitario.

[2] Informe de Crisis Group sobre América LatinaN°68, La paz que falta: el nuevo gobierno de Colombia y la última de sus guerrillas, 12 de julio de 2018.

[3] Informe de Crisis Group sobre América Latina N°92, Otra forma de lucha: defendiendo la paz con las FARC en Colombia, 30 de noviembre de 2021. En julio, se informó que Márquez había resultado herido en un ataque perpetrado por desconocidos en Venezuela. Su muerte habría sido la más reciente de una serie de asesinatos de altos miembros de la Segunda Marquetalia. ‘Iván Márquez’ está herido en Caracas, según Colombia”, AP, 13 de julio de 2022.

[4] Las condiciones en la ciudad que rodea el puerto más grande de Colombia, Buenaventura, se han vuelto particularmente alarmantes. “Desplazamientos forzados masivos y confinamiento de comunidades afrodescendientes e indígena en el municipio de Buenaventura”, Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), 17 de febrero de 2022.

Pintada proclamando que la presencia de grupos disidentes de las FARC es ubicua en Toribio - en puertas de comercios, señales en la carretera, puentes y edificios. Febrero 2021. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

A pesar de sus diferencias, los grupos en las cuatro categorías comparten ciertas características, en parte heredadas de sus antecesores, que han complicado los esfuerzos para combatirlos. En primer lugar, se basan en la rápida circulación tanto de efectivo como de personal. Todos los grupos que han crecido desde el acuerdo de 2016 lo han hecho gracias al incremento de sus filas, que incluyen a muchos reclutas jóvenes y en gran parte sin formación[1]. Un mayor número de efectivos crea oportunidades para una expansión violenta, pero también obligaciones de alimentar, equipar y pagar a la base[2].


[1] Entrevistas de Crisis Group, oficial de inteligencia militar, septiembre de 2021; líderes sociales, Saravena, Aguachica y Quibdó, enero, febrero y marzo de 2022.

[2] Entrevista de Crisis Group, analista político, Santander de Quilichao, diciembre de 2021.

Para lograr un crecimiento rápido ... [grupos armes] dependen de un modelo operativo descentralizado, siguiendo una tendencia de las guerrillas que comenzó antes del [2016] acuerdo de paz.

Para lograr un crecimiento rápido, y a menudo con el objetivo explícito de generar nuevos ingresos, estos grupos dependen de un modelo operativo descentralizado, siguiendo una tendencia de las guerrillas que comenzó antes del acuerdo de paz. El ELN, las disidencias de las FARC y los grupos posparamilitares les dan un amplio margen de acción a los comandantes de campo en asuntos cotidianos[1]. Aunque siguen estando bajo el control aparente de una jerarquía nacional, los frentes individuales del Clan del Golfo pueden tomar decisiones, que van desde ordenar asesinatos hasta cómo manejar las relaciones con la comunidad, en las áreas que dominan. Frentes rivales de una misma organización en el sur de Córdoba se han enfrentado para demarcar el territorio[2]. La descentralización tiene la ventaja estratégica de preservar la estabilidad de un grupo incluso si se elimina a los líderes individuales. En contraste con el sistema de mando altamente jerarquizado de las antiguas FARC, muy pocas personas involucradas en los grupos criminales de hoy en día comprenden más allá del papel específico que ellos desempeñan. Si son capturados o asesinados, o si abandonan el grupo, el negocio se mantiene intacto.

Al mismo tiempo, el papel de la ideología en la mayoría de los grupos actuales ha disminuido drásticamente. Particularmente en áreas de expansión activa, la comprensión de cómo funcionan los mercados ilícitos es la habilidad más preciada entre los comandantes, mientras que hay pocos incentivos para que los grupos sometan a sus miembros a un adoctrinamiento político. Entre los pobladores de las zonas donde opera en el Chocó, el Clan del Golfo es conocido como un “ejército privado al servicio del narcotráfico”[3]. Grupos aparentemente alineados con la Segunda Marquetalia, cuyos líderes sí conservan un discurso marxista, actúan como capitalistas sobre el terreno; un frente aliado incluso se refiere a sí mismo como “la empresa”, en referencia a su enfoque en las ganancias ilícitas[4]. Mientras tanto, en contraste con los líderes más antiguos y con formación ideológica de las extintas FARC, los comandantes de campo de las disidencias arrestados en el Cauca tienen veintitantos años y, en palabras de un oficial militar de alto rango, “No tienen ideología, ni reivindicaciones, ni agenda social, ni plataforma política”[5]. Podría decirse que la única excepción es el ELN, cuya dirección nacional sigue defendiendo una perspectiva de extrema izquierda, aunque las prácticas de sus frentes regionales varían mucho[6].

En cualquier caso, aunque la influencia de la ideología se haya desvanecido, el interés de los grupos armados por ejercer un control político sobre las comunidades locales no lo ha hecho. Controlar la tierra y el comercio, mediar en disputas locales y castigar a los detractores forman parte esencial del arsenal de dominación territorial[7]. Este arsenal tiene un historial de éxito considerable. Como lo dijo sin rodeos un funcionario del gobierno local: “Los que mandan en la zona son los grupos armados”[8].


[1] En los casos del ELN y las FARC, esta tendencia inició en los años previos al acuerdo de paz ante grandes ofensivas militares. Ver Andrés F. Aponte González y Fernán E. González González (eds.), ¿Por qué es tan difícil negociar con el ELN? (Bogotá, 2021).

[2] Entrevista de Crisis Group, analista de seguridad local, Montería, febrero de 2022.

[3] Entrevista de Crisis Group, clérigo, Quibdó, enero de 2022.

[4] Julie Turkowitz, “Deep in Colombia, rebels and soldiers fight for the same prize: drugs”, The New York Times, 20 de abril de 2022.

[5] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, Popayán, septiembre de 2021.

[6] En Arauca, un bastión histórico, el ELN conserva su profundo apoyo ideológico de la economía comunitaria. Por otra parte, en zonas como el Chocó, en la costa del Pacífico, la nueva generación de comandantes está menos interesada en adoctrinar a los pobladores y más en generar ingresos. Entrevistas de Crisis Group, líderes comunitarios y sociales, Saravena, marzo de 2022; monitor internacional, Quibdó, enero 2022.

[7] Kyle Johnson, “Los desafíos para la política de seguridad en 2022”, Razón Pública, 9 de enero de 2022.

[8] Entrevista de Crisis Group, Montería, febrero de 2022.

B. Comportamiento hacia la población civil

En general, los grupos armados en Colombia tratan de evitar la confrontación directa con los militares. En su lugar, buscan expandirse y controlar territorios estratégicamente significativos intimidando y cooptando a la población local. Los residentes se describen a sí mismos como viviendo en un perpetuo “secuestro masivo”[1]. Un militar explicó: “La única forma que tienen los grupos para mantener su control sobre el negocio es por medio de violencia [en contra de la población]”[2].

La principal y más poderosa herramienta de control de los grupos armados es financiera. Las facciones a menudo intentan convertirse en el principal motor de la economía local. El reclutamiento es un ejemplo evidente. Con la excepción del ELN, los grupos armados ahora pagan salarios y muchos de ellos los desembolsan puntualmente, con mayor fiabilidad que las empresas privadas o el Estado. En algunos casos, los salarios se traducen en sueldos superiores al salario mínimo (aproximadamente $260 dólares por mes). Incluso en los casos en que los salarios son inferiores al mínimo legal, suelen ser mucho más altos y fáciles de conseguir que los sueldos que ofrecen la mayoría de los empleos disponibles. También vienen acompañados de otros beneficios: una facción de las disidencias de las FARC alineada con la Segunda Marquetalia a lo largo de la frontera ecuatoriana, llamada Comandos de la Frontera, paga a los integrantes sin experiencia entre $200 y $250 dólares por mes, promete la posibilidad de avanzar en su carrera, ofrece vacaciones y apoyo familiar, e incluso proporciona compensación si un combatiente muere[3].


[1] “Comunicado a la opinión pública: las organizaciones, comunidades, grupos y sectores sociales participes de los consejos territoriales de paz, derechos humanos, reconciliación y convivencia del departamento de Córdoba”, comunicado de prensa, Montería, 8 de mayo de 2022.

[2] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, mayo de 2022.

[3] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, abril de 2022.

Para los jóvenes ... los trabajos con los grupos armados no solo son los más atractivos, sino a menudo la única forma de ganarse la vida.

Para los jóvenes, particularmente en áreas rurales remotas, los trabajos con los grupos armados no solo son los más atractivos, sino a menudo la única forma de ganarse la vida[1]. “El Clan del Golfo es el empleador más grande” en partes del departamento de Sucre, dijo un líder de una organización de agricultores. “Los jóvenes aspiran a sumarse a estos grupos”[2]. No muy lejos, en el Chocó, el Clan del Golfo hace alarde de su riqueza pagando salarios en público. También intenta generar buena voluntad entre la comunidad, por ejemplo, repartiendo regalos en festividades y patrocinando competencias deportivas[3].

La cooptación económica por parte de estos grupos se extiende mucho más allá del reclutamiento directo. Los campesinos del Putumayo que intentaban abandonar la producción de coca después del acuerdo de paz se han visto presionados para volver a cultivar. “Los grupos pagan a los campesinos para que siembren, les dan las semillas y les pagan para mantener el cultivo”, dijo un militar[4]. Líderes comunitarios de la región afirman que estos mismos grupos imponen estrictas cuotas de siembra y exigen que los cultivadores les vendan la coca a ellos y no a la competencia[5]. Los pobladores sin tierra pueden ser obligados a recolectar coca, cocinar para los trabajadores de los cultivos durante la cosecha o traficar. Aunque a veces reciben remuneración, muchos civiles dicen que básicamente se ven obligados a realizar estas tareas[6].

Cada grupo armado también recurre a medidas coercitivas para reforzar su control territorial, comenzando a menudo con la intimidación de las autoridades locales electas de las juntas de acción comunal. Los grupos armados se apoyan en estas juntas de diversas maneras. En las zonas de cultivos de coca del Putumayo, los Comandos han exigido que las juntas realicen un censo de la población local, vigilen quién cultiva coca y organicen protestas contra la erradicación forzosa[7]. A lo largo de la frontera con Venezuela, en Arauca, los miembros de las juntas se ven obligados a consultar con el ELN o las disidencias de las FARC (y a veces con ambos) cualquier decisión importante, lo que, en consecuencia, genera acusaciones por parte de militares y grupos rivales de pertenecer a una u otra de estas organizaciones[8]. Los grupos armados en general también imponen duros castigos a las personas que perciben que no cumplen sus normas, las cuales van desde cumplir cuotas de siembra de coca hasta respetar los toques de queda, así como prohibiciones a robar o a la homosexualidad[9].


[1] Entrevista de Crisis Group, líderesas sociales, Montelíbano, agosto de 2021.

[2] Entrevista de Crisis Group, Corozal, marzo de 2022.

[3] Entrevistas de Crisis Group, autoridades religiosas, Quibdó, enero de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, abril de 2021.

[5] Entrevista de Crisis Group, presidente de junta de acción comunal, La Hormiga, abril de 2021.

[6] Entrevistas de Crisis Group, líderesas comunitarias, La Hormiga, abril de 2021. Varios grupos también pretenden impartir justicia local. En Cauca, por ejemplo, grupos disidentes de las FARC han intentado mediar en casos de presunta violencia de género. Entrevista de Crisis Group, autoridad indígena, Santander de Quilichao, agosto de 2021.

[7] Entrevistas de Crisis Group, miembros de juntas de acción comunal, La Hormiga, abril de 2021.

[8] Cuando estalló la violencia entre estos grupos en enero, muchos miembros de juntas de acción comunal de las zonas rurales de Arauca huyeron a las zonas urbanas o a otros departamentos para evitar ser asesinados por presunta colaboración con uno u otro bando. Entrevistas de Crisis Group, miembros de juntas de acción comunal, Saravena, marzo de 2022.

[9] Informe de Crisis Group, Líderes bajo fuego: defendiendo la paz en Colombia, op. cit.

Las disidencias de la FARC marcan una ciudad disputada en Arauca, junto a la frontera de Venezuela. Las disidencias han chocado con el ELN por el tráfico estratégico de la región. Marzo 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

C. Ataques contra las fuerzas de seguridad

Las hostilidades entre los grupos armados y el ejército ya no son el centro del conflicto en Colombia. Los grupos rivales que compiten por el control territorial suelen enfrentarse entre sí, pero tratan de limitar sus enfrentamientos con las fuerzas de seguridad[1]. El ELN es el único grupo que sigue luchando abiertamente contra el Estado, pero incluso este grupo ha abandonado su objetivo de hacerse con el poder para, en cambio, montar una “resistencia armada” continua con el objetivo de desmoralizar a los militares y forjar sus propios enclaves territoriales[2]. Mientras los militares no intenten ocupar un terreno codiciado, a los grupos armados les resulta poco beneficioso (y a menudo muy costoso) enfrentarse al ejército.

No obstante, los grupos armados suelen hacer ataques de menos escala contra las fuerzas de seguridad. Con regularidad emprenden ataques oportunistas y asimétricos que resultan difíciles de anticipar o prevenir. Están protagonizando asaltos cada vez más frecuentes contra estaciones de policía y puestos militares, utilizando armas de fuego o explosivos. En 2021, 148 miembros de las fuerzas de seguridad murieron en ataques que incluyeron desde coches bomba hasta tiroteos, lo que lo convierte en el año más violento desde 2016[3]. Varios grupos ahora parecen estar intensificando sus ataques contra la policía como una forma de ejercer presión sobre las autoridades antes de las posibles conversaciones con el gobierno[4].

Estos ataques se han vuelto tan comunes en algunas regiones que han reducido la capacidad militar para patrullar, y aún más para realizar operaciones ofensivas. En 2020 y 2021, el ELN y el Frente 33 de las disidencias de las FARC que operaban en Tibú, cerca de la frontera con Venezuela, redujeron los enfrentamientos entre ellos para concentrarse en atacar a la fuerza pública, entre otras formas, mediante ataques con explosivos a las bases, disparos y asesinatos tanto de miembros de las fuerzas, como sus familias[5]. Como resultado, la policía y el ejército apenas son visibles en el municipio, a pesar de que tiene una de las proporciones más altas de soldados por habitantes del país y la mayor proporción de tierras dedicadas a la producción de coca[6].


[1]Dos grupos se enfrentan entre ellos cuando no estamos presentes, porque no les interesa enfrentarse a nuestra fuerza militar. Cuando hacemos presencia, los grupos huyen”. Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, Bogotá, mayo de 2022. En 2021, la ONU registró quince incidentes de combate entre militares y grupos armados, pero 53 incidentes en los que los grupos armados se atacaron entre sí. Las cifras para 2020 son 107 y 702, respectivamente. “Mapa de Afectados: Colombia”, Monitor OCHA.

[2] Luis Eduardo Celis, “ELN: Una guerrilla de ‘resistencia armada’ y perspectiva de paz”, La Silla Vacía, 12 de febrero de 2021. Un comandante de brigada describió las acciones del ELN como destinadas a “agotar al enemigo” en lugar de vencerlo. Entrevista de Crisis Group, marzo de 2022.

[3] “Plomo es lo que hay. Violencia y seguridad en tiempos de Duque”, PARES, 8 de abril de 2022.

[4] El Clan del Golfo ha asesinado a más de 30 policías desde principios de 2022, mientras que el ELN ha incrementado dramáticamente los secuestros del personal de las fuerzas de seguridad desde junio. Un brutal ataque aparentemente de disidencias de las FARC dejó siete policías muertos el 2 de septiembre. “Atentado a policías en Huila: todo apunta a que disidencias están tras el ataque”, El Tiempo, 4 de septiembre de 2022; “El ‘Plan Pistola’ del Clan del Golfo ya deja más de 30 policías muertos en 2022”, El País, 26 de julio de 2022.

[5] Entrevista de Crisis Group, monitor internacional, Tibú, junio de 2021.

[6] Entrevistas de Crisis Group, residentes y líderes sociales, Tibú, junio de 2021.

Flying over Tibú, Norte de Santander, Colombia. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

III. Objetivos de seguridad en la teoría y en la práctica

Una larga historia de lucha contra las insurgencias en el campo ha moldeado la perspectiva del ejército colombiano sobre el conflicto actual. Cada gobierno colombiano define distintas prioridades de seguridad para su mandato, pero las operaciones cotidianas de las fuerzas armadas usualmente tienen muy poco en común con estos objetivos declarados. Una combinación de inercia institucional, presiones políticas, metas cuantitativas y restricciones burocráticas sirven para explicar la incapacidad para traducir las intenciones oficiales en acciones sobre el terreno. Los objetivos declarados que han figurado en la política oficial por más de quince años, por ejemplo, la protección de la población civil y la consolidación de la presencia institucional del Estado en áreas donde está ausente, no siempre han sido determinantes en la configuración del comportamiento militar[1].


[1] La protección de la población civil apareció por primera vez en una política estratégica del gobierno del presidente Álvaro Uribe y ha permanecido en la lista oficial de prioridades de todos los gobiernos posteriores. “Política de Consolidación de la Seguridad Democrática”, Ministerio de Defensa de Colombia, 2007.

A. Los orígenes del papel de las fuerzas armadas

El papel moderno del ejército colombiano como garante de la seguridad interna se remonta al asesinato en 1948 del candidato presidencial liberal Jorge Eliécer Gaitán. Su muerte provocó disturbios civiles entre liberales y conservadores en la capital, y los enfrentamientos se extendieron a otras regiones, dando origen a una turbulenta época conocida como “La Violencia”. La policía no fue capaz de sofocar la violencia, de manera que fue disuelta por decreto presidencial el 30 de abril de 1948, dejando a los militares a cargo de combatir a las guerrillas rurales asociadas al Partido Liberal[1]. La posterior participación de Colombia en la Guerra de Corea introdujo a los militares a la doctrina de la contrainsurgencia y reafirmó la convicción de que deben combatir las amenazas internas consideradas al servicio del comunismo[2]. A mediados de la década de 1970, surgió un conflicto generalizado en el campo que enfrentaba a grupos guerrilleros de izquierda, incluidos las FARC y el ELN, contra el Estado[3].

Como en gran parte de América Latina, la guerra contrainsurgente en Colombia estuvo marcada por turbias alianzas y graves violaciones de los derechos humanos. A partir de finales de la década de 1980, el Ministerio de Defensa promovió normas que permitían la creación de grupos civiles de autodefensa y organizaciones de seguridad privada que podían apoyar la lucha contra los grupos guerrilleros[4]. Proliferaron los grupos paramilitares de extrema derecha, a menudo involucrados en ejecuciones extrajudiciales de presuntos rebeldes, secuestros y desplazamientos forzados de campesinos pobres[5]. Mientras tanto, el recrudecimiento del conflicto, financiado por un crecimiento masivo en el tráfico de cocaína y marcado por asesinatos de figuras públicas y masacres rurales, puso a Colombia en el radar de la seguridad nacional de EE. UU. Esto a su vez motivó un gran paquete de apoyo, el Plan Colombia, que pretendía fortalecer a las fuerzas armadas y que éstas realizaran fumigación aérea de cultivos ilícitos y recuperaran el campo del control de la guerrilla.


[1] Decreto Legislativo 1403, 30 de abril de 1948. “Evolución histórica-Policía Nacional”, página web de la Policía Nacional. Gustavo Gallón Giraldo, “La república de las armas, (Relaciones entre Fuerzas Armadas y Estado en Colombia: 1960-1980)”, Revista Controversia, no. 109-110 (1983), p. 20.

[2] En 1962, el ejército colombiano puso en marcha el Plan Laso (Latin American Security Operation, también conocido como el Plan Lazo) con base en la doctrina de contrainsurgencia estadounidense, cambiando formalmente el papel de las fuerzas armadas de proteger las fronteras a sofocar las rebeliones. Adolfo León Atehortúa Cruz, “Colombia en la Guerra de Corea”, Folios, no. 27 (2008), p. 72.

[3] César Del Río y Saúl Rodríguez, De milicias reales a militares contrainsurgentes (Bogotá, 2008), p. 322. Para un relato del conflicto basado en los propios archivos militares, ver Juan Esteban Ugarriza y Nathalie Pabón Ayala, Militares y guerrillas: La memoria histórica del conflicto armado en Colombia, desde los archivos militares (Bogotá, 2017).

[4] Reglamento de Combate de Contraguerrillas EJC 3-10, 12 de noviembre de 1987. Decreto Presidencial 356, 11 de febrero de 1994.

[5] Estos grupos compartieron información con los militares hasta mucho después de 1989, cuando fueron declarados ilegales, e incluso a medida que se volvían más violentos. “The Sixth Division, Military-Paramilitary Ties and U.S. Policy in Colombia”, Human Rights Watch, septiembre de 2001.

El acuerdo de paz de 2016 con las FARC pareció marcar el comienzo de un cambio fundamental en el papel del ejército en la política colombiana[1]. Las fuerzas armadas introdujeron un nuevo marco doctrinal, centrado en la modernización de la institución, a medida que asumían la tarea de proveer seguridad a la desmovilizada guerrilla, al igual que a las zonas rurales que iban despejando. Mientras tanto, el acuerdo estableció la Jurisdicción Especial para la Paz con el objetivo de juzgar los delitos de guerra y sumado a esto, los militares podían dar su testimonio voluntario a la Comisión de la Verdad[2]. Hasta la fecha, 3482 militares se han presentado o han sido llamados a responder ante la jurisdicción especial, entre ellos decenas de oficiales que han admitido haber cometido crímenes de guerra y abusos[3].


[1] “Vivimos una paz casi completa en 2016 y 2017. Hubo una cantidad de discusiones entre la fuerza pública y las comunidades”. Entrevista de Crisis Group, líder social, Arauca, marzo de 2022.

[2] Los militares han proporcionado información clasificada a estos mecanismos, por ejemplo, más de 200 documentos sobre masacres, narcotráfico y delincuencia. “Ministerio de Defensa dice que entregó 200 documentos reservados a la Comisión de la Verdad”, El Espectador, 31 de octubre de 2021. En cuanto a los testimonios individuales, la jurisdicción especial puede considerar la cooperación que le aporte a la Comisión de la Verdad como una razón para reducir las condenas, pero no está obligada a hacerlo.

[3] Estos delitos incluyen el escándalo de los “falsos positivos”. “La JEP hace pública la estrategia de priorización dentro del Caso 03, conocido como el de falsos positivos”, comunicado de prensa, 18 de febrero de 2021. “JEP en cifras”, página web de la JEP, 26 de agosto de 2022.

Miembros del ejército colombiano patrullan el puerto fluvial en San José del Guaviare, Colombia. Mayo 2021. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

B. El papel de las fuerzas armadas

En los años transcurridos desde la firma del acuerdo, y a pesar de estos intentos por cambiar su papel a uno de tiempos de paz, el ejército colombiano se ha convertido una vez más en el guardián de la seguridad rural. Las fuerzas armadas eran el medio preferido del anterior gobierno para responder a casi cualquier emergencia, ya fuera que se tratara de conflictos armados, delincuencia, desastres naturales, ayuda humanitaria o protección de infraestructura sensible, particularmente en las regiones productoras de petróleo[1]. Muchas de sus operaciones se desarrollan en áreas marginadas donde otras instituciones estatales en gran medida no tienen presencia. Un comandante de una de esas regiones afirmó: “No hay solución militar para el conflicto acá. Pero somos la única manifestación del Estado que llega”[2]. En parte debido a su amplia presencia y prominente papel, el ejército ha sido tradicionalmente la institución estatal que mantiene mayor confianza entre los ciudadanos, aunque su nivel ha disminuido notablemente[3].

Comandantes militares señalan la carga que les impone Bogotá cuando los políticos les exigen resolver crisis locales o encabezar proyectos de desarrollo[4]. Un ejemplo de la tendencia del gobierno a recurrir a los militares en situaciones de emergencia se produjo en el punto álgido de las protestas masivas en 2021, cuando el presidente Iván Duque planteó la posibilidad de desplegar soldados para respaldar a la policía a través de una herramienta doctrinal conocido como “apoyo militar”[5]. Aunque el gobierno no llegó a enviar soldados a las calles de las ciudades, en parte porque incluso sugerirlo provocó una gran oposición pública, entre bastidores las fuerzas armadas estuvieron profundamente involucradas en la represión de los disturbios, por ejemplo, a través de un comando conjunto en la ciudad de Cali, donde se produjeron algunos de los peores enfrentamientos, lo que alejó a los altos mandos de su enfoque habitual en las zonas rurales del Cauca. Tanto el gobierno nacional como las administraciones locales han solicitado recientemente apoyo militar a través de un tipo de operación conocida como Apoyo de la Defensa a la Autoridad Civil [6]. Al mismo tiempo, se espera que las unidades militares estacionadas en el campo protejan a la policía, que carece de medios para patrullar en las zonas afectadas por los combates activos[7].

Estas confusas y cambiantes exigencias han complicado la capacidad de las fuerzas armadas para planear cómo utilizar sus recursos, a sus brigadas más efectivas e incluso para decidir sobre objetivos claros y prioritarios a largo plazo. Como resultado, los objetivos de protección civil y control territorial han sido esencialmente abandonados[8]. Como dijo un experto en seguridad internacional: “Tienen demasiadas prioridades y los están jalando en demasiadas direcciones”[9].


[1] En zonas petroleras como Arauca, Norte de Santander y el Putumayo, un gran número de tropas están destinadas a la protección de infraestructuras como oleoductos. En otros casos, las compañías privadas le pagan al ejército por vigilar sus instalaciones, una práctica que las fuerzas armadas han adoptado en gran medida por razones financieras. Ver “Convenios de Fuerza y Justicia”, Rutas del Conflicto, 2019.

[2] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, enero de 2022.

[3] En 2021, las fuerzas militares eran la institución que gozaba de mayor confianza en el país, con un 26,8 por ciento de colombianos que afirmaban confiar mucho en ella, una caída del 10 por ciento con respecto a 2019. Cerca del 82 por ciento confiaba parcial o completamente en las fuerzas militares en 2007. “Encuesta de cultura política”, Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), 6 de junio de 2022.

[4] Uno de ellos, las Zonas Futuro, tenía el propósito de combinar los esfuerzos militares y civiles para mejorar los servicios públicos y el desarrollo económico en 44 municipios. El programa en gran medida no logró cambiar las condiciones en estas áreas. “El propósito de las Zonas Futuro es mejorar la seguridad en los territorios y generar desarrollo al cambiar economías ilícitas por economías lícitas: Alto Comisionado para la Paz”, comunicado de prensa, Presidencia de Colombia, 29 de enero de 2020.

[5] Informe de Crisis Group sobre América Latina N°90, Paro y pandemia: las respuestas a las protestas masivas en Colombia, 2 de julio de 2021.

[6] “Manual Fundamental del Ejército MFE 3-28 Apoyo de la Defensa a la Autoridad Civil”, Ejército Nacional de Colombia, 7 de agosto de 2016.

[7] Un comandante manifestó su frustración al ser reprendido por altos funcionarios del gobierno por no proteger a la policía en una zona donde fue atacada por un grupo armado. Entrevista de Crisis Group, noviembre de 2021.

[8] En su segundo mandato, Uribe creó una serie de Centros de Coordinación de Acción Integral, con el fin de alinear las instituciones militares y civiles. Una vez que los militares tomaban el control de un área determinada, los Centros coordinaban a las instituciones políticas, económicas y sociales con el objetivo de consolidar la presencia del Estado, pero tuvieron un éxito limitado. Actualmente, las fuerzas armadas son, en general, más reactivas y se coordinan con otras agencias sobre una base ad hoc. “Colombia, 12 años tras la paz, la seguridad y la prosperidad. La transformación de las Fuerzas Armadas cambió el curso de la nación”, Ministerio de Defensa, 2018.

[9] Entrevista de Crisis Group, Bogotá, mayo de 2022.

C. El enfoque oficial

En 2019, la administración Duque estableció siete objetivos estratégicos para la política de seguridad, entre otros: garantizar la soberanía nacional; proteger a la población civil; preservar la biodiversidad; y lograr el control estatal formal sobre la totalidad del territorio nacional[1]. El Comando General de las Fuerzas Militares quedó encargado de plasmar estos pronunciamientos en un plan de campaña nacional. El Ejército, a su vez, genera su propio plan y posteriormente cada División y Brigada debe entonces interpretar su papel específico y redactar sus propios planes operacionales. El resultado es una plétora de planes nacionales, regionales y locales que se superponen y tienen prioridades a veces complementarias y otras veces opuestas que, según funcionarios, no se leen ni se entienden ampliamente al interior de las fuerzas armadas[2].

Desde 2019, el ejército ha estado operando bajo la égida de un plan de campaña titulado “Plan Bicentenario, Héroes de la Libertad”, un documento de amplio alcance que contiene decenas de otros planes, por ejemplo, para combatir la deforestación (Plan Artemisa), luchar contra las economías ilícitas (Plan Pedro Pascasio Martínez) y lograr el control estatal del territorio (Plan Horus)[3]. El plan de campaña identifica diecinueve amenazas específicas que enfrenta Colombia, incluidos los grupos armados ilegales y criminales, así como el tráfico de drogas y armas. El plan de campaña militar también define como amenazas la corrupción y la debilidad del sistema judicial[4].


[1] Los otros fueron reemplazar las actividades económicas ilícitas por actividades legales, fomentar la innovación en el sector de la defensa y fortalecer el profesionalismo al interior de las fuerzas. Para lograr estos objetivos, el Ministerio de Defensa especificó diez acciones que los militares deben tomar, como enfocarse en la seguridad ciudadana, sustituir los mercados ilegales, desmantelar los grupos armados, preservar y defender el medio ambiente, proteger las rutas marítimas y mejorar continuamente las capacidades de las fuerzas armadas. “Política de Defensa y Seguridad”, Ministerio de Defensa, enero de 2019.

[2] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango retirado, Bogotá, abril de 2022.

[3] “Política de Defensa y Seguridad”, op. cit.

[4] Informe Ejecutivo: Logros y Retos Misionales, Vigencia 2021”, Comandante General de las Fuerzas Militares, 2021.

Las operaciones militares se orientan hacia tres líneas de trabajo: prevenir, configurar y vencer.

Independientemente del plan de campaña específico, las operaciones militares se orientan hacia tres líneas de trabajo: prevenir (por ejemplo, resguardo de infraestructura); configurar (intentar cambiar la dinámica del campo de combate a favor del Estado); y vencer (operaciones ofensivas contra el enemigo). Dentro de estas pautas, los comandantes tienen libertad para organizar sus actividades. Cada operación requiere una justificación legal por escrito en la que expliquen los objetivos, los blancos del enemigo y las reglas de enfrentamiento, así como el nombre de los oficiales responsables de los resultados[1].

Las operaciones militares también se ubican dentro de uno de dos marcos jurídicos. Una de las decisiones legales y operativas más importantes que deben tomar los comandantes es determinar qué marco jurídico se aplica al adversario armado en cuestión[2]. Para hacerlo, determinan primero si la organización enemiga es un “grupo armado organizado” a efectos del derecho internacional humanitario. Si lo es, entonces el gobierno puede aplicar las normas que rigen los conflictos armados y ejercer la autoridad para el uso de fuerza letal contra individuos en función de su pertenencia al grupo. Por el contrario, si no se considera que se trata de un grupo armado organizado, el gobierno aplica el derecho de los derechos humanos; en virtud de ese marco jurídico, las fuerzas de seguridad pueden arrestar a presuntos delincuentes y sólo pueden recurrir a la fuerza letal cuando la vida de los agentes esté en peligro[3].

Oficiales de alto rango insisten en que el rigor de las determinaciones legales de las fuerzas armadas ha aumentado desde 2016. Como dijo un oficial a Crisis Group, el marco jurídico “determina lo que podemos y no podemos hacer en el contexto operacional… damos inicio a las operaciones teniendo en cuenta esto, algo que ha cambiado mucho”[4].

Estas distinciones cobran particular relevancia ante denuncias de conductas indebidas. En marzo de 2022, el ejército realizó una operación en el municipio de Puerto Leguízamo en el Putumayo con el objetivo de atacar a un alto miembro de los Comandos de la Frontera, considerado un grupo armado organizado. La incursión a la madrugada dio paso a enfrentamientos en una zona poblada, donde residentes informaron posteriormente que varios civiles habían muerto a manos de las tropas, incluido el presidente de una junta de acción comunal, un gobernador indígena y un menor[5]. Los militares insistieron en que estos individuos eran miembros de pleno derecho del grupo armado o estaban disparando activamente contra las tropas[6]. En este último caso, como participantes activos en las hostilidades, serían objetivos legítimos según el derecho internacional humanitario, aunque solo durante el episodio concreto del combate[7].


[1] Una “orden de operaciones” es necesaria para cualquier operación y requiere la firma del asesor legal. “Manual Fundamental del Ejército MFE 1.0 El Ejército”, Ejército Nacional de Colombia, 7 de agosto de 2016.

[2] “Manual Fundamental del Ejército MFE 6-27 Derecho Operacional Terrestre”, Ejército Nacional de Colombia, 2012; “Directiva Permanente 15 de 2016”, Ministerio de Defensa, 22 de abril de 2016; “Directiva Permanente 16 de 2016”, Ministerio de Defensa, 17 de mayo de 2016. El Comité Internacional de la Cruz Roja también publica un informe anual que enumera los conflictos internos o no internacionales de Colombia. En 2022, esta lista no coincidió con la de Colombia, pues no incluyó los combates con la Segunda Marquetalia y los Comandos de la Frontera, los cuales no son catalogados por la Cruz Roja como grupos armados organizados. La Cruz Roja sí considera al ELN, a las disidencias de las FARC y al Clan del Golfo grupos armados organizados. “Retos Humanitarios 2022”, Comité Internacional de la Cruz Roja, 23 de marzo de 2022.

[3] “¿Qué es el derecho internacional humanitario?”, Comité Colombiano de la Cruz Roja Internacional, 2004. Entrevista de Crisis Group, funcionario de la Cruz Roja, julio de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, mayo de 2022.

[5] Valentina Parada Lugo, “Las inconsistencias del operativo militar en Putumayo que cobró la vida de civiles”, El Espectador, 10 de abril de 2022.

[6] “Versiones cruzadas sobre operativo militar en Puerto Leguízamo que dejó once muertos”, W Radio, 13 de abril de 2022.

[7] Entrevistas de Crisis Group, oficiales militares de alto rango, abril-mayo de 2022; funcionario de la Cruz Roja, julio de 2022.

D. Objetivos políticos, indicadores distorsionados

En la práctica, durante los últimos cuatro años, el énfasis del gobierno en combatir las actividades ilícitas y contraatacar a los grupos armados, junto con la necesidad de responder a múltiples crisis, lo ha distraído o incluso ha ido en contra de sus propias prioridades declaradas formalmente, como el control territorial y la protección de la población civil. Quizás las exigencias oficiales más apremiantes surgen de los indicadores usados por el gobierno de Duque para cuantificar el impacto de las operaciones militares. Algunos comandantes dicen que varios indicadores tuvieron una importancia exagerada, como las hectáreas de coca erradicadas y el número de personas desmovilizadas voluntariamente, capturadas y muertas en combate[1]. Funcionarios en Bogotá vigilaban de cerca estas cifras, alentando a los comandantes a cumplir con los objetivos cuantitativos por su propio bien, y rara vez considerando si promovían los intereses de las comunidades afectadas[2].

Estas mediciones reflejaban, entre otras cosas, el enfoque en la erradicación de coca como un imperativo de la política de seguridad colombiana. Duque anunció metas anuales para la erradicación manual de cultivos ilícitos que aumentaron cada año durante su mandato[3]. Cada brigada en las áreas de producción de coca recibió una cuota de hectáreas en las que debían eliminar la planta, de acuerdo con las estimaciones de cultivos en la zona. La asistencia y presión política de EE. UU. han jugado un papel importante para garantizar que estas operaciones sigan siendo una prioridad[4]. El apoyo de EE. UU. para la erradicación ha sido constante durante años. Tras el acuerdo de paz de 2016, la financiación del Departamento de Estado de EE. UU. para la erradicación manual aumentó a $26 millones de dólares anuales, frente al máximo anterior de $9,5 millones de dólares en 2014[5]. Washington también apoya la erradicación de cultivos con entregas de combustible, mantenimiento de aeronaves, asistencia para el desminado e información satelital. Pero incluso con el robusto apoyo de Washington, estas operaciones exigen mucho del personal y los recursos. Como dijo a Crisis Group un experto en seguridad internacional radicado en Colombia:

Nadie ha calculado el costo real de la erradicación. Vas a tener a una persona erradicando, y necesita seguridad, por lo que quizás sean 90 personas de apoyo, lo que equivale a 90 salarios. Además, habrá minas antipersona, por lo que al menos una persona resultará herida por una mina, y eso son años de compensación. Estás usando seis Black Hawks. Un Black Hawk cuesta $4500 dólares por hora y debe realizar varios viajes para llevar a los erradicadores a un área. Luego los dejas ahí por un tiempo, y van a necesitar reabastecimiento, que requiere nuevamente helicópteros[6].


Esta enorme inversión, que a menudo requiere entre el 20 y el 30 por ciento del personal de las brigadas correspondientes, ha dado pocos resultados. El ejército estima que hasta el 85 por ciento de las hectáreas que han sido erradicadas vuelven a ser plantadas con coca[7]. El trabajo, además, es desmoralizador para las tropas y a menudo provoca enfrentamientos con los civiles[8].

Las métricas que se enfocan en capturas y muertes de alto nivel como indicadores de éxito han sido igualmente desacertadas[9]. Se ha dado prioridad a las detenciones no solo para las unidades de élite diseñadas para llevar a cabo este tipo de operaciones, sino también para muchas brigadas regionales que enfrentan presiones políticas para aumentar sus cifras. Sin embargo, como dijo un oficial militar de alto rango a Crisis Group, las filas de los grupos armados se recomponen con facilidad: “Todos los días estamos capturando, pero ellos persisten y siguen creciendo”[10]. Los comandantes dicen que la seguridad rara vez mejora incluso después de los mayores logros, como la detención de Dairo Úsuga, conocido como Otoniel, un líder del Clan del Golfo que pasó tres décadas en grupos armados y paramilitares. Aunque los políticos elogiaron su captura en 2021 y la equipararon con atrapar a Pablo Escobar, el “rey de la cocaína” que lideró el infame cartel de Medellín en la década de 1980, los comandantes en las áreas afectadas notaron pocos beneficios[11]. “Capturamos a Otoniel, pero todo sigue igual”, dijo otro oficial de alto rango[12].


[1] El protocolo operativo indica que los militares deben tener como objetivo inicial la desmovilización, seguida de la captura, con la muerte en combate como último recurso.

[2] Un general relató haber asistido a reuniones mensuales con asesores presidenciales, en las que se le exigía que se comprometiera a aumentar el porcentaje de capturas y erradicación, objetivos que luego debía cumplir. Entrevista de Crisis Group, Bogotá, octubre de 2020. Ver también Nicholas Casey, “Colombia army’s new kill orders send chills down ranks”, The New York Times, 18 de mayo de 2019.

[3] “Duque se fija como meta la erradicación de 100.000 hectáreas de coca en 2022”, EFE, 4 de enero de 2022.

[4] “Nuestro asunto número uno, dos y tres es la lucha contra las drogas”. Entrevista telefónica de Crisis Group, funcionario estadounidense, noviembre de 2020.

[5] “Colombia: U.S. Counternarcotics Assistance Achieved Some Positive Results, but State Needs to Review the Overall U.S. Approach”, U.S. Government Accountability Office, 2018.

[6] Entrevista de Crisis Group, experto en seguridad internacional, mayo de 2022.

[7] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, diciembre de 2020.

[9]Priorizamos capturas” al atacar al Clan del Golfo, dijo un oficial, “porque queremos reducir sus capacidades”. Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, marzo de 2022.

[10] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, mayo de 2022.

[11] “‘Captura de Otoniel es solo comparable con caída de Pablo Escobar’: Duque”, El País, 23 de octubre de 2021. Escobar se entregó a las autoridades colombianas en 1991. Luego escapó y finalmente fue asesinado por la policía en 1993.

[12] Entrevista de Crisis Group, enero de 2022. Otro funcionario de alto rango estuvo de acuerdo.A pesar de la captura de Otoniel, deberíamos pensar [en el Clan del Golfo] como un sistema vivo”. Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, febrero de 2022.

En contraste con las métricas anteriores, la legislación colombiana incluye un mecanismo destinado a incentivar a las fuerzas armadas y a otras instituciones estatales a poner énfasis en la protección de la población civil, pero hasta ahora ha dado resultados mixtos. El Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo emite alertas periódicas que le exigen legalmente al gobierno proteger a las comunidades en riesgo. A pesar de que la idea detrás de este sistema es prevenir las amenazas antes de que se agraven, las fuerzas armadas a menudo responden con intervenciones temporales que cumplen con sus obligaciones legales, pero hacen poco por reducir el riesgo y, en ocasiones, pueden empeorar la situación[1]. Por ejemplo, un comandante puede desplegar temporalmente tropas adicionales alrededor de un municipio que está señalado como en riesgo. Sin embargo, posteriormente cuando esas tropas se marchan, los residentes pueden ser estigmatizados por los grupos armados locales como colaboradores del ejército, lo que se suma a la amenaza que ya venían enfrentando por parte de esos grupos. Estas medidas de reacción son comunes en áreas donde hay media docena de alertas tempranas en todo momento. Con docenas más de alertas tempranas activas en todo el país, hay poco escrutinio interno o público de los resultados.


[1] El número de alertas tempranas activas, y la manera en la que un comandante ha respondido, forman parte de la presentación estándar de resultados que cada unidad o brigada presenta mensualmente.

E. Las operaciones desde la perspectiva de los comandantes

Los comandantes de brigada que supervisan las operaciones en áreas rurales son los responsables de balancear las numerosas prioridades de las fuerzas armadas en el día a día. Al operar bajo múltiples limitaciones y presiones con insuficientes recursos, estos comandantes a menudo se ven consumidos por la necesidad de responder a las amenazas inmediatas y al mismo tiempo cumplir con los objetivos de erradicación y responder a las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo. Además de estas prioridades, deben tener en cuenta la asignación del personal, las horas de vuelo y otras capacidades restantes para ejecutar operaciones ofensivas (es decir, de captura o muerte) contra grupos armados y criminales[1].

Para llevar a cabo operaciones ofensivas, los comandantes deben establecer sistemas de inteligencia para recopilar y analizar información, un trabajo difícil que puede poner en peligro a las comunidades rurales que intentan proteger[2]. Recolectar información requiere que los militares logren superar la desconfianza de la población, lo que puede ser una difícil tarea. Por temor a las represalias de los grupos armados y preocupados por las intenciones de los militares, los civiles habitualmente no denuncian los delitos ni la presencia de grupos armados. En cambio, el ejército colombiano depende de las interacciones con civiles sobre el terreno (es decir, preguntarles a los pobladores que se encuentran por casualidad lo que han visto); operaciones encubiertas; fuentes pagadas, e información de combatientes capturados o desmovilizados[3]. La recolección de información puede implicar grandes riesgos para la seguridad física, en primer lugar, para los agentes de inteligencia que en muchos casos se enfrentan a la muerte si son descubiertos por los grupos armados. Los residentes comunes también pueden sufrir reacciones violentas, incluso si no están directamente involucrados en el trabajo de inteligencia. Los militares a veces agradecen públicamente a las comunidades por la información que ha conducido a una captura, lo que puede llegar a estigmatizar a toda la población como colaboradora ante los ojos de los grupos armados[4].

Las operaciones ofensivas suelen recurrir en particular a dos tácticas para desmantelar a los grupos armados, la primera de las cuales se centra en las operaciones de captura o muerte. Debido a que la mayoría de las brigadas no cuentan con el personal o los recursos para establecerse de forma permanente en áreas rurales, estas operaciones suelen ser quirúrgicas, es decir que las fuerzas ingresan a un área, dan con su objetivo, al que arrestan o dan muerte, y luego se marchan. Cada vez más, los grupos armados han aprendido que pueden aprovecharse de la población civil para frustrar estas operaciones. Por ejemplo, grupos armados en departamentos como el Cauca, Putumayo, Nariño, Norte de Santander y Chocó han obligado a la población a intervenir en su favor rodeando el despliegue militar y obligando a los soldados a liberar a los detenidos. Un comandante militar explicó:

A veces, cuando tenemos una captura, la comunidad sale a protestar, pero después nos cuentan que fueron obligados por los grupos a salir y recuperar a la persona[5].


Una segunda táctica a la que recurren los comandantes de brigada es el uso de puestos de control estratégicos y patrullas para impedir la movilización de grupos armados y de sus productos ilícitos por determinadas rutas habituales. Pero existen límites en cuanto a su uso, dada la desafiante topografía colombiana. Por ejemplo, en Nariño, el ejército identificó puntos clave a lo largo de catorce ríos principales que patrullan esporádicamente para disuadir el tráfico. Aun así, su alcance es limitado, en gran parte porque la mayoría de las embarcaciones militares sólo operan en determinada profundidad de agua. “Tenemos limitaciones operacionales en los ríos secundarios, así que la mayor parte estamos por los ríos grandes. Y los grupos operan principalmente en los ríos pequeños”[6]. Sin embargo, los comandantes de la conflictiva región del triángulo de Telembí dicen que su mayor presencia a lo largo de las rutas fluviales permitió el regreso de alcaldes locales, muchos de los cuales fueron desplazados debido a los enfrentamientos entre grupos armados en 2021[7].


[1] Aunque los militares prefieren capturar a sus objetivos, la posibilidad de que una operación resulte en un intercambio letal y el objetivo sea dado de baja es lo suficientemente alta como para que a través de este informe se hable de operaciones de “captura o muerte”.

[2] Entrevistas de Crisis Group, comandante de brigada, marzo y mayo de 2022.

[3] Entrevistas de Crisis Group, comandantes de brigada y oficiales de inteligencia, septiembre y octubre de 2021, enero y marzo de 2022.

[4]El problema viene cuando el ejército dice que la captura fue gracias a la comunidad. Les hemos dicho que no deberían [decir esto]”. Entrevista de Crisis Group, miembro de un Consejo Comunitario Afrocolombiano, Tumaco, octubre de 2021.

[5] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, octubre de 2021.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

A menudo, los ríos son la única forma viable para el transporte rural en Nariño, a lo largo de la costa pacífica. Septiembre 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

Muchos comandantes expresan su gran frustración. Manifiestan que les falta personal y recursos, así como tiempo para pensar en la seguridad más allá de las necesidades inmediatas de cumplir con los indicadores y otros requisitos. Varios comandantes están frustrados por la imposibilidad de elaborar un enfoque que pueda empezar a reconfigurar el conflicto en sus regiones. Como lo expresó un alto oficial: “Estoy intentando imponer una estrategia intermedia con medidas para proteger la comunidad. Pero nunca alcanzan ni los soldados ni el dinero. Tenemos que priorizar”[1]. Los comandantes con los que habló Crisis Group coinciden en que no pueden poner el énfasis necesario en la protección de la población civil, ya que deben dedicar su atención a atacar a los grupos armados.


[1] Entrevista de Crisis Group, febrero de 2021.

IV. Limitaciones institucionales y desafíos que enfrentan las fuerzas armadas de Colombia

Las fuerzas armadas de Colombia enfrentan limitaciones presupuestarias y de recursos, así como desafíos burocráticos y organizativos internos. Un legado de presuntos hechos de corrupción y abusos de los derechos humanos también sigue afectando la eficacia de las fuerzas armadas y su legitimidad ante la opinión pública. Aunque individualmente muchos oficiales militares reconocen los desafíos que plantean las irregularidades en sus filas, las fuerzas armadas como institución no las han abordado con franqueza, ni han aceptado su responsabilidad.

Soldados se preparan para patrullar en Chocó, en la costa pacífica colombiana. Enero 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

A. Personal y recursos

Los problemas de personal ocupan un lugar destacado entre las limitaciones de las fuerzas armadas. Con cerca de 300 000 miembros, las fuerzas armadas no carecen de personal en armas[1]. Pero Colombia mantiene un ejército de conscriptos y los niveles de cualificación son bajos entre los soldados incorporados[2].

Todos los hombres colombianos están obligados a prestar servicio en las fuerzas armadas, a menos que puedan demostrar que cumplen los criterios de exención. El número de excepciones legales se ha ampliado considerablemente en los últimos años, lo que ha resultado en que menos colombianos se enlisten y que quienes lo hacen muchas veces sea porque no tienen otra opción[3]. En palabras de un oficial retirado, “Los que llegan no están por que quieren estar, sino por necesidad”[4]. Las fuerzas armadas les pagan a estos reclutas menos del salario mínimo, y cuentan con muy pocas vías de ascenso o de educación y formación. Es poco probable que estos incentivos mejoren, a pesar de las promesas de la administración de Petro de ampliar las oportunidades educativas para los soldados. El 81 por ciento del presupuesto militar colombiano se destina al personal, incluida la compensación y apoyo a más de 200 000 veteranos[5]. Las pensiones y otros gastos para estos jubilados están gravemente desfinanciados[6].

A pesar de estas dificultades, Colombia sigue dependiendo del servicio militar obligatorio como base de su grueso de tropa militar. Las brigadas reciben cuotas que establecen la cantidad de reclutas que deben incorporar, y no cumplirlas puede afectar la evaluación de un oficial[7]. A medida que aumentaron las cuotas en los últimos años, los comandantes se vieron obligados a encontrar jóvenes para llenar las filas, y muchos de los que llegan no están del todo comprometidos con el servicio militar[8]. A pesar de contar con un grupo altamente calificado de oficiales y suboficiales, los problemas con la base de reclutas equivalen a que “un número muy reducido de unidades tiene capacidad real” para ejecutar operaciones delicadas[9]. Además de estos desafíos, solo recientemente las fuerzas armadas comenzaron a actualizar sus sistemas de personal para ayudar a identificar y asignar a individuos con habilidades específicas tareas para las que dichas habilidades son requeridas[10].

Al hacer nombramientos clave, en ocasiones la presión política sobre las fuerzas armadas ha salido a relucir. A pesar de sus nuevos sistemas de gestión de personal, hay evidencia de favoritismo en algunos nombramientos[11]. Los generales bien conectados pueden influir en la ubicación de personas en determinadas unidades, un fenómeno conocido coloquialmente como “nombramiento por vara”[12]. En ocasiones, los congresistas también buscan influir en estas decisiones, incluso pidiendo al Ministerio de Defensa que asigne personas a determinados puestos[13]. Este tipo de influencia puede resultar en el nombramiento de oficiales que pueden estar menos calificados que otros candidatos. Los soldados dicen que también afecta la moral cuando las tropas ven que los oficiales son asignados en función de su proximidad a poderosos generales y no por sus méritos[14].


[1] Este personal se divide de la siguiente manera: 250 000 en el ejército, 30 000 en la armada y 15 000 en la fuerza aérea. Documentos internos vistos por Crisis Group.

[2] Entrevistas de Crisis Group, militares retirados y expertos en seguridad internacional, Bogotá, mayo de 2022.

[3] “Ley 1861 de 2017: Por la cual se reglamenta el servicio de reclutamiento, control de reservas y la movilización”, Congreso de Colombia, 4 de agosto de 2017, capítulo 1, artículos 11 y 12.

[4] Entrevista de Crisis Group, Bogotá, mayo de 2022.

[5] Estimación del ejército de EE. UU. vista por Crisis Group.

[6] Documentos internos vistos por Crisis Group.

[7] Entrevista de Crisis Group, oficial retirado del ejército con conocimiento de las directivas internas sobre reclutamiento, mayo de 2022.

[8] Estas cuotas llevaron a los miembros de las fuerzas armadas a tomar medidas como establecer retenes o realizar redadas para reclutar jóvenes aptos para el servicio militar obligatorio, una práctica que ha sido prohibida por el nuevo ministro de Defensa, Iván Velásquez. Tweet de Ministerio de Defensa de Colombia, @MinDefensa, 6:50am, 8 de septiembre de 2022.

[9] Entrevista de Crisis Group, experto en seguridad internacional, Bogotá, mayo de 2022.

[10] “Modelo de Clasificación por Especialidades del Ejército Nacional”, Ejército Nacional de Colombia, 6 de noviembre de 2016.

[11] Ibid.

[12] Entrevista de Crisis Group, oficiales retirados del ejército, mayo y junio de 2022.

[13] Entrevista de Crisis Group, oficial retirado con conocimiento de dichos casos, mayo de 2022.

[14] Ibid.

El laberinto de la burocracia militar colombiana ... genera sus propias deficiencias.

El laberinto de la burocracia militar colombiana también genera sus propias deficiencias. Las fuerzas armadas han creado una gran cantidad de puestos de mando, aparentemente en parte para que los mandos de nivel medio puedan ocupar puestos de liderazgo y así cumplir con los requisitos de promoción. A pesar de las reformas que comenzaron en 2016 para simplificar las cadenas de mando, el liderazgo sigue siendo difuso y los mandatos pueden traslaparse. Al interior de varias secciones de las fuerzas armadas, muchas tareas requieren la aprobación o incluso la gestión directa del nivel más alto, lo que sobrecarga a los altos mandos[1].

Las limitaciones presupuestarias y de equipo también afectan la capacidad de las fuerzas armadas para operar, particularmente en terrenos remotos con poca infraestructura. En algunas partes de la costa del Pacífico, las únicas rutas viables hacia el interior son las fluviales, y el apoyo aéreo es indispensable para cualquier operación en la que el acceso sea restringido. En una jurisdicción de la selva amazónica de aproximadamente la mitad del tamaño de Francia, con pocas carreteras u otros puntos de acceso, los militares cuentan con un solo avión para evitar la deforestación[2]. Cada brigada tiene una cuota de horas para el uso de helicópteros, aviones y lanchas, y límites en los gastos de mantenimiento y combustible[3]. Debido a que el combustible y el mantenimiento se pagan en dólares, y el valor del dólar ha aumentado frente al peso colombiano en los últimos años, las horas de operación disponibles se han reducido[4]. Un comandante de brigada explicó el dilema:

Tengo 800km de río con tres barcos. Además, nos toca calcular el presupuesto de combustible, si lo gastamos dentro de una operación, no lo tendremos para lo demás. Lo mismo pasa con nuestras horas de vuelo, si las gastamos al principio del mes, no hay más[5].


[1] “Decreto 1799 de 2000: Por el cual se dictan las normas sobre evaluación y clasificación para el personal de Oficiales y Suboficiales de las Fuerzas Militares y se establecen otras disposiciones”, Presidencia de Colombia, 14 de septiembre de 2000.

[2] Entrevistas de Crisis Group, funcionarios europeos que trabajan en prevención de la deforestación, mayo de 2022.

[3] Entrevistas de Crisis Group, comandantes de brigada en departamentos con incidencia fluvial, abril, octubre de 2021 y enero de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, experto en seguridad internacional, mayo de 2022.

[5] Entrevista de Crisis Group, oficial militar, enero de 2022.

B. Corrupción

Los casos de corrupción siguen siendo un problema persistente dentro de las fuerzas armadas. Los grupos armados y criminales utilizan su influencia financiera para reclutar a miembros de las fuerzas de seguridad para que filtren información sobre sus colegas y colaboren, o incluso participen, en actividades ilícitas. En el pasado, militares también han buscado intencionalmente alianzas con grupos armados para combatir o debilitar a un grupo rival no estatal[1]. Los hechos de colusión denunciados socavan la confianza de la población en las fuerzas armadas, particularmente en áreas donde varios grupos compiten por el control territorial. El comportamiento indebido de los militares suscita una preocupación particularmente grave entre las comunidades en cuanto a los motivos que orientan las acciones militares[2].


[1] “‘Esta es la puta guerra’: General reconoce alianza con narcotraficantes para enfrentar disidencias de las Farc”, Cambio, 11 de febrero de 2022.

[2] Podemos sentarnos con la fuerza pública y reclamar, pero ¿para qué, cuando ellos mismos están involucrados con el narcotráfico?”, preguntó un líder indígena del Cauca después de acusar a soldados en los retenes de dejar pasar cargamentos de drogas sin inspección. Entrevista de Crisis Group, Santander de Quilichao, febrero de 2020. En respuesta a casos similares, el ejército ha expresado su frustración porque los civiles no denuncian ese tipo de incidentes de manera oportuna que les permita investigar. Entrevistas de Crisis Group, comandantes de brigada, septiembre de 2021, febrero-marzo de 2022.

Miembros desmovilizados de grupos armados han dicho ... que tratan de reclutar oficiales de operaciones, ya que cuentan con cierta capacidad para influir en los movimientos de tropas.

El tipo más común de infiltración de las fuerzas armadas consiste en la corrupción de bajo nivel, en la que un grupo armado o criminal paga a soldados por servicios, tales como proporcionar inteligencia, redirigir patrullas o mirar hacia otro lado mientras trafican[1]. Miembros desmovilizados de grupos armados han dicho en entrevistas que tratan de reclutar oficiales de operaciones, ya que cuentan con cierta capacidad para influir en los movimientos de tropas[2]. Los grupos armados también intentan forjar relaciones con soldados retirados, quienes conocen las redes militares y pueden penetrarlas con mayor facilidad[3]. Un comandante dijo que hasta el 60 por ciento de los miembros del Clan del Golfo que habían sido capturados o desmovilizados en su zona habían servido previamente en el ejército[4].

La corrupción de alto nivel también es un problema, como lo ilustran una serie de escándalos que han salpicado a los altos mandos. En un caso de alto perfil, la Fiscalía General está investigando a un excomandante de las fuerzas militares, el general Leonardo Barrero, por presuntamente desempeñarse (durante y después de su tiempo en el ejército) como facilitador de las acciones de un grupo criminal, La Cordillera, vinculado al Clan del Golfo en Nariño[5]. Una condena en este caso sería un golpe particularmente duro para los esfuerzos de los militares por presentarse como un baluarte de la protección civil, ya que al momento de varios de sus presuntos delitos Barrero lideraba el mecanismo destinado a la protección de líderes sociales y comunitarios en peligro, incluidos algunos asesinados por el Clan del Golfo[6].

Algunos oficiales dicen que el ejército está debilitado por la corrupción no solo interna sino también en otras instituciones. Por ejemplo, para desmantelar instalaciones mineras ilegales se requiere la presencia de la Fiscalía General en el lugar de los hechos, lo que implica una coordinación previa para garantizar la presencia del personal correspondiente de la fiscalía. Pero los comandantes se quejan de que cuando realizan dicha coordinación, con demasiada frecuencia se encuentran con que los grupos armados y criminales han sido alertados, algo que, según sugieren, puede atribuirse a la infiltración del personal de la fiscalía[7].

El ejército responde a la corrupción de varias formas. Los acusados son sometidos a un procedimiento disciplinario que, en los casos más graves, acarrea la destitución. Por separado, los casos son juzgados en el sistema penal militar o por la Fiscalía General. Esta última puede solicitar jurisdicción sobre cualquier caso abierto, y de igual manera, el sistema penal militar puede enviar casos a los tribunales civiles, como suele suceder cuando los altos mandos son acusados de delitos graves[8]. Por último, la Procuraduría General puede investigar disciplinariamente a los oficiales por no cumplir con sus deberes legales y constitucionales. Pero las denuncias por conductas indebidas no suelen salir a la superficie; algunos soldados dicen que las denuncias internas son escasas por temor a represalias de los superiores[9].


[1] Entrevistas de Crisis Group, comandantes de brigada, 2021 y 2022.

[2] Entrevista de Crisis Group, fuente de seguridad internacional, Bogotá, mayo de 2022.

[3] Entrevista de Crisis Group, oficial de inteligencia militar retirado, marzo de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, enero de 2022.

[5] “General Barrero, excomandante de FF.MM., sería ‘El Padrino’ del Clan del Golfo: Fiscalía”, Blue Radio, 15 de febrero de 2022.

[6] En algunos casos, los comandantes también han forjado alianzas temporales con un grupo armado específico para atacar a un enemigo común. En febrero de 2022, medios locales revelaron grabaciones de un general en el Cauca refiriéndose a la cooperación con el grupo criminal Los Pocillos para combatir a una facción de las disidencias de las FARC. La alianza tácita dio lugar a que los militares se atribuyeran el mérito de una incursión que, según se reveló posteriormente, fue dirigida por Los Pocillos, y dejó ocho muertos. Edison Bolaños, “La emboscada que enreda al Ejército en una alianza criminal en Cauca”, Cambio, 14 de febrero de 2022.

[7] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, octubre de 2020.

[8] “Directiva 003: Por medio de la cual se establecen lineamientos para definir la competencia de la Fiscalía General de la Nación para investigar a los aforados”, Fiscalía General, 2022.

[9] Entrevista de Crisis Group, oficial de inteligencia, diciembre de 2021.

C. Abusos a los derechos humanos

Un legado histórico de abusos y uso excesivo de la fuerza por parte de los militares continúa empañando las interacciones de las fuerzas de seguridad con las comunidades rurales. A pesar de procedimientos judiciales e investigaciones de los delitos cometidos por individuos, el ejército aún no asumido la responsabilidad por sus deplorables acciones del pasado, y ni siquiera ha reconocido su responsabilidad institucional. Hasta que no lo haga, es probable que siga teniendo dificultades para conseguir la confianza plena de la población.

El papel de los militares y policías en las atrocidades cometidas, a menudo bajo significativas presiones políticas, durante las hostilidades de las FARC es bien conocido en Colombia. Entre 2006 y 2009, miembros del ejército asesinaron a miles de civiles (lo que se conoció como “falsos positivos”) y los hicieron pasar como guerrilleros con el propósito de aumentar el número de muertes en combate reportadas a sus superiores y a las autoridades estatales[1]. Las altas cifras de muertes fueron recompensadas ​​con ascensos, días adicionales de vacaciones y otros incentivos[2]. En un ejemplo de esta práctica, los “reclutadores”, civiles pagados por soldados, atrajeron a jóvenes pobres y desempleados de áreas urbanas como Soacha, al sur de Bogotá, con falsas promesas de trabajo, solo para entregarlos a las fuerzas militares, quienes una vez que se encontraban en zonas afectadas por el conflicto los asesinaron y vistieron sus cadáveres con uniformes de la guerrilla[3].


[1] Los detalles de la investigación de la Jurisdicción Especial para la Paz sobre los “falsos positivos” se pueden consultar en “Caso 03: Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado”, Jurisdicción Especial para la Paz.

[2] “Batallón La Popa: soldado confesó que le dieron 100 mil pesos y arroz chino como premio por ‘falsos positivos’”, Infobae, 18 de julio de 2022.

[3] La presión sobre las fuerzas armadas para incrementar las muertes en combate incluyó tanto incentivos como sanciones: los comandantes o brigadas que reportaron un alto número de muertes fueron recompensados con vacaciones adicionales y ascensos, mientras que las tropas con bajo desempeño fueron removidas o cambiadas a funciones de menor perfil. “Así recordaron en Ocaña las madres de Soacha”, Centro de Memoria Histórica, 26 de octubre de 2018.

Los grupos paramilitares ... ha señalado de ser responsables de un mayor número de muertes de civiles en el conflicto interno colombiano que las FARC.

Algunas unidades del ejército también cooperaron de forma directa durante años con los grupos paramilitares, a los que se ha señalado de ser responsables de un mayor número de muertes de civiles en el conflicto interno colombiano que las FARC[1]. Las fuerzas armadas les proporcionaron a los paramilitares armas y apoyo logístico en la lucha contra la guerrilla[2].

En este contexto, las fuerzas armadas han reformado sus mecanismos internos de rendición de cuentas. Luego de que saliera a la luz el escándalo de los “falsos positivos”, el entonces presidente Uribe trasladó todos los casos contra militares por delitos graves presuntamente cometidos durante operaciones a la Fiscalía General, en lugar de la jurisdicción penal militar. Aunque un tribunal revocó posteriormente esta decisión, el sistema de justicia transicional creado por el acuerdo de paz ahora tiene jurisdicción sobre los casos de falsos positivos y otros delitos cometidos antes de 2016[3]. Además, el fiscal general conserva la facultad de asumir cualquier caso del sistema de justicia militar y, en la práctica, los casos más controversiales ahora se juzgan en tribunales civiles[4].

Aun así, el ejército sigue siendo ambivalente cuando se trata de asumir su papel en los abusos del pasado[5]. Si bien ha proporcionado informes y documentos al sistema de justicia transicional, los altos mandos aún se niegan a reconocer responsabilidad en nombre de las fuerzas armadas en su conjunto, incluso ante la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad. Altos oficiales activos y retirados expresan profundas dudas sobre los mecanismos judiciales que exigen responsabilidades a sus colegas, lo que consideran que pone a los militares y sus presuntos crímenes en igualdad de condiciones con la guerrilla de las FARC y sus delitos[6]. Los casos que involucran a militares en la Jurisdicción Especial para la Paz generalmente están rezagados con respecto a los casos contra las FARC, en parte, dicen los jueces, porque las fuerzas armadas no han estado dispuestas a colaborar, lo que requiere que los investigadores reúnan pruebas de otras fuentes[7]. Los oficiales llamados a comparecer ante la justicia transicional informan que abogados vinculados al ejército les aconsejaron no implicar a los comandantes de mayor rango, mientras que los que han hecho confesiones públicas se han enfrentado al ostracismo de sus compañeros[8].

Los habitantes de las zonas rurales dicen que el legado de estos abusos no es fácil de superar y afecta profundamente la forma en que ven a las fuerzas armadas en la actualidad. Los crímenes del pasado pesan mucho en la percepción de que los militares colaboran o son indulgentes con los grupos armados y sus actividades. Hasta el día de hoy, cuando los cargamentos de droga pasan sin ser detenidos, o cuando las operaciones militares parecen cambiar el equilibrio de poder a favor de un grupo en particular, los pobladores suelen recordar los tiempos en que los vínculos entre militares y paramilitares eran explícitos y hacen conjeturas sobre las relaciones actuales. Un líder social de Arauquita recuerda que inmediatamente después del acuerdo de paz, los militares parecían estar intentando generar confianza entre su comunidad cuando los campesinos les pidieron a los soldados que detuvieran la erradicación forzosa de coca mientras ellos retiraban voluntariamente los cultivos. Sin embargo, esa confianza se derrumbó por los recelos del pasado.

Se notaba un gran cambio en el comportamiento del ejército. Se comportaron muy distinto con las comunidades. … teníamos espacios de confianza, pero al final del día la comunidad nunca confiaba en el ejército por lo del pasado, porque su aporte es únicamente en bombardeos, desplazamiento, confrontaciones[9].


Aun así, cuando las fuerzas armadas hacen esfuerzos sinceros para abordar crímenes históricos, tienden a ser bien recibidos por las poblaciones locales. En los Montes de María, una región que se extiende por partes de los departamentos de Bolívar y Sucre y que sufrió algunos de los peores incidentes de violencia paramilitar, los líderes de la comunidad dicen que las conversaciones francas con miembros de la armada (que tiene jurisdicción sobre la región), en particular sobre la colaboración militar con los paramilitares y los “falsos positivos”, han ayudado a reconstruir la confianza[10].


[1] “262.197 muertos dejó el conflicto armado”, Centro de Memoria Histórica, 2 de agosto de 2018. Los militares cuestionan estas cifras, argumentando que la guerrilla fue responsable de una mayor parte.

[2] “Informe Final”, op. cit., p. 337. “Los Lazos que Unen: Colombia y las relaciones militares-paramilitares”, Human Rights Watch, 2000.

[3] “Macro Caso 03: Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado”, Jurisdicción Especial para la Paz.

[4] “Anulan acuerdo firmado entre Gobierno y Fiscalía por Justicia Penal Militar”, El Espectador, 11 de diciembre de 2012.

[5] Los aliados de Colombia, en particular EE. UU., tampoco abordaron la problemática de los derechos humanos y siguieron proporcionando ayuda directamente a los militares a pesar de los abusos conocidos. Julie Turkowitz y Genevieve Glatsky, “Colombia’s Truth Commission is highly critical of U.S. policy”, The New York Times, 28 de junio de 2022.

[6] Entrevistas de Crisis Group, oficiales militares de alto rango retirados, Bogotá, mayo de 2022.

[7] Entrevista de Crisis Group, magistrado de la Jurisdicción Especial para la Paz, Bogotá, febrero de 2022.

[8] Entrevistas de Crisis Group, diplomáticos, Bogotá, marzo y abril de 2022.

[9] Entrevista de Crisis Group, Arauca, marzo de 2022.

[10] Entrevista de Crisis Group, líderesa social del Carmen del Bolívar, Maríalabaja, marzo de 2022.

V. Perspectivas de la comunidad

A. Presencia fugaz

La principal queja expresada por las personas que viven en zonas afectadas por el conflicto es la ausencia de fuerzas de seguridad más allá de los centros urbanos. Sin embargo, aunque anhelan una presencia de seguridad más robusta, a menudo critican que los militares dependan de patrullajes periódicos, intervenciones de captura o muerte y operaciones dirigidas contra la economía local ilícita, frecuentemente en detrimento de los residentes. En definitiva, quieren seguridad, pero no en su forma actual.

Encargados de la protección de poblaciones dispersas en espacios enormes y remotos, los militares rara vez tienen la capacidad o los incentivos para mantener patrullas permanentes en las zonas rurales. Pero su ausencia reafirma el sentimiento, generalizado en estas zonas, de que el Estado colombiano, cuya principal y a menudo única manifestación en estas áreas es el ejército, ha decidido dejar a la población civil a merced de los grupos armados y criminales. Un funcionario del gobierno local en Chocó dijo:

Son los grupos los que mandan en la zona. Son ellos los que imponen las reglas, no es la fuerza pública. … el gobierno nacional, a nosotros. los territorios, nos tiene abandonados a nuestra merced [1].


La inseguridad en estas zonas puede alcanzar niveles alarmantes. En febrero de 2022, el ELN anunció un “paro armado” en las zonas bajo su control, prohibiendo a los ciudadanos abrir comercios, transitar por las carreteras o incluso salir a la calle. Un representante de la comunidad en el sur de Bolívar describió cómo los residentes quedaron encerrados con poco para defenderse más que palos y machetes[2]. Durante un paro armado similar decretado por el Clan del Golfo en mayo, líderes sociales del departamento de Sucre se quejaron de que los militares no patrullaban las zonas rurales[3].

La confianza en el ejército como garante de la protección de la población civil está muy afectada en las regiones productoras de petróleo y minerales, donde los residentes a menudo perciben (muchas veces con razón) que el ejército dedica más recursos a proteger la infraestructura y los intereses privados que a mantener a los civiles a salvo[4]. En Arauca, donde hay aproximadamente un soldado por cada 30 habitantes, la mayoría están desplegados para proteger el oleoducto que atraviesa la región; mientras tanto, las comunidades rurales no son patrulladas en medio de la ola de violencia más grave desde 2016[5]. “La fuerza pública está para proteger el sector petrolero, nada más”, dijo un funcionario del gobierno local[6].


[1] Entrevista de Crisis Group, Quibdó, enero de 2022.

[2] Entrevista de Crisis Group, Aguachica, marzo de 2022.

[3] Entrevistas telefónicas de Crisis Group, líderes sociales en Chalán, San Onofre y Ovejas, mayo de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada en una región rica en recursos, marzo de 2022.

[5] Entrevistas de Crisis Group, funcionario internacional, Arauca, julio de 2022; oficial militar de alto rango, Arauca, marzo de 2022.

[6] Entrevista de Crisis Group, Arauca, marzo de 2022.

Los militares son conscientes del intenso anhelo de protección de la población. En Arauca y en otros lugares, las fuerzas armadas a menudo intentan compensar sus limitaciones con patrullajes temporales u ocasionales en puntos estratégicos. Sin embargo, esto puede implicar aún más riesgos para los pobladores: a pesar de que está prohibido en el código de conducta militar, los soldados desplegados en áreas remotas a menudo piden a las familias que cocinen para ellos o les proporcionen alojamiento mientras se desplazan por el territorio[1]. Este tipo de hospitalidad obligada puede estigmatizar a una familia o comunidad. Como explicó un líder de una comunidad étnica:

Cuando ellos [los militares] pasan, piden comida o alojamiento en la finca. Y esa gente después es señalada como informantes. Muchas personas inocentes han muerto por eso[2].


[1] “MFE 6-27 Derecho Operacional Terrestre: Anexo B”, Ejército Nacional de Colombia, 2012; “Reglamento de operaciones y maniobras de combate irregular: Segunda edición”, Ejército Nacional de Colombia, 2010, pp. 23-25.

[2] Entrevista de Crisis Group, líder de una comunidad étnica, Arauca, marzo de 2022.

En Arauca existe una feroz rivalidad entre miembros de las disidencias de las FARC y el más dominante ELN. Durante la primavera, las disidencias marcaron los muros de la disputada ciudad para declarar su presencia. Marzo 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

B. Enemigos por todas partes

En las zonas en las que predominan los grupos armados, los miembros de la comunidad describen una tendencia de las tropas a tratarlos como si pertenecieran a esos grupos. Esa actitud puede manifestarse en forma de acoso verbal e incluso en agresiones físicas.

Los pobladores locales se quejan regularmente de la estigmatización que sufren en los puestos de control que los militares suelen desplegar a lo largo de las rutas de tráfico. Aunque están destinados a controlar las actividades ilícitas, los puestos de control dificultan la vida de civiles inocentes[1]. Autoridades religiosas en la zona rural del Chocó afirman que los soldados a menudo les hacen pasar un mal rato a los jóvenes en los puestos de control, por ejemplo, exigiéndoles que proporcionen transporte fluvial gratis[2]. Líderes sociales del sur de Bolívar dicen que los jóvenes suelen ser detenidos sin pruebas de pertenencia a un grupo armado y, en ocasiones, son maltratados físicamente[3].

Debido a que los líderes sociales a menudo tienen que interactuar con grupos armados, los cuales ejercen una autoridad de facto en las áreas que controlan, las fuerzas de seguridad tienden a ver a estos líderes con recelo. Las autoridades étnicas del Chocó han intentado salvaguardar su autonomía frente a los grupos armados, en algunos casos a través de conversaciones directas para negociar límites a la influencia de estos grupos. Cuando llega el ejército, manifiesta un observador, “la fuerza pública señala a las autoridades étnicas de ser informantes. Los llaman guerrilleros”[4]. Este trato esencialmente deja a las autoridades étnicas sin un aliado, consideradas como adversarias tanto por los grupos armados como por el Estado.

Los campesinos pobres acusados de participar en la deforestación o minería ilegal se quejan de que se asume que forman parte de organizaciones criminales, incluso cuando su papel es mínimo o involuntario. Sus reclamos suelen tener fundamento: aunque a veces colaboran con los grupos armados por su propia voluntad, la mayoría de las veces se les obliga a participar en iniciativas ilícitas y se les amenaza con hacerles daño si no lo hacen. En otras ocasiones, realizan tareas para los grupos armados por desesperación económica. La Operación Artemisa, una importante campaña de aplicación de la ley destinada a combatir la deforestación, ha tendido a castigar a los campesinos empobrecidos que talan árboles, mientras que aquellos que financian y promueven estas actividades (a menudo incluidas las élites económicas y políticas) quedan libres[5].


[1] Entrevista de Crisis Group, observador de una organización de monitoreo de derechos humanos, Arauquita, marzo de 2022.

[2] Entrevistas de Crisis Group, autoridades religiosas, Quibdó, enero de 2022.

[3] Entrevista de Crisis Group, líder social de San Pablo, Bolívar, Aguachica, marzo de 2022.

[4] Entrevista de Crisis Group, funcionario de agencia humanitaria, Quibdó, enero de 2022.

[5] Informe de Crisis Group sobre América Latina N°91, Bosques caídos: deforestación y conflicto en Colombia, 4 de noviembre de 2021.

A Broken Canopy: Deforestation and Conflict in Colombia

Los civiles se encuentran igualmente atrapados entre las fuerzas de seguridad y los grupos armados durante las operaciones de erradicación forzosa. Cuando llegan los erradicadores manuales, es común que un grupo armado obligue a la comunidad a protestar, esencialmente convirtiendo a los pobladores en escudos humanos ubicados entre dos bandos hostiles[1]. Si la erradicación tiene éxito, son los cultivadores pobres, no los delincuentes, quienes sufren las pérdidas económicas más inmediatas. Los traficantes pueden compensar fácilmente los pequeños vacíos en el suministro, pero los pequeños cultivadores pueden llegar a perder al menos cuatro meses de ingresos, teniendo en cuenta el tiempo que transcurre desde la replantación hasta la cosecha.

C. Asumir los costos

Las operaciones destinadas a combatir a los grupos armados pueden tener consecuencias directas para la población civil. Las capturas a menudo provocan olas de violencia a su paso. Los grupos armados son cada vez más expertos en obligar a las comunidades, bajo amenazas de violencia, a resistirse a los militares cuando intentan arrestar a uno de sus miembros. En los meses previos a la mencionada captura de Otoniel, el líder del Clan del Golfo se escondía en un resguardo indígena en el sur de Córdoba. En un esfuerzo por proteger a su líder, el Clan del Golfo presionó a los Embera, quienes como comunidad étnica autónoma gozan de autonomía territorial reconocida por la Constitución, para que expulsaran a los militares valiéndose de sus prerrogativas legales. Intentaron hacerlo, pero también abandonaron sus hogares por temor a que se produjeran enfrentamientos entre los militares y el Clan del Golfo[1].

Por el contrario, cuando las capturas tienen éxito, los grupos armados tienden a tomar represalias directas contra la población local. Un comandante explicó: “Los grupos miran a su alrededor y dicen ‘¿quién informó al ejército?’ y a esas personas las matan”[2]. También hay violencia al interior de los grupos armados, ya que los miembros rivales compiten por llenar el vacío dejado tras una captura o muerte. Los militantes luchan para avanzar dentro de su grupo y luego para consolidar el control tanto al interior del grupo como de la comunidad. Después del arresto de Otoniel, comandantes militares en las regiones afectadas reportaron un aumento en los homicidios como resultado de “purgas internas” destinadas a asegurar que diferentes partes de la organización se alinearan con del nuevo liderazgo[3].


[1] Entrevista de Crisis Group, líder social, Montería, febrero de 2022. “Pueblo Embera katío anuncia desplazamiento a Montería ante regreso del conflicto al resguardo”, La Piragua, 21 de abril de 2021.

[2] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, febrero de 2020.

[3] Entrevista de Crisis Group, comandante de brigada, febrero de 2022.

El ejército actualmente cree que su enemigo está conformado por partes iguales de grupos de combatientes armados y de redes de colaboradores que se hacen pasar por civiles.

El ejército actualmente cree que su enemigo está conformado por partes iguales de grupos de combatientes armados y de redes de colaboradores que se hacen pasar por civiles mientras desempeñan funciones de apoyo esenciales. Los campesinos, sin embargo, cuestionan este punto de vista y sostienen que pone en riesgo a los civiles al convertirlos en objetivos militares[1].

De hecho, el punto de referencia para que los soldados determinen quién es un combatiente enemigo de tiempo completo no es muy claro. Dado que el ejército considera que civiles desempeñan una función primordial dentro de los grupos armados, las operaciones ofensivas pueden resultar capturando, hiriendo o dando muerte a personas que, según los miembros de la comunidad, son civiles[2]. Mientras que el ejército tiende a considerar que todos los que participan en actividades ilegales están relacionados con los grupos armados, los miembros de la comunidad sostienen que este enfoque no reconoce las realidades cotidianas de la vida bajo un control coercitivo. Los miembros electos de las juntas de acción comunal, por ejemplo, a menudo son obligados por los grupos armados a convocar reuniones y quienes intentan resistir o renunciar enfrentan violentas represalias[3]. No obstante, los militares pueden determinar que estos mismos individuos tienen suficientes vínculos con los grupos armados para ser considerados objetivos en operaciones militares[4]. Estas áreas grises pueden enfrentar a los militares contra muchos de los civiles que más necesitan protección frente a los grupos armados.


[1] Entrevistas de Crisis Group, oficiales militares de alto rango, Bogotá, mayo y septiembre de 2022; líderes comunitarios de Bolívar, Chocó y Arauca, enero, febrero y marzo de 2022.

[2] Aunque no existen normas jurídicas internacionales codificadas que regulen este debate, la Cruz Roja define a los participantes en las hostilidades como personas cuya actividad principal es la pertenencia a un grupo armado o cualquiera que participe activamente en el combate y mientras dure tal participación. Los civiles que ocasionalmente desempeñan un papel en estos grupos generalmente estarían protegidos contra acciones letales a menos que participen activamente en un ataque armado. “Guía para interpretar la noción de participación directa en las hostilidades”, CICR, 2009.

[3] Entrevistas de Crisis Group, miembros y presidentes de juntas de acción comunal, Mocoa y Orito, abril de 2021.

[4] Entrevistas de Crisis Group, oficiales militares de alto rango, Bogotá, mayo de 2022.

VI. Un camino a seguir

El nuevo gobierno ha respaldado un cambio para poner la protección de los civiles en el centro de la misión militar. Si bien la administración tardará algunos meses en completar una nueva estrategia de seguridad, en su comunicación inicial a los soldados el 2 de septiembre, el comandante general de las fuerzas militares, el mayor general Helder Fernán Giraldo Bonilla, indicó que sus dos principales prioridades eran contribuir a la seguridad humana y proteger a todos los colombianos. Su mensaje enfatizó en la necesidad de respetar los derechos humanos, tener en cuenta las repercusiones de las operaciones en la población civil y medir el éxito en función de mejoras en la seguridad general en lugar de indicadores sin contexto[1].

Si bien el cambio de énfasis es bienvenido, llegar a dar un giro en este sentido no será un reto menor. Las fuerzas armadas tendrán que hacer cambios concretos que les permitan un mejor control del territorio y reducir la violencia en los entornos más conflictivos. Estos cambios también son fundamentales para el objetivo a largo plazo de abrir canales de comunicación y confianza, hoy prácticamente inexistentes, entre los militares y las comunidades rurales[2]. Sin embargo, al tratar de alcanzar estos objetivos, el gobierno de Petro puede enfrentar resistencia en los círculos militares. Altos oficiales militares clave dicen que aún no entienden lo que la retórica de Petro significará en la práctica, y expresan su preocupación de que las promesas del presidente de poner fin a la erradicación forzosa permitan que los grupos ilegales se desboquen[3].

A medida que el gobierno emprende las reformas, debe actuar con tacto, teniendo cuidado de no alienar a las fuerzas armadas, cuyo apoyo necesitará. Por ejemplo, la participación de los militares será vital para los esfuerzos del gobierno por negociar con los grupos armados restantes. La violencia ha empeorado en varias zonas desde las elecciones, en parte porque los grupos armados buscan consolidar sus posiciones antes de cualquier posible negociación. Para evitar que futuros procesos de paz agraven la inseguridad será necesario que los líderes civiles que se preparan para las conversaciones y los comandantes militares sobre el terreno estén estrechamente alineados. Negociadores con experiencia en procesos de paz anteriores insisten en que la presión militar continua suele ser vital para garantizar que los grupos armados sigan dispuestos a negociar[4].


[1] “QSO 02 DE SEPTIEMBRE DE 2022”, Comandante de las Fuerzas Militares, 2 de septiembre de 2022.

[2] Según la Comisión de la Verdad, los canales de diálogo ayudarían a “guiar las transformaciones necesarias que pongan en el centro [de la política de seguridad] el cuidado de la vida y garanticen el respeto efectivo de la dignidad humana”. “Informe Final”, op. cit., p. 843.

[3] Entrevistas de Crisis Group, julio y septiembre de 2022.

[4] “Sin presión militar, ninguno de estos grupos está realmente interesado en negociar, ni siquiera el ELN”. Entrevista de Crisis Group, funcionario involucrado en conversaciones de paz pasadas y actuales, Bogotá, septiembre de 2022.

A. Objetivos e indicadores

Una forma de comenzar a alejarse de los indicadores deficientes y acercarse a los objetivos descritos por el mayor general Giraldo el 2 de septiembre es cambiar las métricas para que se alineen con las nuevas metas. Los indicadores con los que se evaluaba a los comandantes de campo durante el gobierno anterior (principalmente desmovilizaciones, capturas, muertes y hectáreas erradicadas) brindan poca información real sobre la capacidad de las fuerzas armadas para proteger a los civiles y arrebatarles el control territorial a los grupos armados. Con demasiada frecuencia, tienen una utilidad limitada y pueden llegar a resultar contraproducentes para medir el progreso duradero en el manejo de los desafíos de seguridad. Es especialmente preocupante el riesgo de que motiven a los militares a participar en operaciones contra grupos armados con el fin de alcanzar metas de desempeño, sin tener en cuenta los efectos en la población rural.

Al adoptar una manera diferente para medir el éxito, el Ministerio de Defensa puede reformular los incentivos para los comandantes y fortalecer su labor para conseguir mejoras genuinas en la seguridad de la comunidad. Sin dejar de luchar contra los grupos armados, las fuerzas de seguridad deben medir su éxito en función de indicadores que se relacionen directamente con la seguridad de la población local. En lugar de capturas y bajas, deben juzgar el desempeño a la luz de la disminución de los ataques contra líderes sociales y otros civiles; del porcentaje de municipios con presencia policial o militar habitual; de la disminución del número de personas reclutadas por la fuerza por grupos armados, y de la frecuencia de ataques contra infraestructura crítica. Entre otros beneficios, estos indicadores alentarían a los comandantes a revisar sus tácticas al exigirles que tengan en cuenta el hecho de que las operaciones quirúrgicas de captura o muerte a menudo tienen el efecto de poner a los civiles en mayor riesgo.

Granjeros en el sur de Córdoba se reúnen a las afueras de Tierralta, donde hay frecuentes enfrentamientos entre el ejército y las poblaciones rurales por la erradicación forzosa de coca. Febrero 2022. CRISIS GROUP/Elizabeth Dickinson

En lo que respecta a la reducción de la economía ilícita, los parámetros también deben cambiar. Bogotá, bajo presión de Washington, le ha dado demasiada importancia a la cantidad de hectáreas de coca erradicadas por la fuerza, lo que ha arraigado una política de erradicación forzosa que durante años no ha dado resultados duraderos. En cambio, debe centrar más su atención en los numerosos cocaleros que tienen modestas parcelas familiares. Por ejemplo, Bogotá podría desarrollar indicadores que midan el desempeño en función del número de campesinos que ingresan en programas de sustitución voluntaria de cultivos y permanecen en ellos, algo que en muchos casos requerirá apoyo estatal, al menos al principio.

Por último, los comandantes a menudo señalan, con razón, la necesidad de una mayor consideración a las condiciones locales en la forma en que las fuerzas armadas abordan su misión, y los indicadores por los cuales son juzgados deben reflejar de manera similar las particularidades de las situaciones en las que las fuerzas son desplegadas. Por ejemplo, los militares podrían optar por enfocarse en la reducción de los asesinatos de líderes sociales en lugares como el Cauca, donde el problema es agudo. La lucha contra la deforestación y la reducción del número de familias que dependen de la coca podrían ser más importantes en las áreas de protección ambiental y regiones de la Amazonia. (En todos los casos, la capacidad de las fuerzas armadas para alcanzar objetivos específicos, sin duda, se verá afectada por las condiciones de seguridad, representando mayores desafíos para lograr mejoras significativas en lugares donde deben concentrarse en brindar seguridad básica, y las expectativas de desempeño se deben ajustar acorde).

B. Definir al enemigo

El ejército carece de parámetros consistentes y coherentes para definir qué constituye participación en hostilidades o pertenencia a un grupo armado en conflicto con el Estado. Llenar este vacío a través de una definición más clara de pertenencia puede ayudar a garantizar que las normas de intervención reflejen los límites pertinentes.

Actualmente el ejército tiene un considerable margen de interpretación para determinar quién puede ser considerado como miembro de un grupo o participante en hostilidades. Cuando se trata de presuntas redes de apoyo civil, los militares deciden qué nivel de participación es suficiente para considerar a un individuo como objetivo militar. En las tropas persiste la convicción de que los militares están luchando contra un enemigo interno omnipresente, lo cual influye en la toma de decisiones. Pero si bien no hay duda de que los civiles en ocasiones se involucran con grupos armados, tienden a hacerlo como resultado del poder coercitivo de los grupos. Las comunidades y los militares a menudo discrepan, por ejemplo, en cuanto a si estas relaciones equivalen a pertenecer a un grupo armado. Por ejemplo, la población local puede cuestionar la idea de que si el presidente de una junta de acción comunal es obligado a organizar una reunión por un grupo armado, esto quiere decir que se haya unido al grupo y en consecuencia se constituya en un objetivo militar. Los actuales estándares de las fuerzas armadas con mucha frecuencia conducen a que los civiles que se encuentran en las proximidades de grupos violentos sean tratados como militantes, lo que debilita la confianza de la población y reduce la capacidad de las fuerzas armadas para trabajar con las comunidades afectadas.

Una forma de afinar la definición de quiénes pueden ser objeto de ataques sería adherirse más de cerca a la guía del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en su definición de participación directa en hostilidades o pertenencia a un grupo armado[1]. De acuerdo con la guía, únicamente se pueden considerar objetivos aceptables para el uso de fuerza letal los individuos en función continua de combate por su participación directa y permanente en las hostilidades, o quienes se encuentren participando activamente en combates al momento de ser atacados[2].


[1] “Guía para interpretar la noción de participación directa en las hostilidades”, op. cit.

[2] Incluso en operaciones contra objetivos legítimos, las fuerzas armadas deben cumplir con los principios de proporcionalidad y distinción para evitar víctimas innecesarias.

Los civiles en las zonas de conflicto de Colombia a menudo no tienen opción cuando se les exige su colaboración ocasional.

Estas salvaguardas pueden contribuir a iniciar un cambio gradual y muy necesario en la concepción de los militares sobre los enemigos que están combatiendo. Los civiles en las zonas de conflicto de Colombia a menudo no tienen opción cuando se les exige su colaboración ocasional. En lugar de atacar a estos civiles cuando se dedican pacíficamente a sus asuntos, el ejército debe buscar los medios para superar su aislamiento y brindarles protección, de manera que se vean menos expuestos a ser presionados para prestar servicios ocasionales a los grupos armados. Algunos miembros de las fuerzas armadas ya han comenzado a adoptar este enfoque, pero codificarlo en la ley, la doctrina y las normas de intervención podría catalizar un cambio institucional más profundo.

C. Operaciones

Las operaciones ofensivas de precisión con el objetivo de capturar o matar a los combatientes enemigos, que como se señaló son muy frecuentes, suelen causar represalias para los civiles, ya que los grupos armados arremeten contra la población por su supuesta colaboración y/o purgan las comunidades para restablecer su control. Estas operaciones deben ser empleadas con moderación y (como se pretende fomentar con los nuevos indicadores recomendados anteriormente) solo después de haber hecho un análisis más cuidadoso entre los riesgos y los beneficios. Las fuerzas armadas deben considerar, por ejemplo, si la eliminación del objetivo afectaría la capacidad de un grupo armado para operar, y sopesar cualquier posible debilitamiento del grupo con el potencial daño a civiles. Del mismo modo, y particularmente en territorios étnicamente autónomos, los estrategas militares deben evaluar el riesgo de que los pobladores se vean obligados a impedir cualquier captura, lo que podría llegar a frustrar la misión mientras proporciona a los grupos armados la oportunidad de consolidar su control sobre los civiles en el proceso.

Como se mencionó, algunas operaciones dirigidas hacia un grupo pueden tener el efecto colateral de beneficiar a otro grupo armado en el área. Una vez más, las fuerzas armadas deben tener en cuenta estos efectos secundarios y terciarios para determinar si los beneficios de una operación superan sus costos, incluida la percepción de la población local, que puede llegar a pensar que las fuerzas armadas están trabajando para favorecer los intereses de un grupo ilegal en detrimento de otro. En estos casos, los militares deben evaluar los riesgos de que un nuevo grupo armado pueda ocupar un territorio liberado de un grupo rival, y la posibilidad de que el recién llegado purgue la zona de supuestos simpatizantes civiles de su adversario. Al emprender operaciones que puedan tener este efecto, las fuerzas armadas podrían considerar mantener una presencia terrestre más significativa durante un mayor período de tiempo.

Más allá de crear un espacio que permita llevar a cabo estas evaluaciones, hay ciertas medidas concretas que las fuerzas armadas deben tomar de inmediato para detener las actividades que causan daño a la población civil. Dentro de esta categoría se incluye exigirles a los civiles comida o alojamiento para los soldados desplegados. Como se indicó, una vez que parten las tropas, las familias que brindan esta asistencia pueden enfrentar estigmatización o acusaciones de colaboración. Aunque el código militar prohíbe esta práctica, la prohibición debe ser respetada más. En cuanto a sus labores de inteligencia, las fuerzas armadas deben evitar agradecer públicamente a las comunidades por información que conduzca al éxito de una operación. También es pertinente una mayor precaución y protocolos más estrictos con respecto al reclutamiento y manejo de fuentes. En algunos casos, las fuerzas de seguridad reclutan a personas vulnerables que se exponen a violentas represalias en caso de ser descubiertas, por ejemplo, las parejas o familiares de presuntos delincuentes. Como mínimo, los militares deben considerar protocolos de protección más estrictos en estos casos.

D. Planeación para consolidar el control

El nuevo gobierno de Colombia busca desarmar y desmovilizar a más grupos armados y criminales, ya sea a través de conversaciones de paz o presionándolos para que se “sometan” ante la justicia. Aún es demasiado pronto para hablar de las perspectivas de éxito que puedan tener estos esfuerzos. Sin embargo, como parte de la planificación, el nuevo gobierno y las fuerzas armadas deben comenzar a considerar el posible papel que desempeñarán las fuerzas de seguridad asumiendo a corto plazo el control territorial de las áreas que sean despejadas por los grupos armados, con el fin de evitar la proliferación de grupos violentos que se presentó tras el acuerdo de paz de 2016.

Algunos militares activos y retirados señalan una serie de estrategias que podrían ayudar a asegurar el control territorial a largo plazo. Quizás el más ambicioso es la creación de una guardia nacional rural que mantenga una presencia permanente y ejerza funciones policiales[1]. Fundamentalmente, y a diferencia de los militares, esta fuerza se concentraría en establecer relaciones a largo plazo con la población rural. El ejército seguiría estando a cargo inicialmente de ocupar el territorio, ya que es la única fuerza capaz de hacerlo, pero, adicionalmente desempeñaría un papel fundamental en la capacitación del cuerpo de guardias rurales y en la transferencia de la responsabilidad de la seguridad.

El gobierno también debe considerar cómo emplear de mejor forma los recursos y la mano de obra actualmente dedicada a la erradicación forzosa de cultivos de coca. Si la administración de Petro suspende o elimina estas operaciones, como se comprometió a hacerlo, podría destinar las tropas y los recursos liberados para impulsar la sustitución voluntaria de cultivos y el desarrollo rural[2]. En concreto, los militares podrían ofrecer protección para los civiles que erradiquen sus propios cultivos de coca y ayudar en la verificación del cumplimiento.


[1] Ver, por ejemplo, Carlos Alfonso Velásquez, “La fuerza pública que requiere el postconflicto”, Fundación Ideas para la Paz, 5 de mayo de 2015.

[2] Entrevista de Crisis Group, oficial militar de alto rango, julio de 2022.

Como parte de sus esfuerzos por lograr la “paz total”, el gobierno ... debe extender el actual programa de desmovilización voluntaria para combatientes.

Como parte de sus esfuerzos por lograr la “paz total”, el gobierno también debe extender el actual programa de desmovilización voluntaria para combatientes. Hoy en día, solo quienes se determine que pertenecen a “grupos armados organizados” pueden acceder a dicho programa, lo que significa que actualmente frentes completos, grupos de militantes y miembros de organizaciones criminales más pequeñas que no cumplen con los criterios del gobierno no pueden participar. Abrir el acceso aumentaría el número de rutas para que una gama más amplia de miembros de grupos armados y criminales puedan salir de las actividades armadas.

Colombia podría considerar la opción de que se integren a las fuerzas de seguridad de un número limitado de voluntarios que provengan del proceso de desmovilización, debidamente evaluados. Esto ha ocurrido en el pasado reciente: antes de las conversaciones de paz, el ejército empleó a exguerrilleros desmovilizados individualmente en funciones tales como guías en áreas rurales[1]. Varios excombatientes de las FARC que dejaron las armas tras el acuerdo de paz han conseguido trabajo lícito como escoltas, incluso dentro de la fuerza pública dedicada a proteger potenciales objetivos de violencia[2]. La integración a las fuerzas de seguridad podría ser un salvavidas para los excombatientes con pocas habilidades adicionales para ofrecer al mercado laboral.


[1] Entrevista de Crisis Group, oficial de inteligencia militar retirado, julio de 2022.

[2] Varios combatientes de las FARC reincorporados ahora trabajan para la Unidad Nacional de Protección, la cual ofrece protección a líderes sociales, políticos y excombatientes en peligro. “UNP confirma que reintegrados de las Farc hacen curso de escoltas”, Caracol Radio, 11 de junio de 2017.

E. Rendición de cuentas e integridad

Erradicar la corrupción y judicializar los abusos cometidos es vital para reconstruir la credibilidad de las fuerzas de seguridad ante el público. Como primer paso, Colombia debe aclarar cómo deben manejarse los procesos judiciales contra los miembros de la fuerza pública y cómo deben diferenciarse, si es que debieran, de los procesos contra civiles. La Constitución de Colombia consagra una jurisdicción militar para juzgar casos relacionados con conductas indebidas durante las operaciones, pero sentencias y decretos judiciales posteriores han ido socavando su autoridad exclusiva[1].

Actualmente, el proceso legal es confuso, lo que dificulta los esfuerzos para disuadir o aclarar públicamente las transgresiones. Los casos de conductas indebidas o actividades criminales cometidas por miembros de la fuerza pública pueden estar bajo la jurisdicción penal militar o la justicia ordinaria, pero no hay reglas claras para determinar qué casos deben proceder ante qué jurisdicción[2]. El fiscal general puede solicitar casos, o el ejército puede remitir casos a la jurisdicción ordinaria; los demás permanecen en el fuero penal militar. Por su parte, los casos previos a 2016 que involucran graves crímenes de guerra recaen en la Jurisdicción Especial para la Paz. Los soldados expresan su preocupación por la confusión entre jurisdicciones, argumentando que los desmotiva a la hora de denunciar abusos, ya que muchos soldados no están dispuestos a exponer a sus pares ante la justicia civil.

Petro ha manifestado su apoyo a la eliminación total del fuero penal militar, lo cual es un objetivo deseable a largo plazo para todas las transgresiones excepto las más leves, dado que mejoraría la transparencia y ayudaría a disipar preocupaciones sobre el trato preferencial de los jueces[3]. Sin embargo, esto no es factible a corto plazo, en gran parte debido a la capacidad limitada de la Fiscalía General, así como a la falta de fiscales y jueces capacitados. Mientras estas autoridades civiles se fortalecen, el sistema de justicia militar debe tomar medidas para aumentar la transparencia y el acceso. Se debe permitir que los familiares directos de las víctimas asistan a las audiencias y el acceso público a los expedientes. Por su parte, los líderes civiles deben mantenerse atentos para velar por la imparcialidad en los nombramientos judiciales militares clave, en particular a la luz de las acusaciones de favoritismo bajo la administración anterior[4].


[1] “Constitución Política de Colombia”, 1991, artículo 221; “Acto Legislativo 1 de 2015”, Congreso de Colombia, 25 de junio de 2015.

[2] “Auto 453/21: Conflicto Aparente de Competencia – Jurisdicción ordinaria y jurisdicción penal militar”, Corte Constitucional de Colombia, 5 de agosto de 2021.

[3] “Por una seguridad humana que se mida en vidas”, op. cit.

[4] “Las últimas ‘jugaditas’ del gobierno de Iván Duque en la Justicia Penal Militar”, Diario Criterio, 20 de agosto de 2022.

El ejército ... puede hacer más para detectar actos de corrupción interna y judicializar a los responsables.

El ejército también puede hacer más para detectar actos de corrupción interna y judicializar a los responsables a través de una mayor labor de contrainteligencia para descubrir cuándo sus filas han sido infiltradas por grupos armados y mejores medidas de protección para los denunciantes internos. Testimonios de oficiales de menor rango revelan que algunos temen documentar los abusos de poder por parte de sus superiores. El ejército debe encontrar una solución a este grave obstáculo para su credibilidad y eficacia. Los denunciantes internos necesitan garantías de anonimato, al igual que canales independientes para realizar denuncias fuera de la cadena de mando normal.

La integridad de las fuerzas armadas también debe fortalecerse mediante cambios en el sistema de ascensos. Algunas veces, las designaciones de personal están sujetas al favoritismo y la intervención política. Las fuerzas armadas pueden considerar la posibilidad de establecer salvaguardas para garantizar que se considere a los mejores candidatos y que los titulares de cargos cuenten con las calificaciones requeridas. Los líderes políticos deben resistir la tentación de designar aliados para fortalecer la meritocracia, como se ha comprometido a hacer el gobierno de Petro[1]. Para aumentar la confianza en el valor de la meritocracia en sus filas, el ejército podría fortalecer la transparencia en torno al proceso de designación de personal clave, por ejemplo, haciendo públicas las hojas de vida y calificaciones de los designados.


[1] “Por una seguridad humana que se mida en vidas”, op. cit.

F. Alineación de las fuerzas armadas con el proceso de paz, el gobierno de Petro y las comunidades rurales

Garantizar el compromiso de los militares con el proceso de paz con las FARC, y potencialmente con otros grupos armados, representa un desafío central para el gobierno de Petro. El acuerdo de paz de 2016 proporciona una hoja de ruta para poner fin al ciclo de conflictos en las zonas rurales de Colombia; incluye reformas que podrían fortalecer y diversificar la economía rural, expandir los servicios estatales a estas zonas, reducir los conflictos en torno a la propiedad de la tierra y encontrar alternativas a la costosa y agotadora labor de la erradicación forzosa de coca, todo lo cual mejoraría el entorno operativo de los militares. Pero hasta ahora los militares se han mostrado ambivalentes al respecto, en gran parte debido al recelo que tienen con respecto al sistema de justicia transicional.

Un paso que podría ayudar a motivar a las fuerzas armadas a invertir más en el acuerdo sería a través de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, un mecanismo creado por el acuerdo y destinado a combinar la experiencia del gobierno, el ejército, la sociedad civil y las comunidades para redactar un plan para combatir o contrarrestar a los grupos armados y criminales, en particular los remanentes de las antiguas organizaciones paramilitares. Bajo el gobierno de Duque, la comisión se reunió con poca frecuencia y no logró progresar en propuestas concretas, en parte, según sus miembros, porque el gobierno usó el espacio para compartir sus propias políticas en lugar de discutir la creación de otras nuevas. Este organismo revitalizado podría ser un eje central para los esfuerzos por construir una estrategia integral hacia el desarme negociado de grupos armados y criminales. Una participación estrecha en esta comisión también le permitiría al ejército establecer una relación de mayor confianza con el gobierno y, posiblemente, con las comunidades rurales.

La administración de Petro también debe considerar incluir a los militares en los planes para celebrar diálogos regionales como parte de futuras negociaciones de paz. Estos foros estarían destinados a reunir a autoridades locales y nacionales, así como a líderes comunitarios y a la sociedad civil para trazar planes destinados a ponerle fin al conflicto armado. Si bien la falta de confianza entre las comunidades rurales puede inicialmente frenar la participación de los militares en estos eventos, algunos altos oficiales han expresado su apoyo a un enfoque regional para las conversaciones de paz dada la gran diversidad de los conflictos de Colombia. Sin embargo, les preocupa que los compromisos asumidos sin su aporte puedan resultar imposibles de trasladar a la práctica de las operaciones militares[1].


[1] Entrevista de Crisis Group, Bogotá, septiembre de 2022.

Debido a su tamaño, despliegue territorial y poderes institucionales, las fuerzas armadas podrían retrasar o minar las reformas.

Todos estos retos se ven agravados por la desconfianza que despierta Petro entre los militares, algunos de los cuales incluso lo desprecian de forma apenas disimulada. Debido a su tamaño, despliegue territorial y poderes institucionales, las fuerzas armadas podrían retrasar o minar las reformas. La administración Petro tendrá que invertir mucha energía en orientar su relación con los militares en una dirección más constructiva, cultivando a los altos mandos en el día a día. También debe aprovechar la experiencia militar para la construcción de sus propuestas, particularmente a través de las estructuras académicas y políticas internas de las fuerzas armadas destinadas a actualizar los enfoques hacia el conflicto. EE. UU. y otros aliados también pueden ayudar a tranquilizar a una institución con la que tienen una relación de larga data. Mientras tanto, los militares deben seguir demostrando su pragmatismo y su lealtad a la Constitución.

Por último, las fuerzas armadas deben tomar medidas contundentes para construir confianza con las comunidades rurales. La presión de los grupos armados, el miedo a ser etiquetados como informantes y la histórica mala voluntad hacen que las conversaciones entre civiles afectados por el conflicto y las tropas sean muy escasas y estén cargadas de riesgos. Tomar medidas para implementar las recomendaciones anteriores puede ayudar a crear una mejor atmósfera para reconstruir la confianza. Un compromiso institucional más robusto, la participación en los mecanismos de justicia transicional y ayudar a esclarecer los crímenes del pasado son quizás las señales más contundentes que las fuerzas armadas pueden enviar a los campesinos colombianos. Respaldar el acuerdo de paz y tomar medidas de buena fe para proteger a la población civil durante las operaciones militares también podrían ayudar a reabrir canales de diálogo.

VII. Conclusión

La protección de la población civil en principio ha estado en el centro de la política de seguridad en Colombia durante más de una década, pero no ha logrado convertirse en el principio rector de la mayor parte de las operaciones militares. Actualmente, las fuerzas armadas en gran medida equivalen la protección de los civiles con hacer operaciones ofensivas de precisión contra los numerosos grupos armados del país y la erradicación forzosa de coca. Sin embargo, estas mismas operaciones a menudo ponen a los civiles en riesgo directo de represalias violentas y no logran desmantelar a los grupos armados y criminales ni debilitar los negocios ilícitos que controlan. El daño colateral que causan deteriora la confianza local en las fuerzas de seguridad y fortalece la capacidad de los grupos armados para ejercer control social y territorial.

El gobierno de Petro ha entrado en funciones con grandes ambiciones en varios frentes, en particular en la política de seguridad. Sin embargo, el espacio para una reforma radical es limitado y la cooperación de las fuerzas armadas es indispensable. El gobierno promete reformar las fuerzas armadas, buscar la paz con los grupos armados y depender menos de la fuerza ofensiva para lograr sus objetivos. Pero es casi seguro que tendrá que recurrir a las fuerzas de seguridad para enfrentar a algunos de los grupos que recurren a la violencia con mayor intransigencia en su disputa por el territorio y las ganancias en toda Colombia. El ejército, por su parte, tiene un papel crucial por desempeñar para ayudar a construir comunidades seguras, cambiar la manera en la que ven al Estado y promoviendo medios de vida lícitos. Su contribución debe comenzar internamente, a través de la actualización de procedimientos operacionales y su doctrina, así como la promoción de la integridad profesional. Los líderes políticos pueden indicar el camino mostrando su apoyo a los indicadores de éxito que dejan claro su deseo para que las fuerzas armadas se adapten a las complejas amenazas que enfrenta Colombia y adopten la protección de la población civil como su principal objetivo.

Los soldados, sin embargo, no pueden seguir siendo la cara predominante de la autoridad estatal en el campo. No existe una solución netamente militar a la inseguridad rural de Colombia. Tampoco se puede esperar que las fuerzas armadas asuman indefinidamente todo el trabajo del Estado. A través de las reformas descritas anteriormente, las fuerzas armadas pueden ayudar a fomentar unas condiciones más seguras en las zonas rurales de Colombia, sentando las bases para que las autoridades civiles vuelvan a asumir el liderazgo.

Bogotá/Washington/Bruselas, 27 de septiembre de 2022

Apéndice A: Mapa de Colombia

Map of Colombia CRISIS GROUP

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